Los Hijos de Anansi (4 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Por regla general, Gordo Charlie sentía la vergüenza en los dientes y en la boca del estómago. Si mientras estaba viendo la televisión presentía que estaba a punto de suceder algo que remotamente sospechaba iba a provocarle un ataque de vergüenza ajena, Gordo Charlie se levantaba de un salto y apagaba el televisor. Y si eso no era posible porque, pongamos por caso, había más gente viendo la tele con él, entonces, abandonaba la habitación con cualquier pretexto y esperaba hasta estar seguro de que había pasado el momento presuntamente embarazoso.

Gordo Charlie vivía en la zona sur de Londres. Había llegado allí a la edad de diez años, con un acento americano que lo había convertido en objeto de constantes burlas y del que se había desprendido a base de grandes esfuerzos —no paró hasta extirparse la última consonante palatalizada y conseguir suavizar sus sonoras erres y, además, aprendió a utilizar correctamente la palabra
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[4]
—. Finalmente, cuando cumplió los dieciséis, había logrado borrar por completo su acento americano, y justo entonces, sus compañeros de clase descubrieron que lo que de verdad molaba era hablar como los chavales de barrio americanos. De repente, todos menos Gordo Charlie imitaban el modo en que hablaba Gordo Charlie cuando llegó a Inglaterra, sólo que él jamás habría podido usar en público aquel lenguaje sin que su madre le hubiera cruzado la cara de un sopapo.

El secreto estaba en la voz.

Una vez empezó a desaparecer la vergüenza que sintió al enterarse de cómo había muerto su padre, Gordo Charlie se sintió simplemente vacío.

—Ya no tengo familia —le dijo a Rosie, en un tono que era casi de enfado.

—Me tienes a mí —respondió ella. Aquello hizo sonreír a Gordo Charlie—. Y también tienes a mi madre —añadió, y la sonrisa se le borró inmediatamente de la cara. Rosie le besó en la mejilla.

—Podrías quedarte a pasar la noche conmigo —sugirió él—, para consolarme y eso.

—Podría —respondió—, pero no voy a hacerlo.

Rosie no iba a acostarse con Gordo Charlie hasta que no estuviesen casados. Decía que ella misma había tomado esa decisión, y que la había tomado a los quince años; entonces aún no conocía a Gordo Charlie, pero así lo había decidido igualmente. Así que le dio otro abrazo, un abrazo largo. Y le dijo:

—Necesitas hacer las paces con tu padre, lo sabes. —Y se marchó a casa.

Gordo Charlie pasó una mala noche: durmió a ratos, a ratos se despertó y se puso a darle vueltas a la cabeza y, luego, volvió a dormirse.

Al amanecer ya estaba levantado. Cuando llegara la hora de empezar la jornada de trabajo, llamaría a su agente de viajes y le preguntaría si había ofertas para viajes funerarios a Florida, y también llamaría a la Agencia Grahame Coats para decirles que acababa de producirse una muerte en su familia y que, debido a ello, tendría que tomarse unos días libres y que sí, que ya sabía que se los descontarían de sus vacaciones o de los días de baja por enfermedad. Pero de momento se alegraba de que el mundo siguiera aún en silencio.

Fue por el pasillo hasta la minúscula habitación que había al fondo; estaba vacía, y la ventana daba a los jardines. Se oía ya el coro del amanecer, y vio mirlos, gorriones que avanzaban a saltitos sobre el seto y un zorzal de pecho moteado que estaba posado en la rama de un árbol cercano. Gordo Charlie pensó que un mundo en el que los pájaros cantaban por la mañana era un mundo normal, razonable, un mundo del que no le importaba formar parte.

Más tarde, cuando los pájaros se convirtieron en animales temibles, Gordo Charlie seguiría recordando aquella mañana como algo bueno y hermoso, pero también como el punto en el que todo comenzó. Antes de que apareciese la locura; antes de que el miedo se instalara en su vida.

Capítulo Segundo

En el que se habla, sobre todo, de las cosas que ocurren después de los funerales

Gordo Charlie corría por el Parque Cementerio del Eterno Descanso y el deslumbrante sol de Florida le hacía guiñar los ojos. Las manchas de sudor en su traje se iban haciendo cada vez más grandes, empezando por las de las axilas y la del pecho. El sudor le caía a chorros por la cara mientras corría.

El Parque Cementerio del Eterno Descanso se parecía mucho, de hecho, a un parque, pero a un parque muy raro, en el que todas las flores eran artificiales y crecían en jarrones metálicos que salían de unas placas de metal que había en el suelo. Gordo Charlie pasó junto a un letrero que anunciaba: ¡Terreno GRATIS para todos los veteranos retirados con baja honorable! Atravesó Bebelandia, donde los molinillos de colores y unos empapados ositos de peluche azules y rosas se sumaban a las flores artificiales sobre el tupido césped. Un apolillado Winnie the Pooh miraba tristemente hacia el cielo azul. Gordo Charlie divisó entonces el grupo que asistía al funeral y cambió de dirección al ver un sendero que conducía directamente hacia ellos. Había treinta personas, quizá más, de pie, rodeando la tumba. Las mujeres llevaban vestidos oscuros y grandes pamelas negras adornadas con cintas de encaje, como fabulosas flores. Los hombres vestían de traje, sin manchas de sudor. Los niños tenían un aspecto solemne. Gordo Charlie aminoró el ritmo y se acercó caminando respetuosamente; trataba de ir deprisa, pero no tanto como para que alguien pudiera darse cuenta de que iba apresurado y, una vez llegó hasta ellos, intentó abrirse paso discretamente hacia la fila delantera, sin llamar demasiado la atención. Dado que a esas alturas jadeaba como una morsa después de subir un buen tramo de escaleras, que estaba completamente empapado en sudor y había pisado varios pies por el camino, podría decirse que fracasó en su intento de pasar desapercibido.

Se posaron en él varias miradas furibundas, pero Gordo Charlie hizo como que no se daba cuenta. Estaban cantando una canción que Gordo Charlie no conocía. Movió la cabeza al ritmo de la canción y trató de fingir que cantaba, moviendo los labios de un modo que lo mismo podía interpretarse como que estaba cantando en voz baja, o como que estaba murmurando una oración, o como que estaba moviendo los labios, sin más. Aprovechó la ocasión para echar un vistazo al féretro. Le alegró comprobar que estaba cerrado.

El ataúd era magnífico, de un material que parecía acero reforzado y color gris cañón. El Día del Juicio Final, pensó Gordo Charlie, cuando el Arcángel san Gabriel hiciera sonar su trompeta y los muertos salieran de sus ataúdes, su padre se iba a quedar atrapado en su tumba, tratando inútilmente de levantar aquella pesada tapa, deseando haber sido enterrado con una palanca y, seguramente, con un soplete de oxiacetileno.

Se perdió en el aire un último y melódico aleluya. En el silencio que se hizo a continuación, Gordo Charlie oyó gritar a alguien desde la otra punta del parque cementerio, casi desde el mismo sitio por el que había entrado él.

El predicador dijo:

—Y ahora, ¿hay alguien que quiera decir unas palabras en recuerdo del difunto?

Por la expresión que había en los rostros de los que se hallaban más cerca de la tumba, resultaba obvio que bastantes de ellos tenían pensado decir algo. Pero Gordo Charlie sabía que era ahora o nunca. «Necesitas hacer las paces con tu padre, lo sabes.» Era cierto.

Respiró hondo y dio un paso al frente, de suerte que quedó justo al borde de la tumba, y dijo:

—Hum. Con su permiso. Sí. Creo que yo tengo algo que decir.

Los gritos se oían cada vez más fuerte. Varios de los asistentes miraban por encima de sus respectivos hombros para ver de dónde venían. El resto de la concurrencia tenía la vista fija en Gordo Charlie.

—Nunca tuve lo que podría llamarse una relación estrecha con mi padre —dijo Gordo Charlie—. Supongo que nunca supimos muy bien cómo hacerlo. Durante los últimos veinte años, no he formado parte de su vida, y él tampoco ha sido parte de la mía. Hay muchas cosas que me resulta muy difícil perdonarle, pero un día te das la vuelta y te encuentras con que ya no tienes familia. —Se pasó una mano por la frente—. No creo haberle dicho «te quiero, papá» una sola vez en toda mi vida. Todos vosotros, todos, probablemente le hayáis conocido mejor que yo. Algunos, incluso, le habréis querido. Vosotros formabais parte de su vida, yo no. Así que no me avergüenza que me oigáis decirlo. Decir por primera vez, al menos en los últimos veinte años —bajó la vista hacia el inexpugnable féretro metálico—: te quiero. Y nunca te olvidaré.

Los gritos se oían cada vez más fuerte, y ahora la voz sonaba lo bastante alta y clara, en medio del silencio que siguió a la declaración de Gordo Charlie, como para que todos pudieran entender las palabras que resonaron por todo el parque cementerio:

—¡Gordo Charlie! ¡Deja de fastidiar a esa gente, mueve el culo y ven aquí ahora mismo!

Gordo Charlie se quedó perplejo mirando aquel mar de caras desconocidas que hervían en una mezcla de asombro, confusión, ira y espanto; con las orejas ardiendo, se dio cuenta de lo que sucedía.

—Estooo... Perdón. Me he equivocado de funeral —dijo.

Un niño pequeño con grandes orejas y una enorme sonrisa afirmó con orgullo:

—Ésa era mi abuelita.

Gordo Charlie retrocedió por entre la pequeña multitud allí congregada murmurando inconexas palabras de disculpa. Quería que el mundo se acabara en ese preciso instante. Sabía que aquello no había sido culpa de su padre, pero también sabía que a su padre le habría parecido desternillante.

De pie en mitad del sendero, con los brazos en jarras, había una mujer corpulenta con el pelo gris y cara de trueno. Gordo Charlie caminó hacia ella como quien camina por un campo de minas, volvía a tener nueve años y la había pifiado.

—¿No me has oído gritar? —preguntó—. Has pasado justo a mi lado. ¡Vaya manera de hacer el ridículo! —pronunció la palabra ridículo con doble erre—. Ven por aquí, anda. Te has perdido el responso y todo. Pero hay una palada de tierra que lleva tu nombre.

La señora Higgler apenas había cambiado en las dos últimas décadas: estaba algo más gorda y tenía más canas. Llevaba los labios apretados mientras encabezaba la marcha por uno de los múltiples senderos que atravesaban el parque cementerio. Gordo Charlie sospechaba que la primera impresión que había causado no había sido precisamente buena. La mujer caminaba delante y, muerto de vergüenza, Gordo Charlie iba tras ella.

Una lagartija trepó por uno de los barrotes de la verja que cercaba el parque cementerio, luego se quedó posando sobre uno de los pinchos, paladeando el pegajoso aire de Florida. El sol estaba oculto tras una nube pero la tarde era, si cabe, más calurosa. La lagartija infló el gaznate, que parecía un globo de vivo color naranja.

Dos zancudas grullas, que al principio le habían parecido figuras ornamentales, le miraron al pasar. Una de ellas agachó fugazmente la cabeza y cuando la volvió a levantar tenía una enorme rana colgando del pico. Intentó tragársela, haciendo una serie de gestos de deglución, pero la rana pataleaba y se agitaba frenéticamente en el aire.

—Vamos —dijo la señora Higgler—, no te hagas el remolón. Te parecerá poco haberte perdido el funeral de tu padre.

Gordo Charlie se aguantó las ganas de decirle que aquel día había recorrido ya más de seis mil kilómetros, que había alquilado un coche en Orlando y había venido conduciendo desde allí, que se había equivocado de salida, y que a qué mente privilegiada se le había ocurrido la feliz idea de construir un parque cementerio detrás de un Wal–Mart en el quinto pino. Siguieron caminando, pasaron por delante de un inmenso edificio de hormigón que olía a formaldehído y llegaron a una tumba abierta justo en el confín más lejano del recinto. Más allá había tan sólo una valla muy alta y, más allá de la valla, una selva de árboles, palmeras y vegetación diversa.

En el interior de la tumba había un modesto ataúd de madera. Ya habían echado bastante tierra sobre él. Junto a la tumba había un montón de tierra y una pala.

La señora Higgler cogió la pala y se la pasó a Gordo Charlie.

—El servicio ha estado muy bien —dijo la señora Higgler—. Han venido algunos amigotes de tu padre y las vecinas de nuestra calle. Siguió manteniendo el contacto con sus viejos vecinos después de mudarse. A él le habría gustado. Claro, que le habría gustado todavía más que tú hubieras estado presente. —Sacudió la cabeza—. Venga, dale a la pala. Y si quieres decirle algunas palabras de despedida, hazlo mientras lo entierras.

—Pensaba que bastaría con que echara una o dos paladas —dijo—, un simple detalle.

—Le he soltado treinta pavos al enterrador para que ahuecara —respondió la señora Higgler—. Le dije que el hijo del difunto tenía que venir en avión desde Inglaterra y que querría cumplir con su padre. Cumplir como es debido, no tener «un simple detalle».

—Vale —replicó Gordo Charlie—. Estupendo. Lo he entendido.

Se quitó la americana y la colgó de la valla. Se aflojó la corbata, se la sacó por la cabeza y la guardó en un bolsillo de la chaqueta. Comenzó a echar la tierra a paletadas en el interior de la tumba abierta. El aire de Florida era denso como un puré.

Al cabo de un rato empezó más o menos a llover, lo que quiere decir que del cielo caía agua, pero que no terminaba de decidirse a ser lluvia. Ese tipo de lluvia que, si empieza a caer mientras conduces, no sabes si poner en marcha el limpiaparabrisas o no. Si estás a la intemperie, manejando la pala, simplemente sudas más, te empapas más la ropa y estás más incómodo. Gordo Charlie siguió dándole a la pala, y la señora Higgler se quedó allí de pie, con los brazos cruzados sobre su gargantuesco pecho, con el vestido húmedo por la casi–lluvia, y su sombrero de paja adornado con una rosa de seda negra, vigilándole mientras él enterraba el féretro.

La tierra se convirtió en barro y se hizo, si cabe, más pesada.

Tras lo que le pareció toda una vida —una vida muy ingrata, por cierto—, Gordo Charlie echó la última palada de tierra y la compactó.

La señora Higgler se acercó a él. Cogió su chaqueta de la valla y se la alargó.

—Estás empapado hasta los huesos, y te has puesto perdido de tierra y de sudor, pero has crecido. Bienvenido a casa, Gordo Charlie —le dijo, sonriendo, y lo estrechó contra su inconmensurable pecho.

—No estoy llorando —dijo Gordo Charlie.

—Hala, date prisa —le replicó la señora Higgler.

—Son gotas de lluvia —insistió Gordo Charlie.

La señora Higgler no dijo nada. Se limitó a agarrarle y a zarandearle de atrás a adelante y, al cabo de unos minutos, Gordo Charlie dijo:

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