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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (8 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Llamó a Maeve Livingstone, la viuda de Morris Livingstone, uno de esos cómicos bajitos, oriundo de Yorkshire, que tiempo atrás había llegado a ser uno de los más famosos del Reino Unido y que era también uno de los clientes más antiguos de la Agencia Grahame Coats.

—Hola —dijo—, soy Charles Nancy del departamento de contabilidad de la Agencia Grahame Coats.

—Oh —replicó una voz femenina al otro lado del hilo—. Esperaba que Grahame Coats me llamara personalmente.

—Ahora mismo está bastante ocupado, de modo que, esto... ha delegado en mí —le explicó Gordo Charlie—. Dígame, ¿puedo ayudarla en algo?

—No estoy segura. Lo cierto es que sólo quería saber (es decir, el director de mi sucursal bancaria quiere saber) cuándo podré disponer del dinero de la testamentaría de Morris. La última vez que hablé con Grahame Coats (sí, creo que fue la última), me explicó que lo había invertido todo (en fin, ya me hago cargo de que estas cosas llevan su tiempo), y que, de no haberlo hecho así, podría perder mucho dinero...

—Bien —dijo Gordo Charlie—, me consta que está llevando a cabo las gestiones pertinentes para solucionarlo. Pero, efectivamente, estas cosas llevan su tiempo.

—Sí —dijo ella—, supongo que sí. He llamado a la BBC y me han dicho que, tras el fallecimiento de Morris, han librado varios pagos a su nombre. ¿Sabía usted que acaban de lanzar la edición completa en DVD de
Morris Livingstone, supongo?
Y están preparando también la edición conjunta de
Volvemos en breve
y
Del derecho y del revés
para sacarla al mercado estas Navidades.

—No lo sabía —admitió Gordo Charlie—, pero seguro que Grahame Coats está al tanto de ello. Está siempre muy pendiente de ese tipo de cosas.

—He tenido que comprar yo misma el DVD —dijo en tono afligido—. Ha resucitado todos mis recuerdos. El ajetreo del maquillaje, el olor de aquella sala de la BBC... Me ha hecho sentir añoranza de los focos; puede que todo esto que le cuento no le importe nada. Así fue como conocí a Morris, ¿sabe? Yo era bailarina. Tenía entonces mi propia carrera.

Gordo Charlie le dijo que le haría saber a Grahame Coats que el director de la sucursal estaba algo inquieto y, a continuación, se despidió y colgó el teléfono.

Se puso a pensar cómo era posible que alguien echara de menos los focos.

En las peores pesadillas de Gordo Charlie, se veía a sí mismo sobre un enorme escenario bajo la luz de un foco, y entre las sombras había gente cuyo rostro no podía ver que intentaba obligarle a cantar. No podía huir ni esconderse; al final, siempre lo encontraban y lo subían a rastras al escenario, ante los rostros expectantes de varias docenas de espectadores. Siempre se despertaba justo antes de empezar a cantar, trémulo y sudoroso, con el corazón a punto de salírsele del pecho.

Otra jornada de trabajo había llegado a su fin. Gordo Charlie llevaba trabajando allí casi dos años. Era el empleado más antiguo, pues la plantilla de la Agencia Grahame Coats cambiaba con frecuencia. Con todo y eso, nadie se había alegrado demasiado de verlo.

Gordo Charlie se quedaba a veces sentado en su mesa mirando por la ventana, viendo cómo se estrellaban contra el cristal las gotas de lluvia, una lluvia gris y sin amor. En esas ocasiones, le gustaba imaginarse en alguna playa tropical, contemplando el romper de las olas frente a un mar de un azul inverosímil desde una dorada alfombra de arena. A menudo se preguntaba si la gente que había en aquella imaginaria playa, observando el vaivén de la blanca espuma de las olas, escuchando el canto de las aves exóticas que poblaban las palmeras, se preguntaba, decía, si aquellas personas soñarían alguna vez con estar en Inglaterra, viendo caer la lluvia por la ventana de un despacho del tamaño de un armario en un quinto piso, lejos de la monotonía de aquella arena como polvo de oro y del aburrimiento mortal de un día tan odiosamente perfecto que no se dejaba combatir ni con un cremoso cóctel con un generoso chorro de ron y una roja sombrillita de papel. Aquello le reconfortaba.

De camino a casa, se pasó por la bodega y compró una botella de vino blanco alemán. Luego, entró en el minúsculo supermercado de la esquina y compró una vela perfumada con olor a pachulí. Finalmente, se acercó a una pizzería y compró una pizza para cenar.

Rosie le llamó a las siete y media desde su clase de yoga para avisarle de que se iba a retrasar un poco; a las ocho, volvió a llamarle desde el coche para decirle que estaba metida en un atasco; por fin, a las nueve y cuarto le llamó diciendo que ya estaba llegando, pero para entonces, Gordo Charlie se había bebido ya casi toda la botella de vino y no había dejado más que un solitario triángulo de pizza.

Más tarde se preguntaría si habría sido el vino lo que le había hecho pronunciar aquellas palabras.

Rosie llegó a las nueve y veinte, con sus toallas y una bolsa de Tesco que contenía champús, jabones y un bote grande de Mayonesa para el pelo. Rechazó bruscamente, pero en tono jovial, la copa de vino blanco y la porción de pizza que le ofreció Gordo Charlie —había encargado algo de comer aprovechando el atasco, le explicó—. Así que Gordo Charlie se sentó en la cocina, se sirvió lo que quedaba de vino y picoteó el queso y el pimiento del trozo de pizza ya frío mientras ella iba a prepararse el baño. De repente, Rosie empezó a chillar como una loca.

Gordo Charlie se presentó en el baño antes de que se extinguiera el eco del primer grito y justo cuando Rosie llenaba ya sus pulmones para lanzar el segundo. Estaba convencido de que se la iba a encontrar sangrando a chorros. Nada más llegar descubrió, con sorpresa y alivio, que no había sangre. Rosie no llevaba puestos más que las bragas y un sostén azul, y señalaba la bañera, en cuyo centro había una enorme araña de campo de color pardo.

—Lo siento —gimió—, me ha cogido por sorpresa.

—Es normal —replicó Gordo Charlie—, dejaré correr el agua para que se vaya por el desagüe.

—Ni se te ocurra —le espetó fieramente Rosie—. Es un ser vivo. Échala fuera.

—Vale —accedió Gordo Charlie.

—Mientras, esperaré en la cocina —dijo—. Llámame cuando te hayas deshecho de ella.

Cuando te has bebido una botella entera de vino, meter a una araña patilarga en un vaso de plástico con la sola ayuda de una vieja tarjeta de felicitación requiere un alarde de coordinación mayor de lo habitual; y tampoco ayuda el tener cerca a tu novia medio desnuda al borde de un ataque de histeria que, después de decir que prefería esperar en la cocina, seguía asomándose por encima de su hombro dándole consejos sobre la mejor manera de hacerlo.

Pero al cabo de un rato no muy largo, a pesar de su ayuda, Gordo Charlie logró meter a la araña en el vaso de plástico y lo tapó con la tarjeta de felicitación, regalo de un amigo de infancia que le decía: CUMPLIR AÑOS NO ES TAN MALO. SÓLO TE TOCA UNA VEZ CADA 12 MESES (y en el interior, su amigo había rematado la gracia a mano: ASÍ QUE DEJA DE TOCARTE TODO EL RATO, SALIDO. — FELICIDADES)

Se fue con la araña escaleras abajo y abrió la puerta principal para soltarla en el minúsculo jardín delantero, que consistía en un seto —que servía básicamente para que la gente pudiera vomitar dentro del jardín— y varias losas de piedra entre las que crecía un poco de hierba. Alzó el vaso de plástico. Bajo la amarillenta luz de sodio, la araña parecía negra. Imaginó que debía de estar mirándole.

—Siento haber tenido que hacerlo —le dijo a la araña, y el vino que corría alegremente por sus venas hizo que lo dijera en voz alta.

Colocó el vaso de plástico boca abajo sobre una losa rota sin retirar la tarjeta, quitó el vaso y se quedó esperando a que la araña se escabullera. Pero el bicho se quedó allí, inmóvil, sobre la cara de un osito de peluche que había en la tarjeta. Hombre y araña se contemplaron mutuamente.

Entonces le vino a la cabeza algo que le había dicho la señora Higgler, y las palabras salieron de su boca sin que él se diera ni cuenta. A lo mejor fue cosa del diablo que llevaba dentro. Probablemente fuera más bien el alcohol.

—Si ves a mi hermano —le dijo Gordo Charlie a la araña—, dile que debería dejarse caer por aquí un día de éstos para saludar.

La araña se quedó donde estaba y levantó una pata, casi como si estuviera pensándoselo y, luego, echó a andar por la losa en dirección al seto y desapareció.

Rosie se bañó, le dio un besito cariñoso en la mejilla y se fue a su casa.

Gordo Charlie encendió la tele, pero se dio cuenta de que estaba dando cabezadas, de modo que la apagó y se fue a la cama. Tuvo un sueño tan extraño y real que habría de recordarlo toda la vida.

Hay un detalle que te dice sin lugar a dudas que algo es un sueño: que transcurra en un lugar en el que nunca has estado en tu vida real. Gordo Charlie no había estado jamás en California. Nunca había puesto un pie en Beverly Hills. Sí lo había visto suficientes veces en el cine y en la televisión, sin embargo, como para sentir una agradable sensación al reconocerlo. Era una fiesta.

Las luces de Los Ángeles parpadeaban y brillaban más abajo.

En la fiesta había dos clases de gente claramente diferenciadas: los que llevaban bandejas de plata, repletas de perfectos canapés, y los que se comían o rechazaban los canapés que les ofrecían. Los miembros del segundo grupo circulaban por la casa intercambiando chismes, sonriendo, charlando, tan seguros de su importancia dentro de la sociedad hollywoodiense como lo estaban los cortesanos en la corte del Japón medieval —y, del mismo modo que en la corte del Japón medieval, todos estaban seguros de que, con un empujón más, estarían a salvo—. Había actores que querían ser estrellas, estrellas que anhelaban convertirse en productores independientes, productores independientes que se morían por la seguridad de un contrato con un gran estudio, directores que querían ser estrellas, directivos de grandes estudios que querían trabajar para un estudio aún mayor, abogados que trabajaban para el departamento legal de un estudio que querían gustar por sí mismos, o en todo caso, simplemente gustarle a alguien.

En el sueño de Gordo Charlie, se veía a sí mismo desde dentro y desde fuera al mismo tiempo, y en realidad no era él mismo. Normalmente, en sus sueños, Gordo Charlie solía verse sentado, afrontando un interrogatorio sobre algún apunte de contabilidad doblado que había olvidado investigar, sabiendo que cuando se pusiera en pie descubriría que aquella mañana había olvidado ponerse los pantalones. En sus sueños, Gordo Charlie era él, sólo que en versión torpe.

En aquel sueño no.

En aquel sueño, Gordo Charlie era un tipo con clase, con mucha clase. Era expeditivo, audaz, elegante, el único que, sin pertenecer al grupo de los que llevaban las bandejas, había asistido a aquella fiesta sin tener invitación. Y (cosa que dejaba estupefacto al propio soñador, que pensaba que nada podía resultar más embarazoso que encontrarse en una fiesta a la que nadie le había invitado) se lo estaba pasando en grande.

A cada persona que le preguntaba, le contaba una historia diferente sobre quién era y cuál era el motivo de su presencia en la fiesta. Al cabo de media hora, la mayoría de los invitados pensaban que representaba a una firma de inversores extranjeros que estaba interesada en adquirir la totalidad de uno de los grandes estudios de Hollywood y, media hora después de eso, se había extendido el rumor de que iba a hacerle a la Paramount una oferta de compra.

Tenía una risa atronadora y contagiosa, y parecía estar pasándolo mejor que cualquiera de los invitados, eso desde luego. Le enseñó al barman a preparar un cóctel que él denominaba «Trampantojo» que, aunque parecía elaborado a base de champán, explicó, en realidad, científicamente hablando, no contenía alcohol. Había que darle un golpe de esto y otro golpe de aquello hasta que el brebaje adquiría un brillante color morado, y él lo repartía entre los invitados, apremiándoles alegremente hasta que, incluso aquellos que recelosamente habían seguido bebiendo agua con gas, como si tuvieran miedo de que aquello pudiera explotar, acababan bebiéndose encantados el morado brebaje.

Y entonces, siguiendo la peculiar lógica narrativa de los sueños, se veía llevándoles a todos a la piscina y ofreciéndose a enseñarles en qué consistía el truco de Caminar sobre las Aguas. Simplemente era cuestión de confianza, les decía, de actitud, de decisión, de saber cómo hacerlo. Y todos los presentes consideraron que Caminar sobre las Aguas era un truco que estaría muy bien dominar, algo que, en lo más profundo de su alma, siempre habían sabido hacer pero habían olvidado, y aquel hombre les iba a recordar en qué consistía aquella técnica.

«Descálcense», les dijo, y ellos se quitaron los zapatos —exclusivos diseños de Sergio Rossi, de Christian Louboutin, de Renè Caovillas alineados junto a las menos glamourosas Nike, Doc Martens y los anónimos zapatos negros de piel que suelen calzar los agentes—. Entonces, formaron una especie de conga detrás de él y echaron a andar, primero por el borde de la piscina y, luego, sobre su superficie. El agua bajo sus pies estaba fría y temblaba como si fuera gelatina; algunas mujeres y varios de los hombres soltaron risitas nerviosas, y dos de los agentes más jóvenes empezaron a dar saltos sobre el agua de la piscina, como si fueran niños en un castillo hinchable. Allá lejos, las luces de Los Ángeles brillaban en medio de la contaminación, como lejanas galaxias.

En poco tiempo, los invitados ocupaban cada centímetro de la piscina —unos simplemente en pie, otros bailando, moviéndose o saltando sobre el agua—. Era tal el tumulto, que el chico listo, el Charlie–tal–como–él–lo–soñaba, regresó al borde de la piscina y tomó un canapé de falafel–sahimi de una de las bandejas.

Una araña saltó desde un jazmín al hombro del chico listo. Bajó por su brazo hasta colocarse en la palma de su mano y, una vez allí, le saludó con un alegre «Heyyy».

Se produjo un silencio, como si estuviera escuchando algo que la araña le decía, algo que solamente él podía oír; a continuación, dijo: «Pide, y recibirás. ¿No es cierto?».

Volvió a depositar cuidadosamente a la araña sobre una hoja del jazmín.

Y en ese preciso instante, todos los que andaban sobre la piscina con los pies descalzos recordaron de pronto que el agua era un líquido, no un sólido, y que existía una razón por la que la gente no solía caminar —y mucho menos bailar ni saltar— sobre el agua: es imposible.

Aquella gente era el motor de la máquina que había generado aquel sueño y, de repente, estaban agitando los brazos en el aire, sumergidos, con ropa y todo, en una piscina de entre uno y doce metros de profundidad, empapados, alborotados y aterrorizados.

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