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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantástico

Los Hijos de Anansi (28 page)

BOOK: Los Hijos de Anansi
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Era Rosie. Parecía un poco aturdida aún. Araña la miró.

—¿Qué? ¿Puedo pasar?

—Claro, pasa.

Rosie se fue derecha a las escaleras.

—¿Qué ha pasado aquí? Cualquiera diría que ha habido un terremoto.

—¿Sí?

—¿Por qué tienes toda la casa a oscuras? —Y fue a abrir las cortinas.

—¡No, no, deja eso! No las abras.

—¿De qué tienes miedo? —preguntó Rosie.

Araña miró por la ventana.

—Los pájaros —dijo.

—Pero los pájaros son buenos —le dijo Rosie, como si estuviera dirigiéndose a un niño.

—Los pájaros —dijo Araña— son los últimos dinosaurios. Diminutos velocirraptores con alas. Devoradores de indefensos gusanitos, y de nueces, y de peces, incluso se comen a otros pájaros. Se comen a los gusanitos recién nacidos. ¿Alguna vez has visto comer a un pollo? Puede que parezcan inofensivos, pero los pájaros son... bueno... perversos.

—El otro día, en las noticias —dijo Rosie—, oí que hablaban de un pájaro que le había salvado la vida a un hombre.

—Eso no quita para que...

—Era un cuervo, o un grajo. Uno de esos que son grandes y negros. El hombre estaba tumbado en el césped, en el jardín de su casa, en California. Estaba leyendo una revista y de repente empezó a oír graznidos, y vio que era un cuervo que intentaba llamar su atención. Entonces, se levantó y fue hasta el árbol en el que se había posado el cuervo, y allí, agazapado y al acecho, había un puma esperando el momento oportuno para atacarle. Así que se fue a su casa y se salvó. Si no hubiera sido por aquel cuervo, el puma se lo habría merendado.

—Dudo mucho de que un cuervo se comporte de ese modo —dijo Araña—, pero aun suponiendo que fuera verdad que un cuervo haya salvado la vida de un hombre, eso no tiene nada que ver con lo que me está pasando. Los pájaros siguen ahí fuera y van a por mí.

—Claro —dijo Rosie, tratando de disimular su sarcasmo—, los pájaros van a por ti.

—Sí.

—Y van a por ti porque...

—Hum.

—Algún motivo tendrán. ¿O me vas a decir que todos los pájaros de todas las especies han decidido ir a por ti, como si fueras un gusanito enorme, porque, de repente, les ha dado por ahí?

—Me parece que no me crees —dijo Araña, y lo decía en serio.

—Charlie, siempre has sido muy sincero. Quiero decir que siempre he confiado en ti. Si tú me cuentas algo, yo haré todo lo posible por creerlo. Lo intentaré por todos los medios. Te quiero y creo en ti. Así que, ¿por qué no me dejas averiguar si te creo o no?

Araña se quedó pensando. Luego, alargó el brazo para coger su mano y la apretó.

—Creo que debería enseñarte una cosa —dijo.

La llevó hacia el fondo del pasillo. Se detuvieron frente a la puerta del cuarto de los trastos de Gordo Charlie.

—Hay algo aquí, creo que con esto lo entenderás antes.

—¿Eres un superhéroe —dijo ella— y me vas a enseñar tu Baticueva?

—No.

—¿Tiene que ver con alguna clase de perversión? ¿Te gusta ponerte falda y un collar de perlas y que te llamen Dora?

—No.

—¿Tampoco me vas a enseñar... una maqueta con un tren eléctrico?

Araña abrió la puerta de la habitación de los trastos de Gordo Charlie y, al mismo tiempo, la de su propia habitación. Por los amplios ventanales del fondo se veía una cascada, que iba a parar a un lago salvaje, mucho más abajo. El cielo que se veía a través de las ventanas era de un azul tan intenso que parecía de zafiro.

Rosie dejó escapar un ruidito.

Se dio la vuelta y enfiló de nuevo el pasillo en dirección a la cocina. Miró por la ventana el cielo gris de Londres, pastoso e inhóspito. Volvió a la habitación del fondo.

—No entiendo nada —dijo—. Charlie, ¿qué está pasando?

—No soy Charlie —le dijo Araña—. Mírame. Pero con mucha atención. Ni siquiera me parezco a él.

Rosie dejó de mirarle con ironía. Tenía los ojos muy abiertos y parecía asustada.

—Soy su hermano —dijo Araña—. Todo se ha ido al carajo por mi culpa. Todo. Creo que lo mejor que puedo hacer es salir de vuestras vidas cuanto antes y largarme de aquí.

—Y entonces, ¿dónde está Gordo... dónde está Charlie?

—No lo sé. Nos peleamos. El bajó a abrir la puerta y yo me fui a mi habitación y, luego, desapareció. No he vuelto a verle.

—¿Que desapareció? ¿Y ni siquiera has intentado averiguar qué puede haberle pasado?

—Pues... Creo que es posible que se lo haya llevado la policía —dijo Araña—. No es más que una suposición. No lo sé seguro.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Araña.

Rosie lo repitió:

—Araña.

Por la ventana, sobre la espuma de la catarata, Rosie vio volar una bandada de flamencos, cuyas plumas rosas y blancas brillaban al sol. Eran majestuosos y había muchísimos; Rosie no había visto nada tan hermoso en toda su vida. Volvió a mirar a Araña y, viéndolo ahora, no podía comprender cómo era posible que hubiera podido creer que aquel hombre era Gordo Charlie. Gordo Charlie era tranquilo, abierto e inseguro, mientras que este hombre era como una vara de acero dispuesta a golpear.

—En realidad no eres él, ¿verdad?

—Ya te lo dije, no lo soy.

—Y entonces... Entonces, ¿con quién me he...? ¿Con cuál de los dos... me he acostado?

—Conmigo —dijo Araña.

—Me lo imaginaba —dijo Rosie, y le dio una bofetada en plena cara. Lo hizo con ganas. Araña notó que volvía a sangrarle el labio.

—Supongo que me lo he ganado —dijo.

—Y tanto que te lo has ganado, a pulso. —Rosie hizo una pausa y, luego, continuó—. ¿Gordo Charlie estaba enterado de todo esto? ¿Sabía él lo que estabas haciendo? ¿Sabía que estabas saliendo conmigo?

—Pues, sí... Pero él...

—Estáis enfermos los dos —le dijo—. Podridos por dentro estáis. Y espero que os terminéis de pudrir del todo en el infierno.

Echó un último vistazo de asombro por aquella enorme habitación y, a continuación, miró por la ventana hacia las palmeras, la impresionante cascada y la bandada de flamencos, y se marchó.

Araña se sentó en el suelo, con un hilillo de sangre rodando por su barbilla, sintiéndose como un auténtico idiota. Oyó el portazo que dio Rosie al salir de la casa. Se dirigió a la bañera, llena de agua caliente, y empapó el extremo de una esponjosa toalla. Luego, lo escurrió y se lo puso sobre la boca.

—Yo no necesito nada de esto —se dijo Araña. Se lo dijo en voz alta; es más fácil mentirse a uno mismo hablando en voz alta—. No os necesitaba a ninguno hace una semana y tampoco os necesito ahora. Paso. Se acabó.

Los flamencos se estrellaron contra la ventana como bolas de cañón de rosado plumaje, y el cristal se hizo añicos. Los cristales volaban por la habitación, y se incrustaban en las paredes, todo el suelo estaba lleno de cristales, y también la cama. Por todas partes llegaban proyectiles rosa pálido que caían en picado, la habitación era un caos de inmensas alas rosadas y curvos picos negros. El estruendo de la cascada invadió también la habitación.

Araña pegó la espalda a la pared. Centenares de flamencos se interponían entre la puerta y él: aves de metro y medio, todo patas y cuello. Se puso en pie y avanzó unos pasos hacia aquel ejército de furibundos plumíferos que le miraban con sus enloquecidos ojos de color rosa. Vistos de lejos, podían parecer hermosos. Uno de ellos le dio un picotazo en la mano. No le hizo sangre, pero le dolió.

La habitación de Araña era muy grande, pero se llenaba a toda velocidad de flamencos que llegaban volando como kamikazes. En el cielo color zafiro, sobre la cascada, se veía una nube oscura que parecía una nueva bandada preparándose para atacar.

Le atacaban a picotazos o con las garras, y le azotaban con sus alas, pero él sabía que aquello no era lo peor que podía pasarle. Lo peor que podía pasarle era acabar asfixiado bajo un edredón de plumas rosas con pájaros. Esa sí que sería una muerte terriblemente humillante, aplastado bajo una montaña de aves, y no de una clase especialmente inteligente.

«Piensa —se dijo—. Son flamencos. Tienen el cerebro de un pájaro. Tú eres Araña.»

«¿Y? —pensó después, irritado—. Dime algo que no sepa.»

Los flamencos que había en la habitación lo acosaban. Los que venían por el aire volaban directos hacia él. Se cubrió la cabeza con la cazadora y, entonces, los flamencos que venían volando comenzaron a atacarle. Era como si lo estuvieran bombardeando con pollos. Se tambaleó y cayó. «Venga, engáñalos, pedazo de idiota.»

Araña se puso en pie y vadeó aquel mar de alas y picos hasta llegar a la ventana, que parecía ahora una enorme boca abierta con dientes de cristal.

—Estúpidos pájaros —dijo, con voz triunfante. Se subió al alféizar de la ventana.

Los flamencos no son famosos por su aguda inteligencia, ni por su capacidad de resolver problemas: si le das a un cuervo un rollo de alambre y una botella llena de comida, el pájaro utilizará el alambre para sacar la comida de la botella. Por el contrario, un flamenco intentará comerse el alambre, si su forma recuerda a la de una gamba, y seguramente, aunque no se parezca ni remotamente a una gamba, también intentará comérselo, por si se trata de alguna clase nueva de gamba. Por esa razón, si el hombre que les insultaba desde el alféizar parecía una sombra, algo poco sólido, los flamencos ni siquiera lo verían. Lo miraron con aquellos ojos demenciados de color rubí que parecían los de un conejo asesino y se lanzaron contra él.

Araña se tiró de cabeza y fue a caer entre la espuma que se formaba al pie de la cascada, y un millar de flamencos se lanzaron tras él; muchos de ellos se desplomaron como piedras, pues esa clase de aves necesitan coger carrerilla para poder alzar el vuelo.

En unos minutos, no quedaban en la habitación más que los flamencos heridos o muertos: los que habían roto los cristales, los que se habían estrellado contra las paredes, los que habían sido aplastados por sus congéneres. Los que aún vivían, vieron cómo se abría la puerta de la habitación —aparentemente, por sí sola— y, a continuación, se volvía a cerrar. Pero no eran más que flamencos y, por tanto, apenas sacaron nada en conclusión.

Araña se quedó de pie en el pasillo del piso de Gordo Charlie, tratando de recobrar el aliento. Se concentró en hacer desaparecer su habitación, cosa que le daba cien patadas; en especial, porque se sentía muy orgulloso de su equipo de sonido, pero también porque era allí donde estaban todas sus cosas.

Pero las cosas se pueden reemplazar por otras.

Tratándose de Araña, bastaba con pedirlo.

La madre de Rosie no era muy dada a expresar en voz alta la satisfacción que sentía cuando por fin se demostraba que ella tenía razón, de modo que, cuando Rosie —sentada en el sofá de estilo chippendale—, se echó a llorar, su madre se contuvo para no prorrumpir en gritos de júbilo, ni cantar, ni ponerse a bailar el twist por toda la habitación. No obstante, a un buen observador no se le habría escapado aquel brillo triunfal que había en sus ojos.

Le trajo a Rosie un gran vaso de agua vitaminada con un cubito de hielo y escuchó su llorosa letanía de desamores y engaños. Hacia el final del relato de Rosie, el brillo triunfal de sus ojos había sido reemplazado por una mirada de confusión, y la cabeza empezaba a darle vueltas.

—Así que, ¿Gordo Charlie no era en realidad Gordo Charlie? —dijo la madre de Rosie.

—No. Bueno, sí. Gordo Charlie es Gordo Charlie, pero al que he estado viendo esta última semana ha sido a su hermano.

—¿Es que son gemelos?

—No. Ni siquiera les encuentro un gran parecido. No lo sé. Estoy muy confusa.

—A ver, entonces, ¿con cuál de los dos has roto?

Rosie se sonó la nariz.

—He roto con Araña. Así es como se llama el hermano de Gordo Charlie.

—Pero si con él no tenías ningún compromiso.

—No, pero yo creía que sí. Yo creía que era Gordo Charlie.

—O sea, que también has roto con Gordo Charlie.

—Más o menos. Sólo que aún no se lo he dicho.

—¿Y él...? ¿Sabía él algo de todo esto, de lo de su hermano? ¿Pretendían hacer realidad alguna depravada fantasía a costa de mi pobre niña?

—No lo creo. Pero da igual. No puedo casarme con él.

—No —su madre le dio la razón—, por supuesto que no. Ni hablar.

Por dentro, mentalmente, la madre de Rosie se puso a dar saltos de alegría y lanzó unos enormes —pero muy elegantes— fuegos artificiales para celebrar su victoria.

—Te encontraremos un buen chico. Tú no te preocupes. Ese Gordo Charlie... Siempre ha ido por mal camino. Lo supe desde la primera vez que lo vi. Se comió mi manzana de cera. Sabía que acabaría trayendo problemas. ¿Y dónde anda ahora?

—No estoy muy segura. Araña me dijo que creía que a lo mejor se lo había llevado la policía —dijo Rosie.

—¡Aja! —replicó su madre, sus imaginarios fuegos artificiales eran comparables ahora a los que iluminan el cielo de Disneyworld el día de Nochevieja y, siempre mentalmente, sacrificó (tampoco había que exagerar) una docena de toros, todos ellos negros y perfectos. En voz alta, se limitó a decir—: Para mí que está en la cárcel. Que es exactamente donde debe estar. Siempre dije que ese joven acabaría en la cárcel.

Rosie se echó a llorar, más afligida que antes, si cabe. Sacó unos cuantos kleenex más y se sonó ruidosamente la nariz. Tragó saliva intentando sobreponerse. Luego, lloró todavía un poco más. Su madre le daba palmaditas en la espalda, consolándola lo mejor que sabía.

—Está claro que no puedes casarte con él —le dijo—, no puedes casarte con un convicto. Si está en la cárcel, puedes romper tu compromiso sin más. —El espectro de una sonrisa hechizó las comisuras de sus labios al proponerle—. Puedo ir yo a verle en tu lugar. O acercarme en un día de visita y decirle que es un impresentable, además de un delincuente, y que no quieres volver a verle nunca más. Seguro que podemos conseguir también que un juez dicte una orden de alejamiento —añadió, solícita.

—N—no es por eso por lo que no puedo casarme con Gordo Charlie —dijo Rosie.

—¿No? —preguntó su madre, alzando una ceja perfectamente perfilada.

—No —contestó Rosie—. No puedo casarme con Gordo Charlie porque no estoy enamorada de él.

—Pues claro que no. Yo lo he sabido todo el tiempo. No ha sido más que un capricho infantil, pero ahora estás viendo lo que de verdad...

—De quien estoy enamorada —continuó Rosie, sin escuchar a su madre— es de Araña. De su hermano.

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