Bayaz entornó sus verdes ojos.
—Una virtud que siempre me ha parecido admirable.
—Han matado a Meed —afirmó Finree, quien se lo imaginó abriendo y cerrando la boca como un pez sacado del río, hurgando en el gran desgarrón abierto en su uniforme escarlata y cayendo al suelo cubierto de papeles—. Me atrevería a decir que necesitará un nuevo gobernador de Angland.
—Su Majestad lo necesitará —el Mago dejó escapar un suspiro—. Pero organizar un nombramiento tan importante es un asunto complicado. Sin lugar a dudas, algún pariente de Meed espera que le concedan ese puesto e incluso lo exigirá, pero no podemos permitir que ese cargo se convierta en hereditario. Yo diría que cerca de una veintena de grandes magnates del Consejo Abierto creen merecérselo, pero no podemos promover demasiado la carrera de ningún hombre cuyo poder podría rivalizar con el de la corona. Pues cuanto más se acercan a ésta, menos pueden resistir el impulso de intentar apoderarse de ella, como su suegro podría sin duda atestiguar. Podríamos nombrar a algún burócrata, pero entonces el Consejo Abierto criticaría su elección y lo acusaría de ser un mero hombre de paja, y bastantes problemas causa ya esa gente del Consejo. Hay tantos equilibrios que tener en cuenta, tantas rivalidades, celos y peligros que esquivar, que a veces le entran a uno ganas de abandonar la política por completo.
—¿Por qué no nombran a mi esposo?
Bayaz ladeó la cabeza.
—Es usted muy franca.
—Esta mañana, me parece que sí.
—Otra virtud que siempre he admirado.
—¡Por los Hados, soy admirable! —exclamó Finree, mientras oía cómo la puerta al cerrarse acallaba los sollozos de Aliz.
—Sin embargo, no estoy seguro de cuántos apoyos podría conseguir para su esposo —Bayaz frunció los labios mientras arrojaba los posos de su taza sobre la hierba cubierta de rocío—. Su padre tiene un puesto destacado entre los más infames traidores de la historia de la Unión.
—Muy cierto. Y era el noble más importante de toda la Unión, el hombre más poderoso del Consejo Abierto, a sólo un voto de igualar el poder de la corona —Finree habló sin pararse a pensar en las consecuencias, al igual que una piedra arrojadiza no tiene en cuenta las aguas sobre las que rebota—. Cuando incautaron sus tierras, su poder se esfumó como si nunca hubiera existido. Supongo que los nobles debieron de sentirse amenazados. Por mucho que disfrutaran con su caída, seguramente vieron en ella la sombra de su propio futuro. Me imagino que restituirle a su hijo una fracción prudente de su poder podría ser urna idea bien recibida en el Consejo Abierto. Así se reafirmarían derechos de las antiguas familias y demás.
Bayaz alzó un poco la barbilla y bajó las cejas.
—Puede ser. ¿Y?
—Y mientras que el gran Lord Brock tenía aliados y enemigos en abundancia, su hijo no tiene ninguno. Ha sido despreciado e ignorado durante ocho años. No forma parte de ninguna facción, no persigue objetivo alguno más que servir fielmente a la corona. Ha probado con creces su honestidad, su valor y su incuestionable lealtad a
Su
Majestad en el campo de batalla —respondió, clavando su mirada en la de Bayaz—. Sería una historia estupenda. Nuestro monarca, en vez de rebajarse a interferir en cuestiones políticas mundanas, escoge recompensar a alguien que ha demostrado su lealtad, su mérito y hace gala de un heroísmo de viejo cuño. A los plebeyos les agradaría, en mi opinión.
—Lealtad, mérito y heroísmo. Esas son unas buenas cualidades para un soldado —comentó Bayaz, como si estuviese hablando de la grasa de un cerdo—. Pero un lord gobernador ha de ser por encima de todo un buen político. Entre otras virtudes, debe ser flexible e implacable, y debe tener buen ojo para saber qué es lo más conveniente en cada momento. ¿Qué tal se maneja su esposo en esos campos?
—Regular, pero quizá alguien cercano a él podría compensar esas cualidades que le faltan.
A Finree le pareció ver el esbozo de una sonrisa asomándose a los labios de Bayaz.
—Estoy empezando a pensar que, efectivamente, sí podría ser. La suya es una sugerencia muy interesante.
—Entonces, ¿no la descarta?
—Sólo el verdaderamente ignorante descarta las nuevas posibilidades al creer que ha pensado en todo. Puede que incluso se lo mencione a mis colegas del Consejo Cerrado la próxima vez que nos reunamos.
—Me parece que sería mejor tomar una decisión al respecto rápidamente, en vez de permitir que toda esta cuestión se convierta en… un problema. No se me puede considerar imparcial, pero, aun así, creo de verdad que mi esposo es el mejor hombre que hay en toda la Unión.
Bayaz profirió una risita mordaz.
—¿Quién dice que quiero al mejor? Podría darse el caso de que un necio alfeñique fuese un lord gobernador de Angland más apropiado para los intereses de todos. Un necio alfeñique, con una mujer estúpida y cobarde.
—Eso me temo que no puedo ofrecérselo. Tenga una manzana —replicó Finree, arrojándole la que tenía, lo cual lo obligó a hacer malabarismos con una mano antes de cogerla con la otra, tras dejar caer su taza entre la hierba y mientras alzaba las cejas sorprendido. Antes de que pudiera decir nada, ella ya se estaba alejando. Apenas era capaz de recordar la conversación. Su mente estaba enteramente centrada en cómo aquella mejilla azul se había hinchado al abrirse paso el acero, mientras lo empujaba y empujaba.
Una línea muy fina separa la posibilidad de alzarse entre la plebe como líder o como ejecutado colgando de la horca. Cuando Craw se subió sobre un cajón vacío para lanzar su pequeña arenga, tuvo que reconocer que se sentía más cerca de la segunda opción que de la primera. Un mar de rostros se abría frente a él. Los Héroes estaban atiborrados de hombres desde un extremo del círculo a otro y muchos más intentaban entrar en él desde más allá. No le ayudaba a sentirse mejor el hecho de que los Caris de Dow el Negro conformasen el grupo de aspecto más siniestro, sombrío y duro que podía encontrarse en todo el Norte. Y eso que en el Norte no escasean los grupos de tipos duros. Probablemente, esos hombres estaban mucho más interesados en darse al pillaje, la violación y el asesinato que en defender alguna concepción de lo correcto, y seguro que tampoco les importaba mucho quien acabara ensartado al otro extremo de su espada.
Craw se alegró de tener al Jovial Yon, a Flood y a Wonderful colocados alrededor de su cajón con cara de pocos amigos. Se alegraba incluso más aún de tener a Whirrun justo al lado. El Padre de las Espadas poseía el metal suficiente como para añadir cierto peso a las palabras de cualquiera. Entonces, recordó lo que le había dicho Tresárboles cuando le nombró su segundo al mando. Estaba intentando ser su líder, no su amante, y lo mejor para un líder es ser temido en primer lugar y apreciado en segundo.
—¡Hombres del Norte! —bramó contra el viento—. En caso de que todavía no os hayáis enterado, he de deciros que Pezuña Hendida ha muerto y Dow el Negro me ha elegido para ocupar su puesto —en ese instante, buscó con la mirada al cabrón más grande, desagradable y burlón de todo el grupo, un tipo que tenía pinta de afeitarse con un hacha, y se dirigió a él—. A partir de ahora, ¡me obedeceréis en todo lo que os ordene! —exclamó—. En eso consiste vuestra misión a partir de ahora —se lo quedó mirando el tiempo suficiente para dejar claro que no le temía a nada, a pesar de que lo opuesto estuviera más cerca de la verdad—. Mantener a todo el mundo con vida será la mía. Lo más probable es que no lo consiga en todos los casos. Así es la guerra. Pero eso no impedirá que, en cualquier caso, siempre lo intente. Y por los muertos que tampoco impedirá que vosotros siempre intentéis cumplir vuestra misión.
Se quedaron rumiando sus palabras, todavía parecían distar mucho de estar convencidos. Había llegado el momento de alardear de sus logros pasados. La jactancia no era uno de sus puntos fuertes últimamente, pero, en esa situación, la modestia no servía para nada.
—¡Me llamo Curnden Craw y hace treinta años que soy un Gran Guerrero! En su día fui el segundo de Rudd Tresárboles —en cuanto pronunció ese nombre, se oyeron varios asentimientos de aprobación—. También conocido como la Roca de Uffrith. Le sostuve el escudo cuando se batió en duelo con Nueve el Sanguinario —aquel nombre levantó un clamor mayor—. Después, luché por Bethod y ahora lucho por Dow el Negro. He tomado parte en todas las batallas de las que vosotros, capullos, habéis oído hablar —torció el labio—. Así que no hará falta que os preguntéis si voy a estar a la altura de este cargo.
No obstante, el propio Craw se lo preguntaba y eso hacía que tuviera las tripas revueltas y temiera cagarse encima de miedo. Sin embargo, su voz seguía sonando ruda y profunda. Dio gracias a los muertos por poseer una voz de héroe, a pesar de que el paso del tiempo le hubiera dado las tripas de un cobarde. Entonces, añadió:
—¡Quiero que hasta el último hombre que hay aquí presente haga hoy lo correcto! —rugió—. Y antes de que os empecéis a reír y me vea obligado a incrustaros mi bota en el culo, que os quede claro que no estoy hablando de dar palmaditas a los críos en la cabeza o de dar vuestra última miga de pan a una ardilla, ni siquiera de ser más osado que Skarling una vez hayamos desenvainado las espadas. No estoy hablando de hacerse el héroe —en ese instante, señaló con la cabeza las piedras que les rodeaban—. Podéis dejarle eso a estas rocas. Ellas no sangrarán por ello. ¡Estoy hablando de ser leal a vuestro jefe! ¡De ser leal a vuestro grupo! ¡De ser leal al hombre que tengáis a vuestro lado! ¡Y, sobre todo, estoy hablando de no dejaros matar!
Entonces, extendió el brazo para señalar a Beck.
—Mirad a este muchacho de aquí. Beck el Rojo es su nombre —los ojos de Beck se abrieron como platos en el momento en que toda la primera hilera de guerreros se volvió para mirarle—. Ayer hizo lo correcto. Defendió una casa en Osrung cuando la Unión llamó a la puerta. Hizo caso a su jefe. Fue leal a su gente. Mantuvo fría la cabeza. Envió a cuatro de aquellos cabrones de vuelta al barro y salió con vida —puede que Craw lo estuviese embelleciendo todo un poco, pero ése era el propósito de cualquier arenga, ¿verdad?—. Si un muchacho de sólo diecisiete años es capaz de impedir a la Unión la entrada a una casa, imagino que unos hombres de vuestra experiencia no deberían tener problema alguno para impedirles el paso en una colina como ésta. Y como todo el mundo sabe lo rica que es la Unión… sin duda dejarán atrás bienes en abundancia cuando echen a correr ladera abajo, ¿eh?
Esas últimas palabras les arrancaron al menos una risa. Nada funcionaba mejor que despertar su codicia.
—¡Eso es todo! —agregó por último—. ¡A vuestros puestos! —acto seguido, bajó de un salto, balanceándose un poco debido al dolor de su rodilla, aunque, al menos, mantuvo el tipo. No recibió ningún aplauso, pero supuso que se había ganado su confianza lo suficiente como para no recibir una cuchillada en la espalda antes de que la batalla hubiese terminado. Y, con ese tipo de gente, era lo máximo que podía esperar.
—Bonito discurso —comentó Wonderful.
—¿Ah, sí?
—Aunque no me ha acabado de convencer esa parte sobre hacer lo correcto. ¿Tenías que decirlo?
Craw se encogió de hombros.
—Alguien tenía que hacerlo.
—Puede que hayan oído cierta conmoción esta madrugada —dijo el coronel Vallimir, mientras dirigía una mirada severa a los oficiales y sargentos del Primer Regimiento de Su Majestad allí reunidos—. Ese alboroto lo provocó una incursión de hombres del Norte.
—Ese alboroto lo provocó alguien que la cagó hasta el fondo —murmuró Tunny. Se había dado cuenta de lo que ocurría en cuanto había oído el clamor que se alzaba desde el este. No hay mejor receta para cagarla hasta el fondo que combinar estos tres elementos: la noche, unos ejércitos y unas cuantas sorpresas.
—Se produjo cierta confusión en el frente…
—Otra cagada más —murmuró Tunny.
—El pánico se extendió en la oscuridad…
—Y otra más —murmuró Tunny.
—Y… —Vallimir esbozó una mueca— los hombres del Norte se apoderaron de dos estandartes.
Tunny abrió ligeramente la boca, pero no encontró palabras para comentar eso último. Un murmullo de incredulidad recorrió a los ahí reunidos, que fue perfectamente audible a pesar del viento que sacudía las ramas. Vallimir los acalló gritando:
—¡Los estandartes de la Segunda y la Tercera han sido capturados por el enemigo! El general Mitterick… —el coronel dio la impresión de estar eligiendo las palabras con sumo cuidado— no está muy contento.
Tunny resopló. Mitterick nunca estaba contento, ni en la mejor de las ocasiones. Cualquiera podía imaginar cómo habría reaccionado ante el hecho de que les hubieran robado dos de los estandartes de Su Majestad delante de sus mismas narices. Si alguien pudiera pincharlo con un alfiler en aquel instante, probablemente estallaría y se llevaría medio valle consigo. En ese momento, Tunny se dio cuenta de que estaba agarrando el estandarte de la Primera con toda su fuerza y, al instante, aflojó los puños.
—Para empeorar aún más las cosas —prosiguió Vallimir—, al parecer, nos enviaron órdenes de atacar ayer por la tarde, pero nunca las recibimos —Forest miró de reojo a Tunny con suma severidad, pero éste se limitó a encogerse de hombros. Seguían sin tener noticias de Lederlingen. Posiblemente se había presentado voluntario para desertar—. Cuando enviaron la siguiente misiva, ya había oscurecido. De modo que Mitterick quiere que hoy compensemos lo que no hicimos ayer. Tan pronto como amanezca, el general lanzará un asalto contra el Muro de Clail con una fuerza aplastante.
—Oh —Tunny había oído repetidas veces lo de atacar con «fuerza aplastante» en los últimos días y los hombres del Norte seguían sin dejarse aplastar.
—El extremo occidental del muro nos lo van a dejar a nosotros. Es imposible que el enemigo disponga de suficientes hombres para defenderlo una vez haya comenzado el asalto. Tan pronto como les veamos abandonar sus posiciones, cruzaremos el río y atacaremos su flanco —Vallimir se golpeó una mano con otra para ilustrar ese movimiento—. Y así acabaremos con ellos. Es muy sencillo. En cuanto abandonen el muro, atacaremos. ¿Alguna pregunta?
«¿Y si no abandonan el muro?» fue lo que le vino de inmediato a la cabeza, pero Tunny sabía que más le valía no llamar la atención delante de todo un grupo de oficiales.
—Bien —Vallimir sonrió, como si ese silencio significase que el plan debía de ser perfecto, en vez de que sus hombres eran demasiado cortos de mollera, aduladores o cautos como para señalar sus defectos—. Nos faltan la mitad de nuestros hombres y todos los caballos, pero eso no detendrá a la Primera de su Majestad, ¿eh? Si todo el mundo cumple hoy con su deber, todavía tendremos la oportunidad de ser héroes.