—¿Para qué?
—Para recoger a su madre y llevarse sus cosas. ¿No le ha dicho el doctor Johnson que la íbamos a dar de alta?
—¿La mandan a casa?
—Sí, señor Nancy.
—¿Y qué pasa con el... con el cáncer?
—Por lo visto no ha sido más que una falsa alarma.
Gordo Charlie no entendía cómo podía haber sido una falsa alarma. La semana anterior habían estado hablando de enviar a su madre a una residencia para enfermos terminales. El doctor había usado frases como «semanas, no meses» y «hacerle lo más llevaderos posibles sus últimos días».
Pero, en cualquier caso, Gordo Charlie volvió a las cinco y media y recogió a su madre, que no parecía demasiado sorprendida ante la noticia de que ya no se estaba muriendo. De camino a casa le dijo a Gordo Charlie que pensaba gastarse los ahorros de toda su vida en viajar por el mundo.
—Los médicos me habían dicho que me quedaban tres meses —dijo— y recuerdo que entonces pensé: «si alguna vez salgo de este hospital, iré a conocer París, Roma y otros sitios por el estilo». Voy a volver a las Barbados, y a Saint Andrews.
Quizá haga un viaje a África. Y a China. Me encanta la comida china.
Gordo Charlie no tenía muy claro lo que estaba pasando pero, fuera lo que fuese, la culpa de todo la tenía su padre. Llevó a su madre con su tremenda maleta al aeropuerto de Heathrow, y le dijo adiós con la mano en la puerta de salidas internacionales. Su madre sonreía de oreja a oreja, llevaba su pasaporte y sus billetes bien agarrados, y parecía más joven de lo que él la había visto en muchos años.
Le envió postales desde París, Roma, Atenas, Lagos y Ciudad del Cabo. En la postal que le mandó desde Nanking le decía que no le gustaba en absoluto la comida china que hacían en China, y que estaba deseando volver a Londres para comer comida china de verdad.
Murió mientras dormía, en un hotel de Williamstown, en la caribeña isla de Saint Andrews.
En el funeral, que se celebró en el Crematorio del Sur, en Londres, Gordo Charlie estuvo todo el tiempo esperando ver aparecer a su padre: a lo mejor el viejo hacía una espectacular entrada encabezando una banda de jazz, o aparecía desfilando por el pasillo con un grupo de payasos o con media docena de chimpancés montados en triciclo y fumando puros; incluso se pasó todo el servicio mirando hacia la puerta de la capilla por encima de su hombro. Pero el padre de Gordo Charlie no apareció por allí, sólo acudieron los amigos de su madre y algunos parientes lejanos, la mayor parte de los cuales eran mujeres corpulentas que lucían sombreros negros, se sonaban las narices, se secaban las lágrimas y sacudían la cabeza con aire abatido.
Fue mientras cantaban el himno de despedida, después de que apretaran el botón y la madre de Gordo Charlie avanzara sobre la ruidosa cinta transportadora que la conduciría hacia la Eternidad, cuando Gordo Charlie se fijó en un hombre más o menos de su misma edad que estaba de pie al fondo de la capilla. No era su padre, evidentemente. Era alguien a quien no conocía, alguien que le habría pasado completamente desapercibido —allí atrás, entre las sombras—, de no haber estado mirando a ver si aparecía su padre... y ahí estaba aquel extraño; con su elegante traje negro, la mirada baja y las manos cruzadas.
Gordo Charlie se quedó mirándole un rato, y el extraño le miró y le dedicó una afligida sonrisa, como queriendo dar a entender que ambos compartían la misma pena. No era la clase de expresión que uno espera encontrar en el rostro de un extraño y, aun así, Gordo Charlie no conseguía ubicar a aquel hombre. Volvió la vista al frente de nuevo. Cantaron
Swing Low, Sweet Chariot
—Gordo Charlie sabía de sobra que a su madre no le gustaba nada aquella canción—, y el reverendo Wright invitó a todos los presentes a que se acercaran a casa de Alanna, la tía abuela de Gordo Charlie, a tomar un refrigerio.
No había nadie a quien no conociera en casa de su tía abuela Alanna. En los años posteriores a la muerte de su madre, se había preguntado varias veces por aquel extraño: quién era, por qué habría asistido al funeral. En ocasiones, Gordo Charlie pensaba, incluso, que había sido producto de su imaginación, sin más...
—Entonces —dijo Rosie, apurando su chardonnay—, llamarás a esa tal señora Higgler y le darás el número de mi móvil. Dile lo de la boda, la fecha... y ahora que lo pienso: ¿crees que deberíamos invitarla a ella también?
—Podemos invitarla si queremos —respondió Gordo Charlie—, pero no creo que venga. Es sólo una antigua amiga de la familia. Conoció a mi padre en los tiempos heroicos.
—Bueno, tantéala. Mira a ver si deberíamos enviarle una invitación.
Rosie era una buena persona. Había en ella algo del espíritu de san Francisco de Asís, de Robin Hood, de Buda y de Glinda, la Bruja Buena del Norte; el saber que estaba a punto de reconciliar a su verdadero amor con su repudiado padre le daba a su próxima boda una nueva dimensión, decidió. Ya no era una boda común y corriente: era más bien una misión humanitaria, y Gordo Charlie conocía a Rosie lo suficiente como para saber que jamás debía interponerse entre su prometida y la imperiosa necesidad que ésta sentía de Hacer el Bien.
—Llamaré a la señora Higgler mañana —dijo.
—¿Sabes qué? —le dijo Rosie arrugando la nariz en un gracioso gesto—, llámala mejor esta noche. Después de todo, en Estados Unidos todavía es temprano.
Gordo Charlie asintió. Salieron juntos de la taberna, Rosie con paso resuelto, Gordo Charlie como si fuera camino del patíbulo. Se decía a sí mismo que no fuera tonto: después de todo, cabía la posibilidad de que la señora Higgler se hubiera mudado a otra parte, o de que tuviera desconectado el teléfono. Era posible. Cualquier cosa era posible.
Subieron al apartamento de Gordo Charlie, en el piso superior de una casa no muy grande en Maxwell Gardens, más allá de Brixton Road.
—¿Qué hora es en Florida? —preguntó Rosie.
—Media tarde —contestó Gordo Charlie.
—Estupendo. Llama ahora mismo, entonces.
—Quizá deberíamos esperar un rato. A lo mejor no está en casa.
—O quizá deberíamos llamar ya, antes de que se siente a cenar.
Gordo Charlie buscó su vieja agenda de teléfonos, y en la página correspondiente a la H encontró un trozo de papel arrancado de un sobre en el que su madre había escrito un número de teléfono y, debajo, «Callyanne Higgler».
El teléfono dejó sonar varios tonos.
—No está en casa —le dijo a Rosie, pero, justo en ese momento, alguien contestó al otro lado del hilo, una voz femenina.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Esto... ¿Es la señora Higgler?
—¿Quién llama? —preguntó la señora Higgler—. Si es usted uno de esos malditos comerciales, más le vale borrarme inmediatamente de su lista o le pongo una querella. Conozco mis derechos.
—No. Soy yo. Charles Nancy. Hace años vivía en la casa de al lado de la suya.
—¿Gordo Charlie? Vaya una casualidad. Me he pasado toda la mañana buscando tu número. Lo he puesto todo patas arriba, a ver si lo encontraba, ¿te quieres creer que no ha habido manera de que aparezca? A mí me da que lo apunté en una libreta vieja de ésas donde llevo yo mis cuentas. Pues ya te digo, lo he puesto todo patas arriba. Y luego me he dicho, Callyanne, ésta es una buena ocasión para rezar y esperar que el Todopoderoso te escuche y te ilumine, y entonces me he puesto de rodillas, bueno, la verdad es que mis rodillas no andan muy católicas, así que sólo he juntado las manos, pero nada, que ni así he sido capaz de encontrar tu número, y mira por dónde, vas tú y me llamas, y la verdad es que mucho mejor así, en cierto modo, sobre todo porque no ando muy bien de dinero y no puedo darme el lujo de llamar al extranjero, aunque sea para una cosa como ésta, pero iba a llamarte de todos modos, claro, dadas las circunstancias...
Y, de repente, hizo una pausa, ya fuera para coger aire o para beber un sorbo de la enorme taza de café hirviendo que llevaba siempre en su mano izquierda, y Gordo Charlie aprovechó aquel instante de silencio para decir:
—Quiero pedirle a mi padre que venga a mi boda. Voy a casarme. —Se hizo un silencio al otro lado del hilo telefónico—. Aunque todavía falta, será a finales de año. —Al otro lado seguía oyéndose el silencio—. Se llama Rosie —añadió, tratando de ser amable.
Empezaba a preguntarse si no se habría cortado la comunicación; por lo general, las conversaciones con la señora Higgler eran más bien monólogos, solía ser ella la que hablaba por los dos, y ahí estaba ahora, dejándole pronunciar tres frases seguidas sin interrumpirle. Finalmente, decidió aventurarse con la cuarta.
—Usted también está invitada, si le apetece venir —dijo.
—Ay, Dios mío, Señor, Señor —dijo la señora Higgler—. Pero ¿es que nadie te lo ha dicho?
—¿Decirme qué?
Así que se lo contó, con pelos y señales, mientras él la escuchaba sin decir una sola palabra, y cuando ella terminó de hablar, dijo:
—Gracias, señora Higgler. —Anotó algo en un trozo de papel y, luego, continuó—: Gracias. No, en serio, gracias. —Y colgó el teléfono.
—¿Y bien? —preguntó Rosie—. ¿Te ha dado su número?
Gordo Charlie respondió:
—Mi padre no vendrá a la boda —y añadió—: Tengo que ir a Florida. —Su voz era monótona, no reflejaba emoción alguna. Lo mismo podía haber dicho: «Tengo que pedir una chequera nueva».
—¿Cuándo?
—Mañana.
—¿Por qué?
—El funeral. El funeral de mi padre. Ha muerto.
—Oh. Lo siento. Lo siento muchísimo. —Le rodeó con sus brazos y lo estrechó contra sí. Él se quedó inmóvil como el maniquí de un escaparate—. ¿Cómo ha...? ¿Qué le...? ¿Estaba enfermo?
Gordo Charlie negó con la cabeza.
—No quiero hablar de ello —le dijo.
Rosie le abrazó con fuerza, y asintió con aire comprensivo, y luego le soltó. Pensó que debía de estar demasiado apenado en ese momento para hablar de ello.
No lo estaba. No era que sintiera demasiada pena. Lo que sentía era una vergüenza espantosa.
Debe de haber unas cien mil maneras respetables de morir. Tirarse desde un puente para salvar a un niño pequeño de morir ahogado, por ejemplo, o ser acribillado a balazos intentando hacer frente a una banda de criminales. Dos formas de morir perfectamente respetables.
A decir verdad, incluso hay algunas maneras de morir bastante menos respetables que, con todo, habrían sido preferibles. La combustión espontánea, por ejemplo: desde el punto de vista médico es algo chunga y en términos científicos bastante improbable, pero aun así, la gente sigue empeñada en abrasarse, sin dejar tras de sí nada más que una mano carbonizada aferrada todavía a un cigarrillo a medio consumir. Gordo Charlie había leído algo sobre esa cuestión en una revista; no le habría importado que su padre se hubiera marchado de ese modo. O incluso que hubiera muerto de un ataque al corazón persiguiendo a los tipos que le habían robado el dinero de la cerveza.
Así es como murió el padre de Gordo Charlie:
Había llegado temprano al bar y había estrenado la noche de karaoke cantando
What's New Pussycat?
Según la señora Higgler, que no lo había presenciado, había cantado a voz en cuello con tal potencia que, de haber sido Tom Jones, le habrían llovido bragas y sujetadores, y acabó valiéndole una cerveza gratis por cortesía de varias turistas rubias procedentes de Michigan que pensaban que aquel tipo era lo más mono que habían visto en su vida.
—Fue culpa de ellas —le había dicho amargamente la señora Higgler—. ¡Ellas le jalearon!
Aquellas mujeres iban embutidas en estrechos tops, estaban coloradas como gambas de tanto tomar el sol y eran tan jóvenes que podían haber sido sus hijas.
Enseguida, él se sentó a su mesa, se puso a fumar sus puritos y a insinuar que había pertenecido a los servicios de Inteligencia del Ejército durante la guerra, aunque tuvo buen cuidado de no especificar en qué guerra, y presumió ante ellas diciéndoles que podía matar a un hombre de doce maneras diferentes con sus propias manos sin despeinarse siquiera.
Luego, sacó a bailar a la más rubia y tetona de todas mientras, en el escenario, una de sus amigas cantaba
Strangers in the Night.
Parecía estar pasándolo de maravilla, aunque la turista era bastante más alta que él y tenía la boca tan grande como las tetas.
Y entonces, acabado el baile, anunció que era otra vez su turno y, teniendo en cuenta que si algo se podía decir del padre de Gordo Charlie era que estaba bien seguro de su heterosexualidad, se arrancó a cantar
I Am What I Am para
todos los presentes pero, en especial, para la turista más rubia de todas, que estaba sentada en la mesa que quedaba justo debajo del escenario. Echó el resto. Había llegado ya a aquello de que, para él, su vida no valía un pimiento si no podía decir a los cuatro vientos que él era lo que era, cuando se le puso una cara rara, se llevó una mano al pecho y estiró la otra hacia delante, y se cayó, tan despacio y con tanto estilo como es posible caerse, del improvisado escenario o sobre la rubia turista, y de allí al suelo.
—Es exactamente como él habría querido irse —suspiró la señora Higgler.
Y entonces le contó a Gordo Charlie cómo su padre, en un último gesto, mientras caía, se agarró a algo que resultó ser el top de la rubia, y algunos pensaron que se había arrojado desde el escenario en un arrebato de lujuria con el único propósito de dejar al descubierto las tetas de la chica, porque allí estaba ella, gritando, con sus tetas mirando directamente al público presente, mientras seguía sonando la música de
I Am What I Am
, sólo que sin la voz.
Cuando, finalmente, los espectadores se dieron cuenta de lo que había pasado en realidad, guardaron dos minutos de silencio y llevaron fuera al padre de Gordo Charlie y lo metieron en una ambulancia mientras la rubia daba rienda suelta a su histeria en el lavabo de señoras.
Eran aquellos pechos los que Gordo Charlie no lograba quitarse de la cabeza. En su imaginación, le seguían con su acusadora mirada por la habitación, como los ojos de un cuadro. Sentía la acuciante necesidad de disculparse ante una sala llena de gente a la que jamás había visto. Y el saber que su padre habría encontrado aquello increíblemente divertido lo hacía sentirse todavía más humillado. No hay nada peor que sentirse avergonzado por algo que ni siquiera has presenciado: tu mente reconstruye la escena una y otra vez, exagerando los detalles, presentándotela desde todos los ángulos posibles. Bueno, quizá tu mente no, pero la de Gordo Charlie, desde luego, sí.