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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (2 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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—¿Se disfrazaban los niños y las niñas?

—Sí, sí. Niños y niñas. Así que la semana anterior al Día del Presidente me la pasé leyendo todo lo que pude encontrar sobre los presidentes de Estados Unidos en la
World Book Encyclopedia
, tratando de averiguar cuál era el mejor.

—¿Y en ningún momento se te pasó por la cabeza que te estaba tomando el pelo?

Gordo Charlie negó con la cabeza.

—Cuando mi padre empieza a liarte, ni siquiera te lo planteas. Es el mentiroso más hábil que te puedas imaginar. Es muy convincente.

Rosie bebió un sorbo de chardonnay.

—¿Y al final de quién te disfrazaste para ir a la escuela?

—Taft. Vigésimo séptimo presidente de Estados Unidos. Me puse un traje marrón que mi padre había encontrado por ahí, con el pantalón remangado y un almohadón a modo de barriga. Me pintaron un bigote. Aquel día fue mi padre quien me llevó a la escuela. Yo entré de lo más orgulloso. Los demás niños empezaron a gritar y a señalarme con el dedo, y en un momento dado me escondí en una de las cabinas del lavabo de chicos y me eché a llorar. No me dejaron volver a casa a cambiarme. Tuve que pasarme todo el día con aquella pinta. Fue un infierno.

—Deberías haberte inventado algo —dijo Rosie—, que tenías una fiesta de disfraces a la salida o algo por el estilo. O, simplemente, podías haberles contado la verdad.

—Ya, claro —replicó Gordo Charlie en tono elocuente y pesaroso, recordando el suceso.

—¿Qué dijo tu padre cuando volviste a casa?

—Oh, se murió de risa. Primero se rió un poco, luego más fuerte y al final estalló en carcajadas. Y finalmente me dijo que «a lo mejor ya no hacen eso en el Día del Presidente. Venga, ¿por qué no nos vamos a la playa a buscar sirenas?».

—¿Buscar... sirenas?

—Nos íbamos a la playa y nos poníamos a pascar por la orilla, y él se ponía a hacer el ridículo como jamás ninguna otra persona sobre la faz de la Tierra ha sido capaz de hacerlo... Se dedicaba a cantar y a bailar arrastrando los pies sobre la arena mientras decía cosas a la gente, personas a las que ni siquiera conocía, a las que no había visto en su vida, y yo lo odiaba, pero él me decía que había sirenas en las aguas del Atlántico, y que si era lo bastante rápido y miraba con atención, podría ver alguna. «Allí —me decía—, ¿la has visto? Era grande y pelirroja, con la cola verde.» Y yo miraba y miraba, pero nunca la veía.

Sacudió la cabeza. Luego, cogió un puñado de frutos secos del cuenco que estaba sobre la mesa y los fue tirando al aire uno a uno para atraparlos con la boca, masticándolos como si cada uno de ellos fuera una humillación de veinte años que jamás podría olvidar.

—Bueno —dijo Rosie en tono jovial—, a mí me parece un tipo encantador, ¡todo un personaje! Tenemos que encontrarle para que venga a la boda. Será el alma de la fiesta.

Eso, le explicó Gordo Charlie, después de atragantarse con una nuez del Brasil, es en realidad lo último que quieres el día de tu boda, ¿verdad?, que tu padre se presente allí y se convierta en el alma de la fiesta. Le dijo que su padre era, sin lugar a dudas, la persona más ridícula que había pisado nunca la faz de la Tierra. Y añadió que se alegraba muchísimo de no haber visto en muchos años a aquel viejo cabrón, y que lo mejor que había hecho su madre en toda su vida había sido abandonar a su padre y marcharse a Inglaterra a vivir con su tía Alanna. Enfatizó sus palabras afirmando categóricamente que se dejaría matar una, dos y hasta tres veces antes de invitar a su padre. De hecho, dijo Gordo Charlie ya para terminar, lo mejor de casarse era que no tenía que invitar a su padre a la boda.

Y entonces, Gordo Charlie vio la expresión que Rosie tenía en la cara y el gélido centelleo en sus ojos, habitualmente afables, y se apresuró a corregir lo que acababa de afirmar, explicándole que había querido decir la segunda mejor cosa, pero ya era demasiado tarde.

—Pues vas a tener que ir haciéndote a la idea —dijo Rosie—. Después de todo, una boda es una ocasión perfecta para cerrar viejas heridas y tender puentes. Te dará la oportunidad de demostrarle que no le guardas rencor.

—Pero es que sí le guardo rencor —replicó Gordo Charlie—. Y mucho.

—¿Tienes una dirección donde se le pueda localizar? —preguntó Rosie—. ¿O un número de teléfono? Creo que deberías llamarle, mejor. Una carta resulta algo impersonal cuando el que se casa es tu único hijo... Porque eres su único hijo, ¿verdad? ¿Tiene correo electrónico?

—Sí. Soy su único hijo. Y no tengo ni idea de si tiene correo electrónico o no. Probablemente, no —respondió Gordo Charlie.

Las cartas eran un buen medio de comunicación, pensó. Para empezar, podían perderse por el camino.

—En fin, tendrás alguna dirección o un número de teléfono.

—Pues no —dijo Charlie, y era sincero.

A lo mejor su padre se había mudado. Podría haberse marchado de Florida y haberse ido a otro lugar donde no hubiese teléfonos. Ni direcciones.

—Vale —replicó Rosie, hosca—, ¿y quién puede tenerlos?

—La señora Higgler —respondió Gordo Charlie, dándose por vencido.

Rosie le sonrió con dulzura.

—¿Y quién es la señora Higgler? —preguntó.

—Una amiga de la familia —replicó Gordo Charlie—. Cuando yo era niño, vivía en la casa de al lado.

Había hablado con la señora Higgler varios años antes, cuando su madre estuvo a punto de morir. La había llamado por teléfono, a petición de su madre, para que avisara al padre de Gordo Charlie y le dijera que se pusiera en contacto con ellos. Y unos días después, Gordo Charlie se encontró un mensaje en el contestador —habían llamado mientras él estaba trabajando— con la inconfundible voz de su padre, aunque parecía bastante más viejo y un poco borracho.

El mensaje decía que no era un buen momento, y que sus negocios no le permitían abandonar el país. Y luego añadía que, ante todo, la madre de Gordo Charlie era una mujer de bandera. Varios días después, llegó un centro de flores al hospital. La madre de Gordo Charlie soltó un bufido al leer la nota.

—¿Se cree que voy a dejarme conquistar tan fácilmente? —dijo—. Algo está tramando, de eso estoy segura.

Pero le pidió a la enfermera que colocara las flores en un lugar preferente junto a su cama y, desde ese momento, no dejó de preguntarle a Gordo Charlie si su padre había dicho algo de venir a verla antes de morir.

Gordo Charlie le contestaba que a él no le había dicho nada. Llegó a odiar aquella pregunta, y lo que él le respondía, y la expresión de la cara de su madre al oír su respuesta: no, su padre no iba a venir.

El peor día de todos, en opinión de Gordo Charlie, fue el día en que el médico, un hombre bajito y antipático, cogió a Gordo Charlie en un aparte y le dijo que ya no le quedaba mucho tiempo, que su madre se estaba consumiendo muy rápido, y que ya sólo podían hacerle más llevaderos sus últimos días.

Gordo Charlie asintió y volvió junto a su madre. Ella le cogió la mano, y le estaba preguntando si se había acordado de pagar su factura del gas, cuando empezó a armarse un follón en el pasillo —estampidos, ruido de pisadas, un repiqueteo, algo así como una orquesta con sus metales, su percusión y un contrabajo—, la clase de estruendo que no suele oírse en los pasillos de un hospital, donde tienen unos carteles en las paredes que ruegan silencio y las feroces miradas de las enfermeras se encargan de que la gente los obedezca.

El estrépito era cada vez mayor.

Por un momento, Gordo Charlie pensó que podía ser un ataque terrorista. Sin embargo, su madre sonrió débilmente al oír aquello.


Pájaro amarillo
—susurró.

—¿Qué? —preguntó Gordo Charlie, temiendo que hubiera empezado ya a delirar.


Pájaro amarillo
—dijo ella un poco más alto y con voz más firme—. Es la canción que están tocando.
[2]

Gordo Charlie salió a la puerta a mirar.

Avanzando por el pasillo, sin hacer caso de las protestas de las enfermeras, de las miradas de asombro de los pacientes en pijama y de sus respectivos familiares, venía hacia su habitación lo que parecía una muy reducida banda de jazz de Nueva Orleans. Había un saxofón y una gran tuba circular y también una trompeta. Había un hombre gigantesco que llevaba algo parecido a un contrabajo colgado del cuello. En efecto, era un contrabajo y el hombre tocaba con energía. Y abriendo la marcha, ataviado con un elegante traje a cuadros, un sombrero fedora de fieltro verde con el ala curvada, y guantes amarillo limón, venía el padre de Gordo Charlie. No tocaba ningún instrumento, pero venía bailando ese claque tan particular por el brillante linóleo del suelo del hospital, quitándose el sombrero ante cada uno de los médicos que se cruzaba por el camino y estrechando la mano de cuantos se acercaban para hablar con él o expresarle sus quejas.

Gordo Charlie se mordió el labio y le suplicó a quienquiera que pudiera estar escuchándole que se abriera la Tierra y lo tragara de inmediato o, de no ser ello posible, que le diera en ese mismo momento un fulminante, piadoso e irreparable infarto. No hubo suerte. Él se quedó en el mundo de los vivos, la banda siguió avanzando, su padre siguió bailando y estrechando manos y sonriendo.

«Si hay justicia en este mundo —pensó Gordo Charlie—, mi padre seguirá avanzando por el pasillo y pasará por delante de nuestra sala y seguirá hasta el departamento de Urología»; sin embargo, no hubo justicia, y su padre se paró al llegar a la puerta de la sala de Oncología.

—¡Gordo Charlie! —le saludó en voz lo suficientemente alta como para que a todos los que estaban en aquella sala, en aquella planta, en el hospital, les quedara bien claro que aquel tipo conocía a Gordo Charlie—. Gordo Charlie, quítate de en medio. Ha llegado tu padre.

Gordo Charlie se quitó de en medio.

La banda, encabezada por el padre de Gordo Charlie, desfiló por la sala y se dirigió a la cama que ocupaba la madre de Gordo Charlie. Ella levantó la vista al verlos llegar y sonrió.


Pájaro amarillo
—dijo con voz débil— es mi canción preferida.

—¿Y qué clase de hombre sería yo si lo hubiera olvidado? —preguntó el padre de Gordo Charlie.

Ella sacudió la cabeza lentamente y alargó la mano para apretar la mano de él, enfundada en el guante amarillo limón.

—Disculpe —dijo una menuda mujer de blanco con una carpeta en la mano—, ¿vienen con usted estas personas?

—No —respondió Gordo Charlie, ruborizándose—. No vienen conmigo. La verdad es que no.

—Pero ésa sí es su madre, ¿no? —dijo la mujer, con ojos de basilisco—. Debo pedirle que haga que esta gente abandone la sala sin armar más jaleo.

Gordo Charlie murmuró algo.

—¿Cómo dice? —preguntó la señora.

—Digo que no creo que yo pueda obligar a esta gente a hacer nada —respondió Gordo Charlie.

Se estaba consolando con la idea de que las cosas ya no podían ponerse peor cuando su padre cogió una bolsa de plástico que llevaba el tipo del bombo y empezó a sacar latas de cerveza negra y a repartirlas entre los músicos, las enfermeras y los pacientes. Luego, encendió un purito.

—Disculpe —dijo la mujer de la carpeta, que había visto el humo y había salido disparada hacia el padre de Gordo Charlie como un misil Scud con el temporizador enloquecido.

Gordo Charlie aprovechó la ocasión para escaquearse de allí. Parecía lo más sensato.

Aquella noche se quedó en su casa, esperando sentado a que sonara el teléfono o a que alguien llamara a la puerta, con el ánimo de quien se arrodilla ante la guillotina esperando a que la hoja bese su cuello; pero al final, el timbre de la puerta no sonó.

Apenas durmió, y al día siguiente por la tarde entró en el hospital con el rabo entre las piernas, temiéndose lo peor.

En la cama, su madre parecía más feliz y más tranquila de lo que lo había estado en meses.

—Se ha ido —le dijo a Gordo Charlie al verle entrar—. No podía quedarse más tiempo Debo decir, Charlie, que me habría gustado que no te hubieras marchado de esa manera. Acabamos montando una fiesta. Lo pasamos en grande.

A Gordo Charlie no se le ocurría nada más deprimente que tener que asistir a una fiesta en una sala llena de enfermos de cáncer, organizada por su padre y amenizada por una banda de jazz. Pero no dijo nada.

—No es malo —dijo la madre de Gordo Charlie con los ojos resplandecientes. Luego, frunció el ceño—. Bueno, eso no es del todo cierto. Tampoco es precisamente un buen hombre. Pero me hizo mucho bien anoche. —Y sonrió, con una sonrisa genuina y, por un instante, su rostro volvió a ser el de una chica joven.

La mujer de la carpeta estaba de pie en la puerta y le hizo señas con el dedo para que se acercara. Gordo Charlie se fue hacia ella cabizbajo, y empezó a pedirle disculpas antes incluso de haber llegado lo bastante cerca como para que ella pudiera oírle. Ya no tenía aquellos ojos de basilisco con ardor de estómago, según se percató al acercarse un poco más. Su mirada era definitivamente coqueta.

—Su padre —le dijo.

—Cuánto lo siento —dijo Gordo Charlie. Era lo que había dicho siempre, durante toda su infancia, cuando alguien mencionaba a su padre.

—No, no, no —replicó el ex basilisco—. No tiene nada de qué disculparse. Es sólo que me estaba preguntando... Su padre. .. En caso de que tuviéramos que ponernos en contacto con él... no tenemos un número de teléfono ni una dirección donde podamos localizarle. Debería habérselo preguntado a él anoche, pero se me fue el santo al cielo.

—No creo que tenga teléfono —respondió Gordo Charlie—, y el mejor modo de localizarle es viajar hasta Florida, seguir la autopista AA, que es la carretera de la costa y por ella se puede llegar a casi cualquier lugar de la zona este del estado. Por las tardes lo encontrará en algún puente, pescando. Por las noches, en un bar.

—Es un hombre tan encantador —dijo con aire soñador—. ¿A qué se dedica?

—Se lo acabo de decir. Según él, es el milagro de los panes y los peces.

Ella se le quedó mirando con aire de no entender nada, y él se sintió como un idiota. Cuando su padre decía aquello, la gente se reía.

—Hum. Como en la Biblia. El milagro de los panes y los peces. Mi padre dice que él se dedica a hacer el vago y a pescar peces
[3]
, que es un milagro cómo se gana la vida. Es una especie de chiste.

Los ojos se le empañaron de la emoción.

—Sí. Contaba unos chistes graciosísimos. —Hizo un ruido con la lengua y, una vez más, se puso seria—. Bien, necesitaré que esté usted aquí a las cinco y media.

BOOK: Los Hijos de Anansi
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