Younger, que había estado sentado afuera, enderezando las abolladuras de la armadura de Gorst a la luz de una lámpara, se hallaba ahora de pie, esforzándose por ver algo, con una greba en la mano y un pequeño martillo en la otra.
—¿Qué pasa? —preguntó Gorst con un tono de voz muy agudo.
—No tengo ni… ¡Eh! —de repente, tuvo que retroceder al pasar un caballo al galope junto a ellos, que los salpicó de barro.
—Quédate aquí —le aconsejó Gorst, quien le colocó gentilmente una mano sobre un hombro—. Lejos del peligro.
Se alejó a grandes zancadas de su tienda en dirección al Puente Viejo, mientras se metía la camisa por dentro de los pantalones con una mano mientras agarraba con firmeza su espada envainada en la otra. Frente a él, resonaban gritos en la oscuridad, a la vez que veía unos haces intermitentes de luz y divisaba fugazmente unas siluetas y unos rostros que se mezclaban con la imagen residual de la llama de la vela que seguía chisporroteando en los ojos de Gorst.
Un mensajero llegó corriendo en la oscuridad, respirando con dificultad. Tenía una mejilla y todo un costado del uniforme cubierto de fango.
—¿Qué sucede? —le interrogó Gorst.
—¡Los hombres del Norte han atacado en masa! —contestó resollando sin dejar de correr—. ¡Nos han barrido! ¡Ya vienen! —ser testigo de su terror fue todo un placer para Gorst. La emoción lo embargó con tanta intensidad que se le hizo un nudo en la garganta que casi le resultó doloroso. Las pequeñas agonías que sufría por culpa de los moratones y sus doloridos músculos desaparecieron de inmediato mientras se dirigía hacia el río.
¿Tendré que abrirme paso luchando a través de ese puente por segunda vez en doce horas?
Casi se estaba riendo ante lo ridícula que resultaba esa idea.
No puedo esperar.
Algunos oficiales rogaban calma a los demás mientras otros corrían para salvar el pellejo. Algunos hombres buscaban armas febrilmente mientras otros las arrojaban. Cada sombra parecía ser el primer miembro de una horda de hombres del Norte que merodeaba por los alrededores. Gorst sintió un cosquilleo en la palma de la mano, pues se hallaba deseoso de desenvainar su espada, hasta que se percató de que esas sombras tan engañosas eran en realidad unos cuantos soldados desconcertados, sirvientes a medio vestir y legañosos mozos de cuadra.
—¿Coronel Gorst? ¿Es usted?
Continuó avanzando, con la cabeza en otra parte. Su mente había regresado a Sipani. Volvía a hallarse entre el humo y la locura de la Casa del Ocio de Cardotti. Mientras buscaba al rey en medio de la asfixiante penumbra.
Pero esta vez no fallaré.
Un sirviente con un cuchillo ensangrentado miraba boquiabierto una silueta que se encontraba hecha un ovillo en el suelo.
Lo ha tomado por un enemigo
. Un hombre salió atolondrado de su tienda, con el pelo alborotado, e intentó asegurarse un espadín al cinto como pudo.
Le ruego me disculpe
. Gorst se lo quitó de en medio golpeándolo con el dorso de una mano y lo lanzó boquiabierto al barro. Un rollizo capitán permanecía sentado, con la sorpresa dibujada en su rostro surcado por riachuelos de sangre, mientras se apretaba un paño sobre la cabeza. «¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando?». Pánico.
Pánico es lo que está pasando. Resulta sorprendente lo rápidamente que puede disolverse un ejército decidido. Lo rápidamente que los héroes diurnos se convierten en cobardes nocturnos. Y pasan a ser un rebaño que actúa siguiendo sus instintos animales.
—¡Por aquí! —gritó alguien a sus espaldas—. ¡El sabe qué hay que hacer!
Entonces, oyó unos pasos resonar tras él en el barro.
Un pequeño rebaño que me sigue
. Ni siquiera se volvió a mirar.
Pero deberíais saber que me dirijo allá donde se esté produciendo la masacre.
Súbitamente, un caballo surgió de la nada con los ojos desorbitados. Alguien había sido pisoteado y chillaba, hundido en el estiércol. Gorst pasó por encima de él, mientras seguía un inexplicable rastro de vestidos de mujer, prendas de encaje y coloridas sedas que se hallaban aplastados en el barro. Cada vez había menos espacio. Unos rostros pálidos se asomaron en la oscuridad y unos ojos desquiciados brillaron al reflejar las llamas mientras el agua centelleaba bajo la luz de las antorchas. El Puente Viejo se encontraba tan atestado y fuera de control como durante el día, cuando habían obligado a retroceder a los hombres del Norte. Más incluso. Entretanto, una serie de voces rivalizaban para imponerse sobre las demás.
—¿Ha visto mi…?
—¿Ese es Gorst?
—¡Nos atacan!
—¡Apártense de mi camino! ¡Apártense de mi…!
—¡Ya se han marchado!
—¡Es él! ¡El sabrá qué hacer!
—¡Retrocedan! ¡Todos atrás!
—Coronel Gorst, ¿puedo…?
—¡Necesitamos un poco de orden! ¡Orden! ¡Se lo suplico!
Aquí suplicar no servirá de nada
. La multitud se extendía, se agitaba, se abría y se volvía a apretar, el pánico estallaba cada vez que una espada desenvainada o una antorcha encendida danzaban frente al rostro de alguien. Gorst recibió un codazo y contestó lanzando un puñetazo, de modo que acabó raspándose los nudillos contra una armadura. Algo lo agarró de la pierna y le asestó una patada para soltarse y seguir avanzando. Se oyó un chillido en el momento en que alguien fue empujado por encima del parapeto. Gorst vislumbró cómo pataleaba mientras desaparecía en la oscuridad; después, oyó un chapoteo en cuanto impactó contra la rápida corriente.
Siguió abriéndose camino hasta el extremo más alejado del puente. Tenía la camisa rota y el viento helado se colaba a través del desgarrón. Un sargento de cara rubicunda sostenía en alto una antorcha y bramaba con una voz quebrada pidiendo tranquilidad. Más adelante, se oían más gritos, cascos de caballos y el silbido de las armas al hendir el aire. Pero Gorst no consiguió oír la dulce nota del acero al chocar. Apretó fuertemente su espada y siguió avanzando de un modo siniestro.
—¡No! —el general Mitterick se encontraba en medio de un grupo de oficiales; quizá era el mejor ejemplo que Gorst había visto jamás de un hombre consumido por la ira—. ¡Quiero que la Segunda y la Tercera se preparen para cargar de inmediato!
—Pero, señor —trataba de convencerle uno de sus ayudantes—, aún faltan horas para el amanecer, los hombres se han dispersado, no podemos…
Mitterick blandió su espada frente a la cara de aquel joven.
—¡Aquí las órdenes las doy yo! —
aunque, evidentemente, está demasiado oscuro como para montar a caballo y no sea muy recomendable enviar a varios centenares de jinetes al galope a atacar a un enemigo invisible
—. ¡Pongan guardias en el puente! ¡Quiero que a cualquier hombre que intente cruzarlo lo ahorquen por desertor!
¡Que lo ahorquen!
El coronel Opker, el segundo al mando de Mitterick, aguardaba a una distancia prudencial para que la culpabilidad no le salpicara, mientras observaba esa pantomima con tenebrosa resignación. En ese instante, Gorst le puso una mano en un hombro.
—¿Dónde están los hombres del Norte?
—¡Se han ido! —respondió Opker, desembarazándose de su abrazo—. ¡No había más que un par de docenas! Han robado los estandartes de la Segunda y la Tercera y han desaparecido en la noche.
—¡Su Majestad no aprobará que nos hayan sustraído sus estandartes, general! —estaba gritando alguien. Era Felnigg.
Mira cómo se abalanza sobre la vergüenza de Mitterick como un halcón sobre un conejo.
—¡Estoy perfectamente al tanto de lo que aprueba y no aprueba Su Majestad! —rugió Mitterick—. ¡Pienso recuperar esos estandartes y matar hasta al último de esos ladrones hijos de puta, sí, puede decírselo al Lord Mariscal! ¡No, le
exijo
que se lo diga!
—¡Oh, por supuesto que pienso contarle todo esto, no tema!
Pero Mitterick le había dado la espalda y vociferaba a la noche.
—¿Dónde están los exploradores? Le dije que enviara exploradores a reconocer el terreno, ¿no? ¿Dimbik? ¿Dónde está Dimbik? ¡Hábleme del terreno, hombre, del terreno!
—¿Me pregunta a mí? —balbuceó un joven oficial de rostro pálido—. Bueno, esto, sí, pero…
—¿Han regresado ya? ¡Quiero estar seguro de que el terreno nos favorece! ¡Dígame que nos favorece, maldita sea!
Por un momento, el joven desplazó su mirada velozmente de un lado a otro, aunque, después, pareció recuperar la compostura y se puso firme.
—Sí, general, los exploradores salieron y han regresado, de hecho, han regresado todos, y el terreno está… perfecto. Es tan plano como una mesa de naipes. Como una mesa de naipes… con cebada encima.
—¡Excelente! ¡No quiero más sorpresas! —Mitterick se alejó con los faldones de su camisa aleteando al viento—. ¿Dónde diablos se ha metido el mayor Hockelman? ¡Quiero a estos jinetes listos para cargar tan pronto como haya luz suficiente como para poder orinar! ¿Me habéis entendido? ¡Como para poder
orinar
!
Su voz se perdió en el viento, junto a las hirientes quejas de Felnigg, y las lámparas de su séquito se marcharon con él, dejando a Gorst solo en la oscuridad con el ceño fruncido, tan acongojado por la decepción como un novio abandonado en el altar.
Entonces sólo ha sido una incursión. Todo ese caos había sido causado por una gamberrada oportunista, provocada por Mitterick al exhibir mezquinamente esos estandartes.
Y aquí no habrá gloria ni redención. Sólo estupidez, cobardía y vidas desperdiciadas
. Gorst se preguntó ociosamente cuántos habrían muerto en el caos,
¿Diez veces más que los que hayan matado los hombres del Norte? Ciertamente, en una guerra, el enemigo es el elemento menos peligroso.
¿Por qué hemos reaccionado tan ridículamente mal a esta incursión? Porque no podíamos imaginar que tuvieran el valor de atacar. Si los hombres del Norte nos hubieran presionado más, podrían habernos obligado a cruzar de nuevo el puente y habrían capturado dos regimientos enteros de caballería en vez de sólo sus estandartes. Con sólo cinco hombres y un perro podrían haberlo conseguido. Por suerte, no podían imaginarse que estaríamos tan absurdamente mal preparados
. Esto ha sido un fracaso para todos. Especialmente para mí.
Se volvió y se encontró con un pequeño grupo de soldados y criados abigarradamente equipados. Eran los hombres que le habían seguido a través del puente y más allá. Un número sorprendente.
Vaya panda de borregos. ¿Y eso en qué me convierte? ¿En el perro pastor? Guau, guau, estúpidos.
—¿Qué hacemos, señor? —preguntó el que estaba más cerca.
Gorst se limitó a encogerse de hombros. Después, se dirigió lenta y pesadamente hacia el puente, igual que lo había hecho aquella tarde, apartando a la desinflada muchedumbre de su camino. Todavía no había nada que indicara la pronta llegada del amanecer, pero ya no podía tardar demasiado.
Ha llegado el momento de ponerme la armadura.
Craw descendió cuidadosamente la colina, escudriñando la negrura para asegurarse de dónde ponía el pie, mientras soportaba el dolor de la rodilla a cada paso alterno que daba. Mientras soportaba el dolor en su brazo, en su mejilla y en su mandíbula. Mientras soportaba, sobre todo, el dolor de la pregunta que llevaba haciéndose la mayor parte de aquella noche desapacible, fría y desvelada. Una noche repleta de preocupaciones y remordimientos, de los débiles gimoteos de los moribundos y de los no tan débiles ronquidos del tal Whirrun de la puñetera Bligh.
¿Debía decirle a Dow el Negro lo que le había propuesto Calder o no? Craw se preguntó si Calder habría huido ya. Lo conocía desde que era niño y nunca le habría acusado de ser valiente, pero había percibido algo distinto en él cuando habían hablado esa noche. Algo que a Craw no le había resultado familiar. O más bien algo que sí, pero no como propio de Calder, sino de su padre. Y Bethod nunca había sido muy proclive a las huidas. Por eso, precisamente, había acabado muerto. Y la muerte era lo mejor que Calder podía esperar si Dow averiguaba lo que había dicho. Lo mejor que el propio Craw podía esperar si Dow se enteraba por boca de algún otro de lo que le había propuesto. Miró de refilón el rostro malhumorado de Dow, surcado por cicatrices, resaltadas en negro y naranja por la antorcha de Escalofríos.
¿Debía decírselo o no?
—Joder —susurró.
—Ya —dijo Escalofríos.
Craw estuvo a punto de dar un salto sobre la húmeda hierba. Hasta que recordó que había muchos motivos para que un hombre dijera «joder». Eso es lo bonito de esa palabra: que puede significar prácticamente cualquier cosa, dependiendo de la situación. Horror, sorpresa, dolor, temor, preocupación. Y ninguno de sus significados estaba fuera de lugar. Estaban en plena batalla.
Una pequeña casa desvencijada emergió de la oscuridad. En sus paredes desmoronadas crecían las ortigas. Una parte de su tejado se había hundido y las vigas podridas asomaban como las costillas de un esqueleto. Dow le quitó la antorcha a Escalofríos.
—Tú espera aquí.
Escalofríos permaneció quieto un instante, después agachó la cabeza y se quedó junto a la puerta, mientras la luz de la luna se reflejaba débilmente en su ojo de metal.
Craw se agachó para poder pasar por debajo de la pequeña puerta e intentó no dar la impresión de hallarse preocupado. Cuando se quedaba a solas con Dow el Negro, una parte de él —y no era una parte precisamente pequeña— siempre esperaba recibir una puñalada por la espalda. O a lo mejor un espadazo por delante. Una hoja, en cualquier caso. Después, siempre se sentía un poco sorprendido cuando lograba salir del encuentro con vida. Nunca se había sentido de aquel modo con Tresárboles, ni siquiera con Bethod. No parecía una característica digna de un hombre al que uno quisiera seguir… Entonces, se dio cuenta de que estaba mordiéndose una uña, si es que se le podía llamar uña a lo poco que le quedaba de ella y se obligó a dejar de hacerlo.
Dow se fue con su antorcha hasta el extremo más alejado de la estancia y las sombras se arrastraron entre las rudimentarias vigas siguiendo su movimiento.
—No he vuelto a saber nada de la muchacha, ni tampoco de su padre.
A Craw le pareció mejor guardar silencio. Últimamente, daba la impresión de que cada vez que pronunciaba una palabra acababa ocurriendo algún desastre.
—Parece que me he endeudado con el puñetero gigante por nada —más silencio—. Mujeres, ¿eh?