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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (9 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Como quien no quiere la cosa, el chico listo atravesó la piscina caminando sobre las cabezas de unos y las manos de otros sin perder el equilibrio ni una sola vez. Al llegar al otro lado, donde la explanada en la que estaba la piscina hacía un quebrado y se abría sobre un vertiginoso precipicio, dio un gran salto, planeó sobre el océano de las titilantes luces nocturnas de Los Ángeles y, finalmente, se perdió en sus profundidades.

La gente empezó a salir a gatas de la piscina. Salían enfadados, trastornados, confusos, mojados y, en algunos casos, medio ahogados...

Era muy temprano en la zona sur de Londres. La luz de la mañana era de un azul grisáceo.

Gordo Charlie se levantó de la cama, preocupado por el sueño que acababa de tener, y se fue hacia la ventana. Las cortinas estaban abiertas. Se quedó contemplando el amanecer, un sol como una enorme naranja sanguina daba un tono rojizo a las grises nubes matinales. Aquél era el tipo de cielo que despierta, incluso en los más prosaicos, la necesidad de coger unos tubos de óleo y ponerse a pintar.

Gordo Charlie observó la escena. Cielo rojo a la alborada, barrunta que el tiempo se enfada.

Había sido un sueño muy extraño. Una fiesta en Hollywood. El secreto para Caminar sobre las Aguas. Y aquel hombre, que era él, pero que no era él...

Gordo Charlie estaba seguro de que conocía al hombre del sueño, lo había visto en alguna parte, y estaba seguro también de que, si no hacía algo para remediarlo, aquello iba a estar dándole la lata todo el día, como un trozo de hilo dental que se queda entre los dientes, o cuando a uno le da por pensar cuál es la diferencia que existe entre las palabras «lúbrico» y «lascivo». Iba a estar rondándole la cabeza todo el tiempo hasta sacarle de quicio.

Se quedó mirando por la ventana.

Apenas eran las seis de la mañana, y todo estaba en silencio. Al final de la calle, un tipo paseaba a su perro de buena mañana y le apremiaba para que hiciera sus necesidades. Un cartero iba de casa en casa repartiendo el correo con una furgoneta roja. Y, entonces, Gordo Charlie percibió que algo se movía justo delante de su casa y decidió ver qué era.

Había un hombre junto al seto. Al ver que Gordo Charlie, todavía en pijama, lo observaba desde la ventana, sonrió y le saludó con la mano. Gordo Charlie, reconociendo de repente a aquel hombre, se quedó de piedra: tanto la sonrisa como el saludo le resultaban familiares, aunque en ese momento no supiera ubicarlos. Su reciente sueño seguía rondándole aún la cabeza y le hacía sentir incómodo, como si el mundo no terminara de parecerle del todo real. Se frotó los ojos y, al mirar de nuevo, el tipo que había estado junto al seto ya no estaba allí. Gordo Charlie esperaba que el hombre se hubiera marchado, que hubiera desaparecido calle abajo entre la bruma matinal, llevándose aquella extraña locura tan inquietante que había traído consigo.

Y, en ese preciso instante, sonó el timbre de la puerta.

Gordo Charlie se puso el batín y bajó las escaleras.

Nunca ponía la cadena para abrir la puerta, jamás lo había hecho, pero esta vez la echó, y abrió la puerta principal apenas unos centímetros.


¿
Buenos días? —dijo con cautela.

La sonrisa que veía a través de la puerta entreabierta podría haber iluminado una ciudad entera.

—Tú me llamaste, aquí me tienes —dijo el extraño—. ¿Me abres la puerta o qué, Gordo Charlie?

—¿Quién eres? —según pronunciaba esas palabras, cayó en la cuenta de dónde había visto antes a aquel hombre: en el funeral de su madre, en la capilla del crematorio. Aquélla había sido la última vez que vio aquella sonrisa. Y conocía la respuesta, la conocía antes incluso de que el hombre tuviera tiempo de pronunciarla.

—Soy tu hermano —dijo.

Gordo Charlie cerró la puerta. Quitó la cadena de seguridad y abrió la puerta del todo. El hombre seguía allí.

Gordo Charlie no estaba del todo seguro de cómo debía saludar a un hermano potencialmente imaginario en el que, hasta ese momento, ni siquiera había creído. De modo que se quedaron allí, uno frente a otro, hasta que su hermano dijo:

—Puedes llamarme Araña. ¿Vas a invitarme a entrar?

—Sí, claro, cómo no. Pasa, por favor.

Gordo Charlie lo condujo al piso de arriba.

A veces, sucede lo imposible. Y cuando esto ocurre, la mayoría de la gente se limita a hacerle frente. En el día de hoy, como cada día, unos cinco mil habitantes del planeta Tierra tendrán que afrontar algún hecho de esos que suceden una vez de cada mil, y ninguno pondrá en duda aquello que les muestren sus sentidos. La mayoría dirá, cada uno en su lengua, algo así como: «¡Qué cosas tiene la vida!», y seguirán adelante sin más. De modo que, mientras una pequeña parte de Gordo Charlie intentaba encontrar alguna explicación lógica, razonable y cuerda para lo que le estaba ocurriendo, el resto se limitaba a intentar acostumbrarse a la idea de que un hermano de cuya existencia nunca había tenido noticias estaba subiendo en ese momento con él por las escaleras de su casa.

Fueron a la cocina y se quedaron allí de pie.

—¿Te apetece una taza de té?

—¿Tienes café?

—Sólo instantáneo, me temo.

—Me vale.

Gordo Charlie puso el agua a calentar.

—Bueno, ¿vienes de muy lejos? —le preguntó.

—De Los Ángeles.

—¿Y qué tal el vuelo?

El tipo se sentó a la mesa. Se encogió de hombros. Era la clase de gesto que podía significar cualquier cosa.

—Esto... ¿Tienes pensado quedarte aquí mucho tiempo?

—En realidad, no lo he pensado. —El tipo, Araña, echó un vistazo a la cocina de Gordo Charlie como si nunca antes hubiera estado en ninguna cocina.

—¿Cómo tomas el café?

—Negro como la noche y dulce como un pecado.

Gordo Charlie dejó la taza en la mesa, delante de él, y le pasó el azucarero.

—Sírvete tú mismo.

Mientras Araña se servía una cucharada de azúcar detrás de otra, Gordo Charlie tomó asiento frente a él y se quedó mirándole.

Había cierto aire de familia entre los dos, de eso no cabía duda. Aunque, por sí solo, aquello no bastaba para explicar esa sensación de familiaridad tan intensa que sentía Gordo Charlie cuando miraba a Araña. Su hermano tenía el aspecto que el propio Gordo Charlie deseaba tener en lo más profundo de su alma, cuando conseguía liberarse del tipo más bien decepcionante que veía, con monótona regularidad, en el espejo del cuarto de baño. Araña era más alto, más atractivo y más delgado. Llevaba una cazadora de cuero negra y roja y pantalones estrechos de cuero negro, y parecía muy cómodo con su aspecto. Gordo Charlie trató de recordar si era así como vestía el chico listo de su sueño. Había algo en él que parecía venir de muy atrás: el simple hecho de estar sentado frente a frente con aquel hombre le hacía sentir patoso y contrahecho, y un poco estúpido también. No tenía que ver con el atuendo de Araña en sí, sino con saber que, con esa misma ropa, él parecería una especie de travestí.

No era el modo en que sonreía Araña —como si nada, con naturalidad—, sino la objetiva e inamovible certeza de que, aunque se pasara el resto de su vida practicando frente al espejo, jamás conseguiría reproducir una sonrisa tan encantadora, pinturera y decididamente simpática.

—Estuviste en el funeral de mamá —dijo Gordo Charlie.

—Quería haberme acercado al acabar para hablar contigo —respondió Araña—, pero no estaba muy seguro de que fuera una buena idea.

—Ojalá lo hubieras hecho. —Gordo Charlie recordó algo. Le dijo—: Me extraña que no asistieras al funeral de papá.

Araña replicó:

—¿Cómo dices?

—El funeral de papá. Fue en Florida, hace un par de días.

Araña sacudió la cabeza.

—No está muerto —dijo—. Si hubiera muerto, me habría enterado, de eso estoy seguro.

—Está muerto. Yo mismo lo enterré. Bueno, eché tierra sobre su féretro. Pregúntale a la señora Higgler.

Araña preguntó:

—¿Cómo murió?

—Un paro cardíaco.

—Eso no significa nada. Sólo que murió.

—Bueno, sí, eso es lo que digo.

Araña había dejado de sonreír. Ahora tenía la vista clavada en su café como si allí pudiera encontrar la respuesta que andaba buscando.

—Tendré que comprobarlo —dijo Araña—. No es que no te crea. Pero tratándose de tu padre, incluso si tu padre es mi padre. —Y le hizo una mueca. Gordo Charlie sabía lo que significaba aquella mueca. Era la misma que él había hecho tantas veces mentalmente cuando el tema de su padre salía a relucir—. ¿Sigue ella viviendo en el mismo sitio? ¿En la casa de al lado de la nuestra?

—¿La señora Higgler? Sí, sigue viviendo allí.

—No te habrás traído nada de allí, ¿verdad? ¿Un cuadro? ¿Una foto, quizá?

—Me vine con una caja llena. —Gordo Charlie no había abierto aún la enorme caja de cartón. Seguía en el pasillo. Llevó la caja hasta la cocina y la colocó sobre la mesa. Cogió un cuchillo y cortó la cinta de embalar con la que la había cerrado; Araña introdujo la mano y rebuscó con sus finos dedos, revolviendo las fotos como si fueran las cartas de una baraja y, finalmente, sacó una foto de su madre con la señora Higgler que había sido tomada veinticinco años atrás en el porche de la casa de esta última.

—¿Sigue existiendo ese porche?

Gordo Charlie trató de hacer memoria.

—Creo que sí —respondió.

Tiempo después, no podría recordar si la foto se había hecho más grande o había sido Araña quien se había hecho muy pequeño. Hubiera jurado que no fue ni una cosa ni otra, en realidad; sin embargo, lo que sí era un hecho indiscutible es que Araña se había metido dentro de la foto, que brilló, se onduló como el agua del mar y se lo tragó sin más.

Gordo Charlie se frotó los ojos. Eran las seis de la mañana y estaba solo en la cocina de su casa. Sobre la mesa estaban la caja con las fotografías y una taza vacía que dejó en el fregadero. Cruzó el pasillo en dirección a su dormitorio, se tendió en la cama y durmió hasta que sonó el despertador. Eran las siete y cuarto de la mañana.

Capítulo Cuarto

Que acaba en una velada con vino, mujeres y canciones

Gordo Charlie se despertó.

En su cabeza se mezclaban el recuerdo de un encuentro soñado con un hermano con pinta de estrella de cine y el de uno en el que el presidente Taft venía a vivir con él y se traía al reparto completo de
Tom y Jerry.
Se dio una ducha y cogió el metro para ir a la oficina.

En el trabajo, algo le estuvo rondando todo el rato por la cabeza, pero no sabía exactamente qué. Traspapelaba las cosas; olvidaba tareas todo el tiempo. En un momento dado, en su despacho, empezó a cantar, pero no porque estuviera contento, lo hizo sin darse cuenta. No fue consciente de que estaba cantando hasta que Grahame Coats en persona se asomó a la puerta de su cuchitril y le llamó al orden.

—En esta oficina no están permitidas las radios, los walk–mans, los reproductores de mp3, ni nada que se le parezca —dijo Grahame Coats, lanzándole una mirada furibunda con sus ojos de hurón—. Denota falta de interés, algo que resulta reprobable en el lugar de trabajo.

—No era la radio —admitió Gordo Charlie con las orejas ardiendo de vergüenza.

—¿No? Y entonces, ¿le importa explicarme qué era eso?

—Era yo —respondió Gordo Charlie.

—¿Usted?

—Sí. Estaba cantando. Lo siento...

—Hubiera jurado que tenía la radio puesta. Por lo visto, me equivocaba. Vaya por Dios. En fin, vistos sus muchos talentos v su gran valía, quizá prefiera usted abandonarnos y probar suerte encima de un escenario, convertirse en ídolo de multitudes, quizá con un espectáculo de variedades, en lugar de perder el tiempo desordenando papeles y ocupando una mesa en una oficina en la que otros intentan trabajar, ¿eh? Un lugar en el que se gestionan las carreras artísticas de otras personas.

—No —respondió Gordo Charlie—, no quiero marcharme. Es sólo que no me he dado cuenta.

—En ese caso —replicó Grahame Coats—, aprenda usted a refrenar sus ganas de cantar. Desfóguese en la ducha, en el baño o en las gradas, animando a su equipo favorito. Yo mismo soy seguidor del Crystal Palace. Pero deje de hacer gorgoritos en el trabajo, o tendrá que buscarse los garbanzos en otra parte.

Gordo Charlie sonrió, e inmediatamente se dio cuenta de que lo último que quería en ese momento era sonreír, y se puso serio pero, para entonces, Grahame Coats se había marchado ya, de modo que Gordo Charlie maldijo para sus adentros, se cruzó de brazos sobre el escritorio y enterró la cabeza entre los brazos.

—¿Eras tú el que cantaba? —lo preguntaba una de las chicas nuevas del departamento de enlace con los artistas. Gordo Charlie nunca conseguía quedarse con sus nombres. Para cuando se los aprendía, ya no trabajaban en la empresa.

—Eso me temo.

—¿Qué es lo que estabas cantando? Sonaba bien.

Gordo Charlie cayó en la cuenta de que no tenía ni idea, así que le contestó:

—No estoy muy seguro. No estaba escuchando.

La chica se rio por lo bajo de aquella ocurrencia.

—El jefe tiene razón. Deberías estar grabando discos, no perdiendo el tiempo en esta oficina.

Charlie el Gordo no supo qué responder. Con las mejillas coloradas, empezó a tachar números y a tomar notas y se puso a escribir comentarios en post–its que iba pegando en el monitor de su ordenador, hasta que estuvo seguro de que la chica se había marchado.

Llamó por teléfono Maeve Livingstone: ¿Podía por favor asegurarse de que Grahame Coats llamara al director de su banco? Gordo Charlie le contestó que haría lo posible. Ella le encareció que no dejara de hacerlo.

Rosie le llamó al móvil a las cuatro para comunicarle que ya le habían restablecido el suministro de agua y decirle que tenía buenas noticias: su madre había decidido involucrarse en los preparativos de la boda y le había pedido que se pasara a verla esa misma tarde para discutir los detalles.

—Bueno —dijo Gordo Charlie—, si ella se encarga de organizar el banquete, nos ahorraremos un dineral en comida.

—No seas borde. Te llamo esta noche y te cuento cómo ha ido la cosa.

Gordo Charlie le dijo que la quería y colgó. Alguien le estaba mirando. Se dio la vuelta a ver quién era.

Grahame Coats dijo:

—Aquel que hace llamadas personales en horas de trabajo, cosecha tempestades. ¿Sabes quién dijo eso?

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