—Te q... quedaste sola. Sin n...
—Sin na. No éramos ricos, pero tenía trabajo, un buen trabajo. Desde que se hundió en el río, me veo así.
—¿Nnn... no encon... n...?
—¿Los cuerpos? Na. El río se los tragó. Estuve allí, viendo los muertos, y ninguno era mi John, ni mis niños. Se fue, y me dejó sola, sin un trozo de pan que llevarme pa la boca, to se lo tragó el agua.
—¿T... tenía un reí... reí... reí...?
—¿Un reló? De oro, y en él llevaba siempre un retrato mío, era lo que más quería, y se fue con él. Paece que lo estoy viendo ahora mismo, tan bonito, con sus iniciales y las mías grabás. Ojalá lo conservara. Era mu güeno, no vayas a creer...
Veo sus expresiones. Dudan de lo que digo. Fue así, se lo aseguro, aunque con ello no quiero decir que Dios sea tan juguetón con los destinos de sus hijos. Intenten imaginar la situación. Un pobre desgraciado medio lerdo escuchando la charla de una puta, la mitad mentiras, bebiendo cerveza tras cerveza, y luego ginebra. Había sacado buen dinero del par del Green Gate, y tras la primera ronda Liz «dejó» que invitara yo. Supongo que no era el mismo hombre. John Stride no podía ser el cuerpo que vi junto al muelle, demasiado irónico, seguro que si hubiera dicho: «¿tu marido no pertenecía a la cámara de los lores?», Liz diría: «claro», pero hablé de la cadena brillante que vi bajo el agua, y la creí, y entonces nació un vínculo. No era remordimiento, no lo creo. Yo no era responsable de la muerte de su esposo, claro está, ni de la no recuperación del cuerpo, el ataque de la parada de monstruos me distrajo entonces, y no podía haber... es lo mismo. Sentí entonces que algo me unía a Elizabeth Stride. Estuvimos juntos, ella hablando y yo escuchando, hasta que el Ten Bells cerró. Nos despedimos, dijo que iría con Kidney, vivía con él en la calle Dorset. Debía contarle lo ocurrido, tal vez él arreglara las cosas.
—No. No creo que tenga el dinero. —Y ella se gastaba el suyo bebiendo con un tullido—. Ya veré lo que le digo. —No tenía en cuenta las palizas que su hombre le propinaba, era algo con lo que contaba mientras se mantuvieran dentro de la normalidad. Una vez se excedió, dijo, y ella lo denunció.
—La policía no me hizo ni caso. Da lo mismo —se rió—, ahora te tengo a ti pa protegerme, ¿verdá, Ray?
No respondí. Nos despedimos. Ella lo hizo de un modo especial.
—Mañana volveré por aquí, a lo mejor nos encontramos, ¿no Ray?
Deseé entonces con fervor que llegara el día de mañana, mientras la vi alejarse, algo borracha, hacia Dorset. Miré en mis bolsillos: aún tenía algo, estaba cansado y necesitaba un lugar donde pensar en mi situación... Excusas de necio, lo que en realidad quería era un sitio para encerrarme y dejar pasar el tiempo, con la esperanza peregrina de que las aguas se calmaran por sí solas. Fui a la calle Flower & Dean en busca de cobijo para la noche. A esas horas cabría esperar que no hubiera cama libre en todo Londres, pero las plazas eran caras, demasiado para las economías que por ahí se movían, tal vez tuviera suerte. Encontré sitio en la pensión del treinta y dos de esa calle, compré algo para comer al encargado nocturno, y mientras procuraba doblar mi chaqueta con la mayor pulcritud, al son de los ronquidos de quienes me rodeaban, pensé en mi situación, tanto como fui capaz.
Ahora podía empezar mi viaje, salir de Londres, olvidarme de los del Green Gate Gang, y alejarme de la policía y del Monstruo, Tumblety y sus horrores. Pensaba irme al día siguiente, y pronto estaría en Liverpool y más adelante, una nueva vida, otra vez. Hablar con Liz, ¡qué tontería! En otro lugar llegaría mi suerte y podría comprarme todas las mujeres que quisiera. Qué más daba esa Liz, que... bueno, también podía irme pasado, y despedirme de ella. Un par de cervezas y un hasta la vista. Eso estaría bien.
Ahora pienso como ustedes, ahora veo que el Bruto dejó mi cuerpo íntegro, mi lengua intacta, para utilizar mi confesión en algún juego de poder en el Green Gate. Ahora, de estar allí, hubiera podido utilizar eso en mi favor. Entonces solo era capaz de valorar que O'Malley me había torturado, que me haría daño si me volvía a coger, que ya nada podía obtener de Torres, que la recompensa no llegaría nunca, ni había dinero que sacar del Ajedrecista, y digo más, mi presencia junto al español solo le traería problemas, lo último que quería causarle. Todo me empujaba a huir, a correr, menos Liz, quería estar con ella, hablar con ella, una vez más, una última vez, todo estaba allí, todo mezclado en mi cabeza...
No pude controlar mis pensamientos y ni me esforcé en hacerlo. Dormí hasta que me echaron a voces de la pensión. Ensucié mi ropa nueva entre los callejones. Pasé todo ese miércoles igual que había hecho todos y cada uno de los días de mi vida, alejándome de la luz, esquivando miradas. Hasta que dieron las nueve de la noche, entonces fui al Ten Bells, a charlar con Liz. No tardó en aparecer. Ya estaba yo sentado en una silla, con una pinta ante mí, lo que hace la ropa nueva con un hombre; nadie me puso pegas.
—Hola, Ray. No podías estar sin mí, ¿eh? —dijo al sentarse—. Hoy me vas a tener que invitá tú a mí, he tenío gastos... No quiero que creas que soy una pordiosera sin na que hacer. Me gano bien la vida limpiando, pero hoy... bueno, da lo mismo, te lo devolveré. El sábado iré pa la iglesia, por dinero, la iglesia de mi país... —Y siguió hablando de su Suecia. Debe de ser un lugar muy hermoso, ¿han estado allí alguna vez? Me gustaría ir... he visto mucho mundo, ¿saben?, mucho en tiempo, no en espacio, ¿entienden? Londres, Inglaterra, América... de aquí no he visto más que esta sucia celda donde tienen a bien acogerme. Liz hablaba tan bien de su tierra, de la nieve y los fríos, de los aires limpios. Creo que será como sus ojos, sus ojos siempre parecían limpios, pese a lo mucho que había visto. Era muy guapa, así la veía yo al menos, envuelta siempre en un halo de bruma, como un ángel, un ángel venido del norte.
Dos tipos se sentaron con nosotros, uno a cada lado, yo ni siquiera los había visto entrar; ahora tenía una mitad ciega, y la otra medio ciega. Dandi y el pequeño Will. El primero, mostrando la cara magullada y su cuchillo apretado subrepticiamente contra mis riñones. Dijo:
—Drunkard Ray, ¿son tuyas las pelotas que tiene Dick colgadas en la pared? —Liz se quedó muy quieta, como todas las putas delante de los cuchillos, mientras Will la abrazaba—. Pues pareces muy entero para ser un jodido capón. Y ni siquiera estás chamuscado.
—Pues seguro que era ese —chirrió la voz de Will—, estuve pegao a esa cara tan asquerosa. —Lamió la de Liz y metió la mano entre sus faldas, una de esas manos suyas que ocultaba garras de metal—. Hace buena pareja con esta puerca.
—¿Te gusta la señorita, Willy?
—Me da asco. —Hundió más la mano entre las piernas de Liz; ella ni respiraba—. Ayer no querías na de nosotros, zorra. Tendrías que dar gracias de que tocara tu coño mugriento. —Le escupió en la cara. Ella siguió sin moverse, yo también. Un tipo grande desde la barra vio movimientos, e intervino.
—Oigan, dejen de molestar a...
—¿Le importunamos en algo, señor? —Dandi se limitó a girarse un cuarto para mirar de frente al filántropo, filántropo e insensato, quien con solo ver los colores del Green Gate Gang, volvió la atención a su bebida, acompañado de la estridente risita de Will, que siguió apretando, dolorosamente imagino, la entrepierna de Liz—. Quítate esa máscara tan elegante, vamos chico, enséñanos tu bonita cara. —Fui a decir algo y Dandi apretó más el cuchillo—. Ni te muevas, bastardo, no hasta que yo te diga —le miré con todo el odio que podía proyectar desde mi único ojo medio ciego, y como Polifemo con sus víctimas, helé la sangre de ese cobarde. Aflojó la presión de su hoja sin apartarla. Cobarde puede, en absoluto tonto—. No siempre vas a tener tanta suerte, Ray, hoy te toca perder. —¿Cuándo he ganado?—. Ven con nosotros, a dar una vuelta, a ver a los viejos amigos, te esperan con los brazos abiertos. Si no quieres venir, lo entiendo, el único problema es que vas a morir.
—T... t... tú no...
—No, yo no. Ya sabes Ray que estas calles cada día están peor. Mira, ese hijo puta matando mujeres, igual cambia de gustos y decide cargarse a monos como tú. Y no morirás solo. —Miró a Liz. La mujer aprovechó para zafarse de la presa y medio incorporarse.
—Yo os dejo con vuestros asuntos...
—No te muevas, puta. —A la orden de Dandi, Will la obligó a sentarse con fuerza. Hizo sonar sus garras y siguió brindándole toda su atención—. Ya arreglaremos cuentas contigo y con tu chulo, ahora nos ocupamos de Ray. ¿Qué me dices, Ray? ¿Vienes?
Miré a Liz. Tenía mucho miedo, pero estaba acostumbrada a vivir con miedo, muchas mujeres como ella lo hacían todos los días. No lloraba, ni se quejaba; se limitaba a sonreír y a beber de su vaso, con el rostro de Will pegado al de ella. Solo quería que pasara rápido, que se fueran, y ella saldría a la calle. Ya pensaría en cómo solucionarlo luego. Yo no, yo quería que parara ya, para siempre y para todos.
—S... s... si la dejáis iré.
—Además de retrasado eres sordo, ¿no? Si no vienes te mataremos, hoy, mañana... cuando sea. Y a ella también. —Todo lo que hice fue encogerme de hombros y mirarlo, y su expresión cambió. En mí vio la decisión de morir, en mi ojo triste encontró el cansancio de mis cuarenta y tres años de dolor, y en el botón de porcelana que hacía las veces de su hermano, pudo ver los motivos por los que iba a sacrificarme sin una lágrima; una mujer, la simple idea de una mujer, y todo lo limpio y fresco y suave y hermoso que trae. Hoy no me importaba morir, mañana puede que luchara por dos segundos más entre la miseria, hoy me daba igual, con que Liz sonriera una vez me era suficiente. Contra eso no podía Dandi, ni todo el Green Gate Gang—. Vale, Romeo. Tú déjala que se vaya. —Will rezongó algo. La mirada de su jefe lo convenció en el acto. No era bastante. Atrapé la muñeca del Dandi con mi mano buena.
—Ella... ya no t... t... tiene deuda...
—Pides mucho Drunkard, no apures.
—No voy. —Ese «no voy» era más que simple terquedad. «No voy» era «no os acompaño», y «no voy a hablar, ni a deciros nada, ni a participar en todos los trapicheos que os traéis». Porque era eso, si no, yo y la puta ya estaríamos muertos, y Dandi lo sabía mejor que yo. Asintió. Will soltó a la mujer, que se levantó rápida, se arregló la ropa y se atusó como pudo, sin dejar de mirarme.
—Ray... —No dijo nada más, me la quedé mirando, sonrió, sonrió por fin mostrando su diente mellado, y se marchó.
—¡Vaya novia tas echao, Drunkard! —chilló Will—. ¿Pa cuándo la boda?
—Vámonos —zanjó el tema su jefe, y nos fuimos.
Mi caminar hasta Benthal Green fue silencioso, como el del becerro al matadero. Acabamos en el cementerio de Gibraltar Row, el lugar de mi cita con el Bruto, con cuatro días de retraso. Todo estaba oscuro, y aun así el lugar me pareció bueno para morir, tranquilo, hermoso a su manera. Las lápidas diseminadas, el crujir del otoño a mis pies, las estatuas de quién sabe qué difunto convertidas en sombras y por tanto más vivas, el frío de esa jornada que parecía allí hacerse fuerte, sabedor de que a los residentes ya no les importaba. Si me hubieran dado a elegir, hubiera querido morir en los pantanos de mi Florida, allí olvidado; a falta de eso, bien estaba un viejo cementerio en Londres.
Entramos en sigilo, como con miedo de despertar a los que allí descansaban. Pronto vi las luces; todo el Green Gate aguardando mi crucifixión. Pobre infeliz, qué poco sabía. Lo primero que vi, porque sin duda era lo más iluminado por todas las lámparas y teas encendidas que allí se reunían, era el ojo metálico de Dick Un Ojo, reluciendo broncíneo en medio de su cara.
Quedé entre ellos, jaleado por burlas e insultos. El ojo de Dick creció hacia mí, mirándome con malsana codicia, luego miró al hombretón que sentado a su lado en una lápida fumaba una enorme pipa. Era Collins, su hombre de confianza, confianza para Dick, para el resto siempre fue un amigo poco de fiar. Un Ojo dio un paso adelante y quedó rodeado por sus hombres, como un orador en un senado siniestro.
Tom —dijo dirigiéndose al Bruto por su patronímico y alzando la voz como un vate en el ágora—, disculpa, pero la memoria me empieza a fallar. ¿Qué dijiste que le pasó a Drunkard Ray?
El Bruto salió de las sombras que lo cubrían, con andar resuelto, imponiendo su altura y su fama a la concurrencia, aunque comentarios y miradas dejarían claro a cualquier observador que era él quien tenía problemas y no yo. A cualquier observador, menos a mí.
—Dije que creía que estaba muerto. Parece que me equivoqué.
—Lo entiendo, no te preocupes. Yo en tu lugar también hubiera creído lo mismo. —Dick se puso a mi lado. Era un hombre más bien pequeño, algo sobrado de peso y sin otro rasgo llamativo a parte de ese ojo, que ahora giraba hacia mí, en horrorosa asimetría con respecto a su gemelo real. Me puso la mano en el hombro y yo me quedé muy quieto—. Pensaría igual si hubiera dejado a alguien en un cuartucho ardiendo, y sin pelotas. De la chaqueta sacó un mugriento trapo que tiró al suelo, del que cayeron unos testículos renegridos—. Pero Ray es muy fuerte, ¿verdad, viejo borracho?
—Había mucho humo, no estoy seguro de lo que vi. —O'Malley no mostraba tener miedo, y estaba muerto.
—Ni de lo que cortabas. —Avanzó hacia el Bruto, mirándolo con su ojo asesino—. ¿A quién castraste, Tom? ¿De quién son esas pelotas?
—Por lo pequeñas diría que de Patt, ese gordo hijo de puta.
—¡Maldigo tu perra vida, bastardo! —rugió Taggart, otro de mis torturadores que parecía allí algo dolorido y muy indignado, indignación que se extendía por la totalidad de la concurrencia. El desplante del Bruto parecía su despedida orgullosa, iba a morir allí. Las armas rozaban metal contra metal, amenazando, y O'Malley seguía tranquilo.
—Tú, en cambio, las debes tener enormes, Tom —acalló Dick a los lobos sedientos.
—No tanto, Dick. —Encaró ahora al ojo telescópico de su rival, que había alcanzado ya los diez centímetros de longitud—. Estoy tranquilo porque sé que no me va a pasar nada.
—¿Y quién ha dicho que vaya a pasarte algo? —rió Un Ojo, abriendo los brazos y recogiendo la carcajada de los allí presentes.
—Tu jodido ojo de lisiado. —La risa acabó. El Bruto se quitó el gabán y lo tiró al suelo, mostrando un torso peludo—. He venido aquí desarmado y solo...
—¿Por qué ibas a venir de otro modo? —dijo Dick—. Estás entre los tuyos.
—Espero que los míos estén dispuestos a escucharme antes de decidir nada. Y más que escucharme a mí, quisiera que todos oyerais lo que Ray va a decirnos. ¿Por qué iba a mentir? Decidme. He dado mi sangre por todos, por mis hermanos. —Mostró las cicatrices que recorrían su cuerpo—. ¿Qué motivo pude tener para dejar escapar a Drunkard Ray, y decir que había muerto? ¿Qué ganaba con ello?