—Nada de particular. En la oficina no hay mucho movimiento ahora mismo. Tendría que hacer un par de llamadas a ver si consigo alguna donación, pero tampoco es nada que no pueda esperar. ¿Ibas a...? ¿Estabas pensando...? Esto... ¿Porqué?
—Hace un día precioso. ¿Te apetece que demos un paseo?
—Me encantaría —respondió Rosie.
Bajaron hasta el Embankment y pasearon por las orillas del Támesis. Caminaban despacio, cogidos de la mano, hablando de nada en particular.
—¿Y qué pasa con tu trabajo? —preguntó Rosie cuando se detuvieron a comprar un helado.
—Oh —respondió él—, seguro que no les importa. Probablemente ni siquiera se darán cuenta de que no he vuelto.
Gordo Charlie subió corriendo por las escaleras a la Agencia Grahame Coats. Siempre subía por las escaleras. Primero, porque era un ejercicio muy saludable y, segundo, porque de ese modo no volvería a encontrarse atrapado en aquel claustrofóbico ascensor con otra persona, demasiado cerca para fingir que no lo había visto.
Llegó a la recepción jadeando levemente.
—¿Ha venido hoy Rosie por aquí, Annie?
—¿La has perdido?
Se dirigió a su despacho. Su mesa estaba ordenada de un modo peculiar. Había desaparecido la montaña de cartas que aún no había abierto. Pegado en el monitor, había un post–it que decía: «Pásate por mi despacho. GC».
Llamó a la puerta del despacho de Grahame Coats. Esta vez, una voz le contestó desde el interior.
—¿Sí?
—Soy yo —dijo.
—Sí —respondió Grahame Coats—, pase, pase, señor Nancy. Tome asiento. He estado pensando largo y tendido en nuestra charla de esta mañana. Y tengo la impresión de que lo he subestimado a usted. Lleva trabajando con nosotros... ¿cuánto tiempo?
—Casi dos años.
—Ha trabajado usted mucho y muy duro. Y ahora, el triste fallecimiento de su padre...
—En realidad apenas le conocía.
—Ah. Qué fortaleza de espíritu la suya, Nancy. Puesto que estamos en temporada baja, ¿qué me diría si le ofreciese un par de semanas de vacaciones? Ni que decir tiene que en esas dos semanas percibiría usted su sueldo completo, por supuesto.
—¿Mi sueldo completo? —repitió Gordo Charlie.
—Su sueldo completo, pero, sí, ya entiendo lo que quiere decir. Un incentivo. Estoy seguro de que le vendría bien un dinero extra para disfrutarlo mientras esté de vacaciones, ¿cierto?
Gordo Charlie trataba de imaginarse en qué clase de nuevo universo había aterrizado de repente.
—¿Me está despidiendo?
Grahame Coats se echó a reír, parecía una comadreja con una astilla de hueso clavada en la garganta.
—Nada de eso. Al contrario. De hecho —dijo—, creo que ahora es cuando nos entendemos de verdad. Su puesto nunca ha sido más seguro. Seguro como una casa. Siempre y cuando siga siendo usted, tal como ha sido hasta ahora, un modelo de prudencia y discreción.
—¿Cómo de seguras son las casas? —preguntó Gordo Charlie.
—Extraordinariamente seguras.
—Lo pregunto porque recuerdo haber leído en alguna parte que la mayoría de los accidentes ocurren en casa.
—Entonces —dijo Grahame Coats—, creo que es de vital importancia que regrese usted a su casa inmediatamente. —Le alargó a Gordo Charlie un papel—. Aquí tiene, un pequeño detalle para agradecerle sus dos años de duro trabajo en la Agencia Grahame Coats. —A continuación, añadió las palabras que decía siempre que le daba dinero a alguien—. No se lo gaste todo de golpe.
Gordo Charlie miró el papel. Era un cheque.
—Dos mil libras. Coño. Quiero decir, no puedo aceptarlas.
Grahame Coats le sonrió. Gordo Charlie estaba demasiado atónito–conmocionado–perplejo para entender lo que significaba aquella sonrisa.
—Que le vaya bien.
Gordo Charlie se dio media vuelta para regresar a su oficina.
Grahame Coats se apoyó en la puerta, con naturalidad, como una mangosta recostada despreocupadamente sobre un nido de serpientes.
—Una última pregunta, nada importante. Por si acaso, mientras se encuentra usted de vacaciones, relajándose y divirtiéndose (y le encarezco sobremanera a que se dedique usted a ambas cosas), por si acaso, decía, si durante su ausencia yo precisara consultar sus archivos, ¿le importaría decirme cuál es su contraseña?
—Creo que su contraseña le da acceso a todo el sistema —dijo Gordo Charlie.
—Sin duda que sí —admitió Grahame Coats con aire jovial—. Es sólo por si acaso. Ya sabe usted lo caprichosos que son a veces los ordenadores.
—Es «sirena» —respondió Gordo Charlie—: S—I—R—E—N—A.
—Estupendo —replicó Grahame Coats—. Estupendo.
No se frotó las manos pero su expresión era igual de elocuente que si lo hubiera hecho.
Gordo Charlie bajó por las escaleras con un cheque de dos mil libras en su bolsillo, preguntándose cómo había podido juzgar tan mal a Grahame Coats en esos dos años.
Dobló la esquina, entró en el banco e ingresó el cheque en su cuenta.
Luego, bajó hacia el Embankment para tomar un poco el aire y pensar.
Era dos mil libras más rico. El dolor de cabeza con que se había levantado aquella mañana había desaparecido por completo. Se sentía seguro y bien situado. Se preguntaba si Rosie podría acompañarle en aquellas mini vacaciones. Era algo precipitado, pero a lo mejor...
Y, en ese preciso instante, vio a Araña y a Rosie paseando de la mano por la acera de enfrente. Rosie estaba dando los últimos mordiscos a un helado. De repente, se paró y tiró lo que le quedaba en una papelera. Tiró de Araña hacia ella y, con el sabor del helado aún en su boca, lo besó apasionadamente, recreándose en sus labios.
Gordo Charlie empezaba a sentir que le volvía el dolor de cabeza. Se quedó paralizado.
Los observó mientras se besaban. En su modesta opinión, tarde o temprano tendrían que detenerse a respirar, pero parecía que no, así que se dio la vuelta y echó a andar hacia el metro, en dirección opuesta, sintiéndose muy miserable.
Y regresó a casa.
Al llegar, Gordo Charlie se sentía fatal, de modo que se metió en la cama. Las sábanas aún conservaban algo del olor de Daisy. Cerró los ojos.
Pasó el tiempo, ahora Gordo Charlie caminaba por la arena de la playa en compañía de su padre. Iban descalzos. Él era niño de nuevo, y su padre no tenía edad.
«Y bien —decía su padre—, ¿qué tal os entendéis Araña y tú?»
«Esto es un sueño —señaló Gordo Charlie— y no quiero hablar de eso.»
«Qué chicos estos —dijo su padre, sacudiendo la cabeza—. Escucha. Tengo algo importante que decirte.»
«¿Qué?»
Pero su padre no respondió. Estaba mirando algo que había en la orilla, y alargó una mano para cogerlo. Cinco puntiagudos brazos se doblaron lánguidamente.
«Una estrella de mar —musitó su padre—, si la cortas por la mitad, se reproduce inmediatamente.»
«Me había parecido entender que tenías algo importante que decirme.»
Su padre se llevó la mano al pecho y se desplomó en la arena, había dejado de moverse. Empezaron a salir gusanos del suelo y lo devoraron en cuestión de segundos, no dejaron más que los huesos.
¿Papá?
Gordo Charlie se despertó, estaba en su dormitorio y las lágrimas rodaban por sus mejillas. Entonces, dejó de llorar. No tenía motivos para llorar, su padre no había muerto; sólo había sido una pesadilla.
Decidió que invitaría a Rosie a cenar en su casa la noche siguiente. Comerían bistec. Él mismo prepararía la cena. Todo iría bien.
Se levantó de la cama y se vistió.
Estaba en la cocina, veinte minutos más tarde, comiéndose un bote de tallarines precocinados, cuando cayó en la cuenta de que, aunque lo de la playa había sido un sueño, su padre seguía estando muerto.
Rosie se pasó un rato más tarde por casa de su madre, en Wimpole Street.
—Hoy he visto a tu novio —dijo la señora Noah. Su nombre de pila era Eutheria, pero en los últimos treinta años nadie más que su marido se había atrevido llamarla así y, tras su muerte, el nombre se le había ido atrofiando y ya no era probable que volviera a usarlo nunca más.
—Yo también —replicó Rosie—. ¡Dios, cómo quiero a ese hombre!
—Lógico. Vas a casarte con él, ¿no?
—Sí, bueno. Quería decir que, aunque siempre he sabido que le quería, hoy he descubierto hasta qué punto lo amo realmente. Me gusta todo de él.
—¿Has logrado averiguar dónde estuvo anoche?
—Sí. Me lo ha explicado todo. Salió con su hermano por ahí.
—No sabía que tuviera un hermano.
—No lo había mencionado hasta ahora. No están muy unidos.
La madre de Rosie chasqueó la lengua.
—Pues deben de haberse puesto todos de acuerdo para celebrar una reunión de familia. ¿No te dijo nada de su prima?
—¿Prima?
—O a lo mejor es su hermana. No parecía que lo tuviera muy claro. Una chica muy mona, aunque sin mucha clase. Tenía cierto aire chino. Tampoco me sorprendió demasiado. Pero, bueno, ya sabes con qué clase de gente vas a emparentar.
—Mamá, no conoces a su familia.
—A ella sí la conozco. Estaba esta mañana en la cocina, paseándose por toda la casa medio desnuda. Una desvergonzada. Si es que de verdad era su prima, claro.
—Gordo Charlie no mentiría sobre una cosa así.
—Es un hombre.
—¡Mamá!
—Y, a propósito, ¿por qué no ha ido hoy a trabajar?
—Sí ha ido. Estaba en la oficina. Hemos comido juntos.
La madre de Rosie se miró en el espejo y se limpió el carmín de los dientes.
—¿Qué más le dijiste? —preguntó Rosie.
—Nos limitamos a hablar de la boda, le advertí de que no quería que su padrino hiciera un discurso de esos soeces. Me dio la impresión de que había estado bebiendo. Ya te advertí de que no debías casarte con un hombre que se diera a la bebida.
—Bueno, pues cuando yo lo vi estaba perfectamente —dijo Rosie en tono repipi, y añadió—. Oh, mamá, ha sido un día absolutamente maravilloso. Hemos estado paseando, charlando y... Oh, ¿te he dicho ya lo increíblemente bien que huele? Y tiene unas manos tan suaves...
—Pues, si quieres que te diga la verdad, a mí me parece que huele a chamusquina. Te diré lo que deberías hacer: la próxima vez que le veas, pregúntale por esa prima. Yo no digo ni que sea de verdad su prima ni que no lo sea. Sólo digo que, en caso de que lo sea, es que en su familia hay prostitutas,
strippers
y chicas de vida alegre, y no te conviene.
Rosie se sentía mejor ahora que su madre volvía a tomarla con Gordo Charlie.
—Mamá, no pienso seguir escuchándote.
—Muy bien. Me morderé la lengua, si es lo que quieres. Al fin y al cabo, no soy yo quien se va a casar con él. Ni la que va a echar a perder su vida. No voy a ser yo la que acabe llorando sobre su almohada mientras él se pasa la noche entera de juerga, bebiendo con sus amiguitas. No voy a ser yo la que se pase los días y las noches esperando a que su marido salga de la cárcel.
—¡Mamá! —Rosie quería mostrarse indignada, pero la imagen de Gordo Charlie cumpliendo condena en prisión era tan grotesca y tan descabellada que tuvo que reprimir la risa.
Sonó el móvil de Rosie.
—¿Sí? —respondió y, tras una breve pausa, continuó—. Me encantaría. Es una idea estupenda.
Colgó el teléfono.
—Era él —le dijo a su madre—. Me ha invitado a cenar mañana por la noche, en su casa. Va a cocinar para mí. ¿No es un encanto? —y añadió—: Seguro que acaba en la cárcel por eso.
—Soy madre —replicó aquella mujer que vivía en una casa donde no había nada que comer y en la que el polvo no osaba posarse jamás— y sé lo que me digo.
La tarde iba cayendo, y Grahame Coats estaba en su despacho, sentado, con la vista fija en la pantalla del ordenador. Abría un documento tras otro; hojas de cálculo, para ser precisos. En algunas de ellas, retocaba los datos; el resto —la mayoría— las borraba directamente.
Se suponía que debía viajar aquella misma noche a Birmingham para asistir a la inauguración de una discoteca cuyo propietario, un futbolista retirado, era cliente de la agencia. Pero lo llamó y se disculpó diciendo que le había surgido algo en el último momento.
No tardó mucho en anochecer. Grahame Coats seguía sentado frente a la fría luz de la pantalla, cambiando un dato por aquí, falseando otro por allá y borrando documentos por acullá.
Ésta es otra de las leyendas que se cuentan de Anansi.
En cierta ocasión —hace mucho, muchísimo tiempo—, la mujer de Anansi sembró un bancal de guisantes. Allí crecían los guisantes más exquisitos, más gordos y más verdes que hayáis visto nunca. Con sólo mirarlos, ya se te hacía la boca agua.
Anansi quiso comerse aquellos guisantes desde el momento en que los vio por primera vez. Y no iba a conformarse con unos pocos, pues Anansi era un hombre de voraces apetitos. No estaba dispuesto a compartirlos con nadie más. Los quería todos para él solo.
Así que Anansi se tumbó en la cama y comenzó a exhalar largos y escandalosos suspiros. Su mujer y sus hijos corrieron a ver por qué suspiraba de aquella manera.
—Me estoy muriendo —dijo Anansi con una vocecilla débil y trémula—, mi vida toca a su fin.
Al oír estas palabras, su mujer y sus hijos se echaron a llorar, desconsolados.
Con la misma vocecilla, Anansi dijo:
—Antes de morir, quiero que me prometáis dos cosas.
—Lo que quieras, lo que quieras —respondieron al unísono su mujer y sus hijos.
—En primer lugar, quiero que me prometáis que me enterraréis bajo el gran árbol del pan.
—¿Te refieres al gran árbol del pan que está junto al bancal de guisantes? —le preguntó su esposa.
—Sí, exactamente a ése —respondió Anansi. Y añadió, con la misma voz lastimera—: Aún hay una cosa más. Prometed que encenderéis una pequeña hoguera en recuerdo mío al pie de mi tumba. Y, para demostrarme que no me olvidaréis, quiero que mantengáis siempre vivo ese fuego, que no dejéis que se apague jamás.
—¡Lo prometemos! ¡Lo prometemos! —respondieron todos a coro, entre lloros y lamentos.
—Y sobre esa hoguera, en señal de cariño y de respeto, quiero que pongáis un pucherito lleno de agua salada, para que os recuerde siempre las saladas lágrimas que verteréis cuando yo me muera.
—¡Lo prometemos! ¡Lo prometemos! —sollozaron, y Anansi cerró los ojos y dejó de respirar.
Pues bien, se llevaron el cuerpo de Anansi hasta el gran árbol del pan que crecía junto al bancal de guisantes y lo enterraron a dos metros de profundidad. Al pie de la tumba, hicieron una pequeña hoguera sobre la cual colocaron un puchero lleno de agua salada.