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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (64 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Qué extraña es la vida, ¿no crees Ray? Hacía años que no pensaba en ti, y caes del cielo cuando más se te necesita. Dime, ¿cómo te ha ido? —Encogí los hombros por toda respuesta. Me daba rabia sentir ese repentino miedo ante su presencia, como si todo el tiempo pasado desde que dejara de exhibir mis deformidades hubiera desaparecido—. ¿No estás contento de que nos hayamos vuelto a ver? —Otro encogimiento—. Pues yo sí, me alegro que uno de mis hijos haya medrado, y se haya hecho un hombretón. ¿Ves Burney?, él y tú siempre fuisteis los más fieles, los mejores, a los que más quise. Ahora os tengo juntos, otra vez los tres unidos, los viejos camaradas. ¿De dónde has sacado esas ropas, viejo Ray? Ya, no quieres hablar, la emoción de nuestro encuentro te deja sin voz... o no, ya recuerdo. Siempre has hablado como un imbécil, y prefieres callar. No hace falta que digas nada. —Se levantó y caminó por la habitación.

—Debieras estar contento, este encuentro puede cambiar tu vida. Siempre he cuidado de mis niños, puedo ocuparme de ti como lo hice de Burney, si te portas como un buen amigo. ¿No estás harto de que se t... t... te burlen en la cara? —Se rió de su mala imitación de mí, y señaló al Esqueleto, quién alzó el rostro bajo el sombrero. Seguía tan calvo y tan cadavérico como lo recordaba, si no más, pero había algo en su mirada, algo que hacía que su faz fuera aún más parecida a la de la parca de lo que lo era hace años. No estaba seguro si era defecto de mi mermada visión, pero sus ojos eran cuencas vacías—. Contéstame solo a una pregunta, ¿te acuerdas de aquel señor que se portó tan bien contigo, lord Dembow? —Y a partir de aquí me explicaron con claridad lo que iba a ser de mí. Mi vida dependía de cómo obrara: si hacía lo que ellos querían, viviría, incluso estaban dispuestos a darme dinero y ayudarme a desaparecer de Londres, del maldito Reino Unido si quería y volver a América. Si no, se limitarían a devolverme al Green Gate Gang. ¿Cuánto tiempo iba a tardar Dick Un Ojo en hacerme desaparecer de Londres, de un modo muy distinto?

¿Y qué es lo que querían los Tigres judíos que hiciera por ellos? Potts me lo explicó, sentado a mi lado, hablándome despacio y muy bajo al oído, mientras acariciaba mi cráneo.

—Esos señorones son amigos tuyos, seguro que se acuerdan de ti, sí, no lo niegues Ray, y tendrán muy buen recuerdo tuyo. Ve a verlos, habla con ellos, quiero que averigües dónde tienen cierta cosa que me pertenece, y que me la traigas; así de sencillo.

—¿T... t... tengo que rrr.... rrrr... robarles?

—Me temo que si se lo pidieras de buenas formas no te lo darían. Ten en cuenta que los ladrones son ellos, sí Ray, todo el mundo roba, y los de posiciones más acomodadas en mayor medida.

Lo que tenía que sacar de casa de lord Dembow no parecía un objeto de valor, no al menos lo que yo tenía entendido como algo de valor. Eran un cachivache metálico y no muy grande que... imposible que con una descripción, por precisa que fuere, pudiera yo identificar el objeto en cuestión, así que me dieron un dibujo. No un dibujo cualquiera, era un plano. El cacharro era un cilindro... no, más bien como un pequeño huso o un cono truncado, lleno de rayas o perforaciones, y unido a un complejo sistema de ejes y ruedas. Todo eso me recordó a la maquinaria de la que hablaba Torres, a sus farthings y sus autómatas. ¿Querían que robara maquinaria de relojería, partes de autómatas de Forlornhope? ¿Pottsdale de nuevo involucrado de forma extraña o tangencial con aquel Ajedrecista y el mundo tecnológico que había detrás?

—N... no —dije, no a menos que me aseguraran ciertas condiciones.

Pensaba en Liz, mi Liz. Ahora que había dejado allí tirados a Green Gate, cierto que no por mi voluntad, pero tales consideraciones no suelen tenerlas en cuenta criminales como estos con los que me codeaba, ahora la palabra de Dandi no valía de nada. Me dijo que la dejaría en paz si iba con ellos, y ahora no estaba con ellos. No veía qué los obligaba a cumplir. Dick Un Ojo no sería el mayor de mis admiradores, y si supiera que a través de Liz la Larga podía hacerme daño... Exigí, más bien supliqué entre tartamudeos que protegieran a Liz. Si no, si permitían que el Green Gate Gang pusiera un dedo sobre ella, no obtendrían nada de mí. Debí ser elocuente, porque Potts se sentó a mi lado y me rodeó con gesto paternal los hombros, antes de decir:

—Ray, viejo amigo, quieres a esa mujer, ¿verdad? —Claro que había burla en sus palabras, aunque su tono fuera el más amable y comprensivo que hubiera oído nunca. Su mofa era aún más hiriente que la de unas ratas como Will y Dandi, en esta había una crueldad atroz—. Pues no se hable más, claro que pediré a mis amigos que vigilen a tu amor, claro que sí... ¿verdad que lo haremos Burney?

Inseguro de lo que significaban sus palabras e incapaz de hacer nada más por Liz, acepté el trato. Me dijeron que fuera a Forlornhope, a pedir ayuda, ya había ido en otra ocasión en busca de trabajo aunque no lo supieran, con esa excusa tal vez pudiera registrar parte de la casa y encontrar el artefacto tan codiciado por la banda de maleantes. Era difícil que pudiera hallarlo en una primera visita, parece que tal cachivache era atesorado con celo, insistieron por ello en que debía ser discreto y hacerme un habitual entre ellos. Me pareció un sinsentido, ya había estado al servicio de los negocios del lord, y nunca tuve acceso a ninguna información intima o especial, a un tipo como yo no se le hacían confidencias; nada dije. Me aseguraron que tendría sustento y acomodo entre mis nuevos amigos judíos; a dónde acaba llegando uno...

—Y no me engañes, Ray —continuaba Potts con su perorata acusadora y sus ojos llenos de falsa pesadumbre—. Otra traición tuya... y no lo soportaría. La última casi me mata, ¿no digo la verdad, Burney?

El aludido, allí en pie, con su largo abrigo hasta los pies y su sombrero de ala ancha, que no conferían más sustancia a su melifluo cuerpo, sonreía en silencio.

—Burney te seguirá. ¿Recuerdas lo bueno que era entonces siguiendo a la gente?, ahora lo es más. Él esperará a que obtengas eso que queremos, y a él se lo darás.

Con estas me dejaron ir al amanecer. Supuse que Burney mantendrían uno de sus ojos sin vida clavados en mis movimientos, así que era inútil tratar de escapar, y era lo que más deseaba, alejarme de Potts, no quería estar otra vez bajo su envilecida tutela. Mi vida no dejaba de mantenerme caminando en círculos, de la miseria a la infamia. De momento me dejaron en libertad con la promesa de que en esa misma semana visitaría a lord Dembow. Pensé obedecer.

No ese día.

Por muchos esqueletos caminantes que me persiguieran, ese día no se lo dedicaría a Potts y sus amigos judíos. Ese día tenía que encontrar a Liz, asegurarme de que seguía con bien, que mi patrón, de nuevo era mi patrón, cumplía su palabra. No la encontré. Pregunté por ella en el Ten Bells y en todos los locales que conocía. Recordaba que me dijo que vivía en una de las casas comunales de la calle Dorset, temí que se tratara de Crossingham y de toparme con Donovan una vez más, así que no pregunté, me limité a permanecer por allí, por si la veía aparecer. Nada. ¡No podía ser tan difícil encontrar a una puta en el East End!

A la noche no había conseguido nada. Volví por mi habitación de dos días atrás, allí estaba, había pagado bien y el dinero se sobreponía a mi aspecto. Amaneció el viernes catorce y yo seguía preocupado por Liz. Fui al puerto, a buscar a Kidney, y no supe cómo. Nadie responde a alguien con media cara y voz temblorosa, y no tenía idea del aspecto del hombre. No podía demorar más mis obligaciones. Por la tarde fui a visitar a lord Dembow.

Me planté ante la bien conocída puerta enrejada de Forlornhope que me traía recuerdos extraños, no del todo desagradables. Estaba abierta, esa misma verja que al día siguiente sería volada durante la recepción al
premier
y otros principales. La custodiaban dos hombres que se aproximaron, educados y firmes, en cuanto me vieron aparecer por la calle. Me preguntaron qué quería sin dejar de escrutar mi persona. Era una mejora respecto a lo habitual, que hubiera sido darme algo de comida o despacharme con alguna otra caridad. Esta nueva dignidad no iba a durar mucho, mi traje limpio empezaba a no estarlo tanto, y ya tenía un rasgón en la chaqueta causado por los tirones de mis amigos del Green Gate. De todas formas, mi máscara seguía tan hermosa como recién salida de las primorosas manos de la viuda Arias. Dije mi nombre, y que quería ver al señor por un asunto importante, ya se me ocurriría el qué. Me hicieron aguardar. Uno de ellos quedó conmigo mientras el otro echaba a andar el largo paseo hasta la casona, sin prisa alguna. El tipo a mi lado no me habló, ni se dignó a mirarme, me mostraba su presencia sin más y, estaba seguro, su presencia armada.

Para mi sorpresa no hizo falta que ejercitara en nada mi imaginación anquilosada para conseguir ser atendido por alguna cara amable, pues volvió al rato largo el guardia acompañado de una señora toda vestida de negro dispuesta a atenderme.

—Lord Dembow está ocupado, le recibirá la señora De Blaise. —¿Con solo decir mi nombre era atendido? ¿Se acordaban de mí, y lo que es más, ese recuerdo no les hacía cerrar la puerta a cal y canto y llamar a la policía? En efecto, quién me hablaba, la señorita Trent, la cocinera, ¿recuerdan?, ella parecía no tener mal recuerdo de mí—. Es usted el amigo de aquel caballero español, ¿se acuerda de mí? —Cómo no. Seguía teniendo ese aspecto dulce y triste, aunque la edad había afeado esos rasgos hermosos y altivos que tuviera en el pasado. Eso, añadido a su perpetuo luto y al total encanecimiento del cabello, le daba un cariz de abuela entrañable, aunque triste. Y no debía tener más de cincuenta años—. ¿Me hizo caso entonces? Fue a buscar trabajo a los muelles...

No respondí. Sonreí, asentí sin mucha firmeza y dejé que su hospitalidad me envolviera y condujera hacia Forlornhope. No la escuchaba, solo me bastaba oír el tono amable de la mujer, preguntándome esto y lo otro, ponderando a Torres y tal y cual. Mientras me acercaba a la mansión, miré inquieto sus viejas paredes. En algún lugar de ella se escondía el objeto que me proporcionaría la libertad por fin, la libertad del fugitivo. Ahora la veía entre las penumbras de mi ojo lloroso y parecía un monstruo aterrador, todo torres difusas, luces encendidas y una línea oscura en medio de su cara, como una sonrisa macabra.

Llegamos a la puerta con sus ocho escalones, miré hacia arriba, recordando de pronto a la muerte jardinera que viera hacía años, cuando tomé el reloj de arena roto por una regadera. No pude distinguirla. En ese momento un torrente de luz, que no de alegría, llegó en forma de Cynthia De Blaise. Hacía diez años que no la veía más que en mis sueños más tórridos, no estaba preparado para una visión como aquella. No me entretendré en describirla, porque ya lo he hecho al relatarles su reencuentro con Torres, el que tendría lugar al día siguiente, me limito a expresar las emociones que me produjo. Emoción, en singular, que no tenía yo cabeza para almacenar más de una. Tuve miedo, la belleza tan intensa, mucho mayor de la que recordaba en ella, me asustó, y olvidé el cometido que me había llegado hasta allí, casi.

—Qué alegría verle, señor Aguirre, ¿verdad Nana? —Parecía contenta de verdad, como quien encuentra a un amigo muy esperado. Verla abrazaba a su vieja nana con ternura y su sonrisa fue suficiente para hacerme olvidar a Potts, al Bruto O'Malley, a los Tigres y a mi perra vida—. Sé que está también en la ciudad su amigo don Leonardo, le veremos mañana, seguro, y estoy muy contenta por eso. Tengo un gratísimo recuerdo de ustedes...

—Vaaaamos, niña —regañó la señorita Trent.

—¿Qué...? Oh, es verdad, le tengo aquí fuera... y estos modales no hacen justicia a lo que me has enseñado. —Rió, no me acordaba de lo hermosa que era esa risa—. Ay, si mi tía pudiera ver cómo trato a los invitados... Sígame. Tiene que disculpar a mi tío, tiene una visita ahora mismo, cuestión de negocios.

Entramos en el vestíbulo principal, ahí había un caballero en pie sombrero en mano.

—Oh, este es el doctor Granville, que ha venido a visitarme, ya se marcha. —Me lo presentó Cynthia, y el caballero, muy engolado, me ignoró.


Madame
De Blaise, aquí tiene:
le percuteur
. —Le entregó una caja de madera, como si entregara
Excálibur
al mismo Arturo. Cynthia la abrió, dentro había un chisme alargado y lleno de cables y engranajes—, esta maravilla tecnomecánica de mi invención le aliviará sin duda, úsela todos los días como le he indicado.

—Entonces no tengo por qué hacer más visitas a la comadrona...

—Ni a mí, a menos que se trate de una visita social, por supuesto.

—Como la de mañana, ¿le veremos por aquí doctor?

—No faltaré,
à tout à l'heure, madame
—Besó la mano de Cynthia, toco el ala de su sombrero en mi dirección y se fue andando como si desfilara.

—Señor Aguirre —se dirigió a mí Cynthia divertida y ceremoniosa tras cerrar la puerta—. No piense que me he olvidado de usted por un minuto, acompáñeme.

—¿Est... esttt... está enferm... enferma?

—¡Oh, no!, gracias por preocuparse. Algo de nervios... no es grave, no se apure. Pase aquí, seguro que tiene mucho que contarme. Me condujo a un pequeño saloncito, frente al principal—. Siéntese aquí conmigo y charlemos un rato, ¿qué ha sido de su vida todo este tiempo? Tiene un aspecto magnífico.

La habitación era pequeña y agradable, decorada con elegancia, aunque para mí no hubiera diferencia en la sencillez de aquí y los perifollos de la viuda Arias. Daba al patio de atrás por un ventanal, bajo el que había un acogedor banquillo. Allí nos sentamos, uno al lado del otro, mirando al jardín. Aquel apacible patio trasero, el mismo por el que escapara en la noche diez años antes, parecía un tanto descuidado. Había un pequeño madroño mustio, y setos de rosas medio muertas. Desde mi estancia en Okefenokee había aprendido a amar y a cuidar las plantas de la mano de Drummon, me gustaban y con los años supe de la vegetación inglesa tanto como de la de mi tierra; esas plantas estaban desatendidas por completo. Cynthia entendió mi mirada.

—Esas rosas... debiéramos arrancarlas y plantar otra cosa.

—Niña —dijo la señorita Trent que nos había acompañado hasta aquí—, sabes que no hay quien las cuide. Es mucho trabajo, mira cómo está el resto del terreno, abandonado...

—Siempre fue tan bonito...

—Niiiña —siguió la señorita Trent, haciendo gestos hacia mí con la mirada.

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