En dos días terminó la guerra. Se comprobó que durante su curso habían muerto cuatro pilotos norteamericanos, con lo cual quedaba desenmascarada la participación de los Estados Unidos. Los comunistas buscaron entre los invasores a la gente que había servido bajo el régimen del tirano prófugo, para desprestigiar aún más el operativo. Wilson temió que lo identificaran y eso acarrease graves consecuencias a su familia. Varios soldados caminaron presurosos hacia él con el arma en la mano. Se consideró definitivamente perdido y urdió una rápida historia, pero a quien buscaban era a otro que estaba un metro detrás. El hombre se llamaba Ramón Calviño y había sido un célebre torturador; fue llevado para que el pueblo de Cuba supiera quiénes eran sus presuntos “libertadores”. La prensa tuvo comida para un festín. En materia de propaganda los comunistas eran unos maestros.
Wilson no esperó un buen trato. Para sus guardias era un traidor deleznable. Le dijeron “vendido a los yanquis”, “gusano imperialista”, “asesino de hermanos”. Le dijeron que del campo lo llevarían a una prisión de delincuentes condenados a perpetuidad, que lo someterían a trabajos forzados para limpiarle la escoria del alma. Y que no intentase fugar, porque su cuerpo sería transformado en un colador.
Kennedy y Jruschev intercambiaban furiosas cartas de reproche. Kennedy estaba en desventaja porque el plan fue un regalo que le dejó la administración anterior y que él no pudo frenar; y era algo que tampoco podía reconocer en público. Asumió dignamente la responsabilidad por el fiasco mientras trataba de mantener controlada la rabia del jefe soviético. Ordenó iniciar negociaciones para liberar a los mil doscientos prisioneros que languidecían en las prisiones de Fidel. En sordina se expandió la versión de que los materialistas del gobierno castrista proponían devolver prisioneros a cambio de tractores. Eran tan miserables que para ellos un ser humano equivalía a un montón de hierros. De todas formas, ojalá que los yanquis aceptaran —pensó Wilson—; era intolerable seguir en una Cuba que no era Cuba, sino un basural del infierno.
La esperanza en ese intercambio naufragó porque una y otra parte se pusieron de acuerdo en competir por su sensibilidad humana: equiparar hombres con tractores sonaba a negocio vil, realmente. Entonces no hubo trato.
—¡Que nos cambien por bosta! ¡Queremos irnos!
Las negociaciones viraron hacia otro rubro, también materialista pero menos evidente que un tractor: medicamentos. Hombres por barcos llenos de medicamentos sintetizados en los Estados Unidos. Sonaba más altruista.
Wilson Castro desembarcó en Miami con miles de compatriotas tristes. Fueron recibidos con calculada discreción: no habían liberado la isla, pero habían escrito una página imborrable.
En una cabina improvisada junto al malecón lo saludó el hombre de anchos hombros. Theodor Graves ofrecía una sonrisa que fluctuaba entre la resignación y la complicidad.
—No necesitas que ahora te muestre mi credencial de la CIA, supongo.
—Recuerdo tu sólida confianza en el plan.
—La guerra no ha terminado. Tampoco tu ascenso.
—Me alivia enterarme. Creía que, encima de lo que padecimos, aquí nos condenarían. Es la primera frase cálida que me llega en meses.
—No hace falta ironizar. Quiero informarte que tu conducta ha sido evaluada como excelente en todos los sentidos y etapas: durante el entrenamiento en Nicaragua, el desembarco en la Bahía, las batallas en la costa y el interior, y hasta tu actitud en el campo de prisioneros.
—Gracias. Soy una maravilla.
—Mi gobierno te ofrece continuar la carrera militar.
—Buena noticia. ¿Tengo que pensarlo?
Theodor Graves tecleó en su solapa.
—Ya has tomado la decisión. Lo leo en tus ojos.
—¿Ah, sí?
—Felicitaciones.
—¿Todos los tipos de la CIA son tan agudos?
—De todas formas, debes decírmelo con tus palabras. —Graves no perdía la tranquilidad.
—¿Jurar?
—Jurarás cuando te confiramos la ciudadanía.
—¿También eso?
—Es un paquete completo. No pretenderás convertirte en un oficial estadounidense sin tener nuestra ciudadanía, ¿verdad?
—De acuerdo, entonces.
—De acuerdo... qué.
—Que acepto la ciudadanía norteamericana y seguir la carrera militar.
Theodor Graves le estrechó la mano con energía. Esta vez las cosas irían mejor.
La Academia de la Fuerza Aérea había construido un vasto conjunto de instalaciones en el sur de Denver, al pie de las montañas Rocallosas. Esa cadena constituía una robusta muralla que marcaba el límite de las llanuras por donde rondaban las oleadas de búfalos y vivieron durante siglos tribus de indígenas que ahora se contraían en reservas de diversa fortuna. Hasta allí se desplazaban en el siglo XIX las diligencias cargadas de ilusiones y de aventureros, para después emprender el azaroso cruce de las cimas rumbo al Lejano Oeste. Aún quedaban por toda la zona restos de antiguas minas de oro donde se amasaron fortunas y tragedias. Ciudades fantasmas hablaban de un pasado enigmático, apasionado y cruel. En el terso paisaje moderno de la Academia era difícil advertir cuánta gente soñó y murió tras los espejismos.
Los estudiantes de la Academia aprovechaban los días libres para escaparse a la capital del estado, a unos cuarenta minutos de distancia. Mientras contemplaba el paisaje chúcaro, Wilson recordó lecturas y películas sobre
cow-boys.
Estaba en la tierra donde otrora sobrevivía quien mejor empuñara el revólver. La justicia había sido un asunto que a duras penas imponía el sheriff o algún providencial enmascarado. No resistió la tentación de visitar la casa de Búfalo Bill, convertida en museo sobre una colina que funciona de mirador. Búfalo Bill existió de verdad —le explicaron—: asombró como cazador de animales grandes o pequeños y fue un prodigioso domador de caballos y búfalos; tuvo el acierto de inventar un espectáculo que llamó “circo”, con el que recorrió medio mundo.
Wilson simpatizaba con James Strand, un rudo tejano cuya familia aún consideraba inconclusa la Guerra de Secesión. En septiembre de 1965, mientras deambulaban por la calle Larimer, James reconoció a una amiga a la que no veía desde sus años de universidad, en Austin. La sorpresa de encontrarse en forma imprevista y tan lejos de Texas los sonrojó de emoción. Mathilda presentó a su compañera, Dorothy Hughes, y James presentó a Wilson. Las muchachas estudiaban en la Universidad de Colorado.
Dorothy cautivó a ambos desde el primer instante. Pero a Wilson le pegó más hondo. Aunque estaba acostumbrado a las formas gráciles de las caribeñas, esa joven derretía al más exigente. Era a la vez fina y enérgica, recatada y vivaz. Combinaba la tersura del cielo con los rumores del océano. Su cercanía le erizó la piel. Tenía una estatura media y proporciones impecables. Le enmarcaba la cara una cabellera cobriza levemente ondulada. En sus órbitas oscuras, misteriosas, brillaban grandes ojos de color verde. Los labios avanzaban un poco, lo suficiente para atrapar la mirada y el deseo. Apenas habló en esa oportunidad, pero Wilson detectó que sus delicados músculos cimbraban bajo el vestido. Sospechó que de ese imán no podría liberarse.
Hasta entonces sólo se había enamorado una vez en la vida, cuando adolescente. Ocurrió a poco de instalarse en el barrio viejo de La Habana y le dejó una cicatriz que volvía a supurar de cuando en cuando.
Tenía apenas quince años. Ella era su profesora de biología y lo doblaba en edad, pero —al decir de cualquiera que la mencionase— la apetecía toda Cuba. Docentes y compañeros del aula, con los ojos brillantes, la describían y comentaban excitados. El director se babeaba por conseguir sus favores y la invitaba infructuosamente a su oficina. Dentro y fuera del establecimiento la masticaban con la mirada y sembraban de piropos su camino. Sus colegas hacían apuestas sobre quién la poseería alguna vez. Los alumnos de los últimos años también se anotaban en la competencia. La bella Mariana, sin embargo, tenía un marido al que no parecía dispuesta a traicionar.
Wilson absorbía los comentarios, los hacía propios, los agrandaba. Mariana le anegó la cabeza; él dejó de comprender lo que ella enseñaba, porque se perdía en la contemplación de ese cuerpo fascinante. De noche se masturbaba imaginando las caricias que prodigaba a su piel maravillosa. Su amor tórrido no tenía otro camino que el agotamiento. Llegó a convencerse de que se moriría de amor. Entonces advino la fantasía de violarla. Violación o muerte, repetía. A lo macho. Basta de pendeja resignación. Imaginó una estrategia y puso manos a la obra.
En clase le hacía preguntas para llamar su atención, aunque las preguntas revelaban que estaba fuera de tema y hasta de órbita. Cuando ella le reprochó que ignorara lo que había explicado tantas veces, se disculpó y, con teatralidad, dijo que anhelaba ser biólogo. Que haría el máximo esfuerzo para lograrlo. Mariana se enterneció. En la hoja de cuaderno donde había trazado su plan, Wilson tildó el primer punto.
Después la abordó a la salida. En la segunda ocasión ella sonrió porque gracias a Wilson pudo esquivar al pegajoso director que siempre, siempre, le insistía en que lo acompañara con un cafecito en la intimidad de su oficina. Wilson desplegó su talento de seducción: contó anécdotas de su infancia y lo bien que se sentía escoltándola por las calles de La Habana.
Ella dejó caer algunas defensas y Wilson tildó otros eslabones de su plan, que funcionaba rápido y bien. Con destreza la interrogó sobre sus obligaciones y horarios, para descartar la presencia del marido. De esa forma, mientras insistía en su curiosidad por las mitocondrias, consiguió ser invitado a beber un vaso de jugo en el living exento de amenazas conyugales. A los pocos minutos, con el jugo agotado y las mitocondrias girando por el aire, Wilson derrumbó a Mariana sobre un sofá y comenzó a cumplir la última etapa de su plan. Ella se defendió sin gritar y al cabo de gozosos forcejeos culminaron —mal— su primer coito. Pero esa misma tarde hubo otro y otro más. Wilson fue despedido con un beso.
Nunca se había sentido más liviano ni feliz. Corrió hacia el malecón y trotó junto al mar hasta que cerró la noche.
Despertó cuando el sol le perforaba los párpados. El cuerpo de Mariana apareció sobre el cielo raso, en el cepillo de dientes, en el tazón de café. Se apretó los dedos como si fueran los suyos con los de ella. Y, a partir de ese momento, tomó la decisión de verla todos los días. En la clase la contempló con intensidad de tigre. Y luego la acompañó. Y habló más suelto. Y no podía frenar sus ganas de abrazarla y llenarla de nuevos besos. En el living no le dio tiempo para dejar la cartera ni buscar un jugo: se abalanzó con más hambre que antes, que nunca. Rodaron en el piso y cada vez el amor les salía más pleno.
Wilson pensaba en Mariana sin cesar. Estaba dispuesto a correr por ella todos los riesgos. Le propuso huir de la ciudad. Ella le recordó que era una mujer casada y con obligaciones profesionales.
Entonces Wilson le pidió y luego exigió que le hablase del marido. La resistencia fue tenaz pero no eterna. La conclusión que ambos obtuvieron fue que ella lo quería, pero no mucho. Wilson le pidió y luego exigió que se divorciara del hombre al que no quería mucho. Ella lo consideró imposible.
Wilson le pidió y luego exigió que no se acostara con el esposo: le resultaba intolerable que otras manos acariciasen su piel. Mariana le pasó los dedos por la cabeza febril y le dijo que tomara las cosas con calma, que lo estaban pasando bien, que no llamase a la mala suerte.
Wilson le pidió y luego exigió que abandonara la casa y se fueran a vivir juntos a una pensión. Mariana le tomó la cara con ambas manos, lo miró a los ojos y le recordó que era un adolescente irresponsable.
Wilson le pidió y luego exigió que se definiera: o él o el cornudo del marido. Mariana murmuró: “Esto me pasa por tonta” y le pidió que se fuera.
Wilson, en la calle, lloró en silencio. Se mordió los labios y tragó las lágrimas. No era posible que ella hubiese optado por el otro. Fue a su cuarto y abrió el cuaderno en la hoja dedicada al plan. No había previsto qué hacer en una situación así. Corrió por las playas, aumentó el número de duchas. Y rezó. Lo dominaba una idea: insistir. Era de maricones resignarse. Hembras como Mariana reverencian a quienes las doman. La vigilaría, seguiría y abordaría a luz y sombra. Hasta que se rindiera.
Una noche fue a tocarle el timbre y lo atendió el marido, que no parecía tan idiota como él lo había imaginado.
—Dígale que deseaba hacerle unas preguntas sobre las mitocondrias. Soy su alumno Wilson.
El hombre lo miró con desprecio y cerró la puerta sin contestar.
Mariana ya no simuló indiferencia en la clase, sino que de vez en cuando enviaba destellos de odio a su ex amante. En la calle él se le puso al lado, como siempre. Y Mariana le gritó:
—Niño, ¡déjate de molestar!
Wilson la siguió hasta la casa y recibió un portazo en la nariz. Al día siguiente ella le apretó los brazos y lo miró a los ojos.
—Wilson... Wilson... querido Wilson... Déjame antes de que sea irreparable. Mi marido compró un arma. ¡Te va a matar!
Wilson no se asustó. Era una prueba de que su rival estaba perdido: sólo le quedaba el uso de la fuerza. El final prometía ser grandioso.
Pero fue distinto. El alto portal del colegio apareció lleno de gente alarmada. Se habían suspendido las clases por duelo. Mariana fue asesinada de un tiro en la frente. El esposo se entregó a la policía con el arma en la mano.
Wilson corrió por el malecón hasta desvanecerse. Luego se inscribió en el Colegio Militar.
La imagen de Dorothy resucitó el recuerdo de Mariana. Aunque distintas, tenían en común el hecho de producir una atracción irresistible. Con Mariana fue abrasado por la hoguera del erotismo. Con Dorothy ocurría algo parecido también, pero no idéntico. Esta mujer de cabellera cobriza y profundos ojos verdes le despertaba un anhelo extraño, indefinible. Siempre se había burlado de los amores a primera vista, que —decían sus amigos— eran simples calenturas. Pero con Mariana antes y con Dorothy ahora sentía algo más intenso que una calentura. Lo suyo ardía como amor verdadero, como un fuego que no apagarían ni las aguas del océano. Dorothy le parecía decididamente fabulosa. Y más fabulosa por lo que ocultaba. ¿Qué ocurriría cuando lo descubriera? Presumía que algo le era escamoteado, y que debía de ser estupendo.