—Mire. Si mi padre hubiera sido un dios, habría tenido poderes divinos.
—Y los tenía. Ahora, que nunca hizo mucho uso de ellos, cuidado. Pero era viejo. Y, a propósito: ¿cómo te crees que se las arreglaba para vivir sin trabajar? Cuando necesitaba dinero, jugaba a la lotería, o bajaba a Hallendale y apostaba en las carreras de galgos o de caballos. Nunca ganaba demasiado, para no llamar la atención. Sólo lo justo para ir tirando.
Gordo Charlie no había ganado nada en toda su vida. Nada en absoluto. Siempre que participaba en alguna porra de las que se organizaban a veces en la oficina, lo hacía convencido de que su caballo nunca abandonaría los cajones de salida, o de que su equipo acabaría descendiendo a cuarta regional, perdido en el cementerio de elefantes del deporte organizado. Era una espina que jamás se había podido sacar.
—Si mi padre era un dios (algo que no estoy dispuesto a admitir de ninguna de las maneras, debo decir), entonces, ¿por qué no soy yo también un dios? Quiero decir, lo que usted me está diciendo es que soy hijo de un dios, ¿no?
—Está claro.
—Bien, y entonces, ¿por qué no soy capaz de escoger un caballo ganador o de hacer milagros o cosas por el estilo?
Ella hizo un gesto como de quitarle importancia a la cuestión.
—Tu hermano heredó todas esas historias.
Gordo Charlie se dio cuenta de que estaba sonriendo. Respiró tranquilo. Después de todo, era una broma.
—Ah, pero, ¿sabe qué, señora Higgler? La verdad es que no tengo ningún hermano.
—Pues claro que lo tienes. Ahí estáis los dos, en la foto.
Aunque sabía a qué imagen se refería, Gordo Charlie echó un vistazo por encima de su hombro. Definitivamente, estaba loca. Como un cencerro.
—Señora Higgler —dijo, con el tono más amable que pudo—, ése soy yo. Es una foto mía, de cuando era niño. La puerta es un espejo. Estoy de pie junto a un espejo. El otro niño no es más que un reflejo.
—Eres tú, sí, y también tu hermano.
—Nunca he tenido un hermano.
—Y tanto que sí. No voy a decir que le echo de menos. Tú siempre fuiste el más bueno, ¿sabes? Él era un niño imposible. —Y antes de que Gordo Charlie pudiera decir nada, añadió—: Se marchó, tú todavía eras muy pequeño.
Gordo Charlie se inclinó hacia delante. Puso su manaza sobre la huesuda mano de la señora Higgler, la mano que no sostenía la taza de café.
—Eso no es verdad —dijo.
—Louella Dunwiddy le obligó a marcharse —repuso ella—. Él le tenía miedo. Pero, aun así, volvía de vez en cuando. Sabía ser encantador cuando se lo proponía. —Se terminó el café.
—Siempre quise tener un hermano —dijo Gordo Charlie—. Alguien con quien poder jugar.
La señora Higgler se levantó.
—Este lugar no se va a limpiar sólito —dijo—. Tengo bolsas de basura en el coche. Me figuré que nos harían falta un montón de bolsas de basura.
—Sí —replicó Gordo Charlie.
Aquella noche se quedó en un motel. A la mañana siguiente, se reunió de nuevo con la señora Higgler en casa de su padre y entre los dos llenaron las negras bolsas de basura. Pusieron aparte las bolsas que irían a parar a beneficencia. También guardaron en una caja aparte todo aquello que Gordo Charlie quería conservar por razones sentimentales: principalmente fotos antiguas.
Había una vieja arqueta, como una réplica en miniatura de un cofre pirata, llena de documentos y papeles viejos. Gordo Charlie se sentó en el suelo para revisarlos. La señora Higgler salió del dormitorio con otra bolsa de basura llena de ropa apolillada.
—Fue tu hermano quien le regaló esa arqueta —dijo inesperadamente la señora Higgler. Era la primera vez que mencionaba una de aquellas fantasías suyas de la noche anterior.
—Ojalá tuviera un hermano —dijo Gordo Charlie, y no se dio cuenta de que lo había dicho en alto hasta que la señora Higgler replicó:
—Ya te lo he dicho. Tienes un hermano.
—Muy bien —dijo él—, ¿y dónde puedo encontrar a ese mítico hermano que tengo por ahí?
Más tarde se preguntaría qué le había impulsado a formular aquella pregunta. ¿Lo había hecho para reírse de ella? ¿Para provocarla? ¿O, simplemente, porque sí? Fuera cual fuese el motivo, el caso es que se lo preguntó. La señora Higgler se mordió el labio y asintió con la cabeza.
—Tienes que saberlo. Es tu herencia. Tu propia sangre. —Se acercó a él y le hizo señas con el dedo para que se acercara. Gordo Charlie se inclinó. Los labios de la anciana le hicieron cosquillas en la oreja mientras le susurraba—: Cuando lo necesites... díselo a...
—¿Cómo?
—Digo —la señora Higgler volvió a hablar en voz alta— que cuando quieras verle, no tienes más que decírselo a una araña. Él vendrá corriendo.
—¿Que se lo diga a una araña?
—Eso es lo que he dicho. ¿Crees que hablo por deporte? ¿Para que mis pulmones hagan ejercicio? ¿Nunca has oído hablar de la gente que habla con las abejas? Cuando yo era joven, en Saint Andrews, antes de que mi gente llegara aquí, íbamos a contarles a las abejas todas las cosas buenas que nos pasaban. Bueno, pues esto es lo mismo. Habla con una araña. Así es como yo le hacía llegar los recados a tu padre cuando desaparecía.
—Vale.
—No me digas «vale» así.
—Así, ¿cómo?
—Cómo si fuera una vieja loca que no sabe ni en qué día vive. ¿Crees que no sé lo que me digo?
—Esto... No me cabe duda de que sabe perfectamente lo que dice. De verdad.
La señora Higgler no se quedó muy convencida. De hecho, no creyó ni por un momento que el chico lo hubiera dicho en serio. Cogió su taza de café de la mesa, la sujetó con ambas manos, y le miró con resentimiento. Gordo Charlie había sacado los pies del tiesto y la señora Higgler se iba a asegurar de ponerle otra vez en su sitio.
—Yo no tengo por qué hacer esto, ¿sabes? —dijo—. No tengo por qué ayudarte. Sólo lo hago por tu padre, era alguien muy especial, y por tu madre, que era una buena mujer. Lo que te cuento es muy serio. Te estoy contando cosas realmente importantes. Deberías escucharme. Deberías creerme.
—La creo —afirmó Gordo Charlie con toda la convicción de que era capaz.
—No haces más que seguirle la corriente a una pobre vieja.
—No —mintió—, no es eso. De verdad que no.
Sus palabras sonaban honestas y veraces. Estaba a miles de kilómetros de su hogar, en casa de su difunto padre, con una vieja loca a punto de sufrir una apoplejía. Le habría dicho que la luna no es más que una rara fruta tropical si eso la hubiera calmado, y lo habría dicho en serio, tan en serio como hubiera podido.
Ella hizo un gesto de desdén.
—Eso es lo malo de la gente joven —dijo—, que apenas habéis vivido nada y, sin embargo, creéis que lo sabéis todo. A lo largo de mi vida he olvidado más cosas de las que tú sabrás nunca. No sabes nada de tu padre, no sabes nada de tu familia, te digo que tu padre es un dios, y ni siquiera me preguntas de qué dios te estoy hablando.
Gordo Charlie trató de recordar nombres de dioses.
—¿Zeus? —sugirió.
La señora Higgler emitió un sonido similar al que haría una cafetera que se aguantara las ganas de romper a hervir. Gordo Charlie se dio cuenta de que Zeus no había sido una respuesta acertada.
—¿Cupido?
Ella hizo otro ruido, que empezó como un bufido y acabó estallando en carcajadas.
—Me estoy imaginando a tu padre en pañales, con un gran arco y una flecha. —Siguió riéndose un rato. Luego, bebió un sorbo de café—. Tiempo atrás, cuando no era más que un dios, hace mucho, mucho tiempo, le llamaban Anansi.
[5]
En fin, probablemente ya conoceréis algunos de los cuentos que hablan de Anansi, probablemente no haya nadie en todo el ancho mundo que no conozca algún cuento que hable de Anansi.
En el amanecer de los tiempos, cuando todas las historias se contaban por vez primera, Anansi era una araña. Siempre andaba metiéndose en líos y saliendo de los líos en los que se metía. ¿Recordáis el cuento del Muñeco de Alquitrán, aquel cuyo protagonista era el Hermano Conejo?
[6]
Pues, en su versión original, el protagonista era Anansi. Hay gente que piensa que Anansi era un conejo. Pero se equivocan. No era un conejo. Era una araña.
Las leyendas sobre Anansi han existido desde que las gentes empezaron a contarse cuentos unas a otras. En África, donde todo comenzó, mucho antes incluso de que los hombres pintaran leones y osos en las paredes de las cavernas, la gente ya contaba historias de monos y de leones y de búfalos: grandes historias soñadas. Siempre tuvieron esa inclinación. Era su manera de darle un sentido al mundo en el que vivían. Todo aquello que corría, volaba, reptaba, nadaba o se transformaba, desfilaba por aquellas historias, y las diversas tribus humanas veneraban a diferentes criaturas.
Ya entonces, el León era el rey de los animales, y la Gacela el más veloz, y el Mono el más excéntrico, y el Tigre el más terrible, pero no era de ellos de los que la gente quería oír historias.
Anansi puso su nombre en los cuentos. Todos los cuentos eran cuentos de Anansi. En cierta ocasión, antes de que Anansi fuera el dueño de todos los cuentos, éstos pertenecían al Tigre (que es como los habitantes de las islas llaman a todos los grandes felinos), y eran tenebrosos y malvados, llenos de dolor, y ninguno de ellos tenía un final feliz. Pero aquello fue hace mucho tiempo. En la actualidad, todos los cuentos son de Anansi.
Puesto que acabamos de asistir a un funeral, dejadme que os cuente un cuento sobre lo que le ocurrió a Anansi cuando murió su abuela. (No es ninguna tragedia: era una mujer muy, muy vieja, y se fue mientras dormía. Esas cosas pasan.) La mujer se encontraba muy lejos de casa cuando murió, de modo que Anansi cogió su carretilla y atravesó toda la isla, y al llegar al lugar en el que había muerto su abuela, recogió el cadáver, lo puso en su carretilla y emprendió el camino de regreso a casa. Quería enterrarla bajo una higuera de Bengala que había detrás de su choza.
Mientras cruzaba la aldea, después de haber cargado toda la mañana con el cadáver de su abuela, pensó: «Necesito un trago de whisky». Así que se dirigió a la tienda, porque en aquella aldea había una tienda en la que se vendían todo tipo de cosas. El tendero era un hombre muy impaciente. Anansi entró y se bebió un vaso de whisky. Luego, bebió un poco más y pensó, «voy a gastarle una broma a este tipo» y, entonces, fue y le dijo al tendero: «Ve a llevarle un poco de whisky a mi abuela, que está durmiendo afuera, en la carretilla. A lo mejor tienes que despertarla, porque tiene un sueño muy profundo».
Así que el tendero se acercó a la carretilla con una botella y le dijo a la mujer que estaba allí tendida: «Eh, aquí tienes tu whisky», pero la anciana no le contestó. Y el tendero, cada vez más enfadado —porque era un hombre tremendamente impaciente—, le dijo: «Levántese usted, señora, levántese y bébase el whisky de una vez», pero ella no le respondió. Entonces, la mujer hizo algo que hacen los muertos a veces, cuando el día es muy caluroso: ventoseó ruidosamente. Bueno, el tendero se enfadó tanto con la anciana por soltarle una ventosidad en las narices, que le pegó y, luego, volvió a pegarle, y, después, le pegó por tercera vez y la mujer se cayó de la carretilla.
Anansi salió corriendo de la tienda y se puso a gemir y a llorar, y venga a lamentarse y a decir: «Mi pobre abuela está muerta, ¡mira lo que has hecho! ¡Asesino! ¡Criminal!». Y entonces, el tendero le dijo a Anansi: «No le cuentes a nadie lo que he hecho», y fue y le regaló cinco botellas de whisky, y una bolsa de oro, y un saco lleno de plátanos, piñas y mangos, para acallar sus lamentos y lograr que se marchara.
(Porque creía que había matado a la abuela de Anansi, ¿entendéis?)
De modo que Anansi se marchó de allí con su carretilla y, al llegar a casa, enterró a su abuela bajo la higuera de Bengala.
Al día siguiente, el Tigre pasó por delante de la casa de Anansi y le llegó un olor a comida recién hecha. Así que entró en la choza y se encontró con que Anansi se estaba dando un banquete. Anansi, qué remedio, invitó al Tigre a compartir su mesa y su comida.
El Tigre le dijo: «Hermano Anansi, ¿de dónde has sacado toda esta comida tan deliciosa? Y no me mientas. ¿De dónde has saca do esas botellas de whisky y esa gran bolsa llena de monedas de oro? Si me mientes, te arrancaré la garganta de un zarpazo».
A lo que Anansi le contestó: «A ti no puedo mentirte, hermano Tigre. Conseguí todas esas cosas por llevar a mi abuela a la ciudad en una carretilla. El tendero me regaló todo esto por llevarle a mi abuela muerta».
Y entonces el Tigre, que ya no tenía abuelas, pero que sí tenía una esposa que, a su vez, tenía una madre, se fue a su casa y llamó a la madre de su mujer diciendo: «Abuela, sal ahora mismo, que necesito hablar contigo». Y la mujer salió, miró a su alrededor y le preguntó:
«¿
De qué se trata?». Y el Tigre fue y la mató, a pesar de que sabía lo mucho que su esposa quería a su madre, y colocó el cadáver en una carretilla.
Entonces, puso a su suegra en la carretilla y se fue a la aldea. «¿Quién quiere un cadáver? —voceó—. ¿Quién quiere una abuela muerta?» Pero todos se burlaban de él, y se reían, hasta que se dieron cuenta de que estaba hablando en serio y de que no pensaba marcharse y, entonces, empezaron a tirarle fruta podrida hasta que consiguieron que el Tigre saliera corriendo.
No era la primera vez que Anansi dejaba en ridículo al Tigre, y tampoco iba a ser la última. La esposa del Tigre nunca permitió que olvidara el modo en que había asesinado a su madre. Algunos días, el Tigre pensaba que habría sido mejor no haber nacido.
Esta es una de las historias que se cuentan de Anansi.
Claro que todas las historias son de Anansi. Incluso ésta:
Antaño —en los tiempos en que aún se oían las canciones que fueron cantando el mundo, cuando todavía estaban siendo cantados el firmamento, el arco iris y los océanos—, todos los animales querían tener historias que llevaran su nombre. En aquellos días, los animales —además de animales— eran personas y Anansi, la araña, los engañaba a todos, sobre todo al Tigre, porque quería que todas las historias llevaran su nombre.
Los cuentos son como las arañas, tienen largas patas, y como las telarañas, que enredan a los hombres pero resultan preciosas cuando las ves bajo una hoja con el rocío de la mañana, y, del mismo modo que los hilos de una telaraña, están todos conectados uno a uno.