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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (17 page)

BOOK: Los iluminados
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Cuando, a principios de 1959, triunfó la revolución, Wilson no tuvo siquiera la oportunidad de defender a su jefe. El gobierno se desmoronó con más rapidez de lo que imaginaban incluso los barbudos guerrilleros que descendían de Sierra Maestra en un clima festivo. El líder insurgente era un abogado contradictorio y charlatán con quien compartía el apellido, pero ningún lazo de sangre. Los Castro abundaban en Iberoamérica desde los tiempos de Cristóbal Colón.

Los llamados de Wilson a ofrecer resistencia no encontraron eco en las perplejas Fuerzas Armadas. El antiguo régimen se deshilachaba como un tapiz podrido. Batista huyó hacia Europa y se exilió en la isla tropical de Madeira. Ni siquiera dejó instrucciones sobre cómo organizar la resistencia o preparar su regreso. La población se dividía rápidamente entre quienes adherían al nuevo gobierno y quienes vislumbraban un porvenir macabro. Finalmente Wilson fue convencido de abandonar la isla, aunque fuese de modo transitorio: Fidel Castro no tendría clemencia con los servidores del tirano prófugo. Se avecinaban las purgas.

Arrojó su uniforme en el cesto de mimbre adonde iba a parar la ropa sucia y embarcó enojado hacia Miami, donde sería un refugiado más. Allí no lo alegraron ni la libertad (que era tacaña) ni las medidas de salvamento (que eran caóticas). Desde el amanecer hasta la noche manifestaba rencor hacia los estúpidos anfitriones norteamericanos que ahora se mostraban solícitos pero que habían aplaudido, permitido y —según versiones fidedignas— ayudado al derrocamiento de Batista. Wilson pudo conseguir trabajo en un restaurante y luego en una tienda, pero de ambos lo despidieron por indisciplinado y provocador. Él era un militar, y los patrones de ocasión no tenían jerarquía para tratarlo como a un mequetrefe. En medio año inició y acabó por lo menos seis actividades distintas, siempre con destreza, siempre con rabia. En dos ocasiones fue arrestado. Mucha gente sabía quién era y quién había sido, lo cual ayudó a que no le faltase techo ni comida. Pero mucha gente empezó a esquivarlo.

Una mañana, mientras ingería su frugal desayuno compuesto por café y plátano frito en el mostrador de un bar pringoso, se le acercó un hombre que chapuceaba el castellano. Lo invitó a tomar un mejor desayuno en otro bar; él pagaba. Wilson lo estudió con desconfianza: aunque estaba escaso de fondos, no quería meterse en negocios ilegales.

—No te propondré cosas malas —replicó el hombre, de anchos hombros—. Será digno de un cadete militar.

Wilson inclinó la cabeza para mirarlo de reojo. ¿Cómo se había enterado de su profesión?

—Saberlo es parte de mi trabajo. —Señaló la puerta con gesto decidido.

Caminaron doscientos metros e ingresaron en un salón donde Wilson no se hubiera atrevido a asomarse siquiera, ya que era demasiado lujoso para las pocas monedas que tintineaban en su bolsillo. Se acomodaron en mullidas butacas. Reinaba fragancia a limpio; en las mesas cubiertas por manteles coqueteaban flores naturales en recipientes de porcelana, y en el techo permanecían encendidas las arañas a pesar de que entraba luz exterior. Un camarero les llevó sucesivas bandejas con tostadas, croissants, jugos, dulces, manteca, queso y una reluciente cafetera. Preguntó si deseaban huevos fritos, revueltos o duros.

—Me llamo Theodor Graves —dijo el anfitrión.

—Mucho gusto —respondió Wilson con la boca llena.

Mejor que comiese antes de que aquel desconocido le encargara un asesinato por diez dólares. O quizá se trataba de un operativo menos grave: robar a una vieja acaudalada o darle una lección al amante de alguna esposa adúltera. Diez dólares no era mucho. Pero debería estar bien alimentado para llevar a cabo la tarea.

Graves introdujo una mano en el bolsillo del traje a rayas y extrajo una credencial impresionante.

—Soy de la CIA —aclaró, como si la chapita no encandilase lo suficiente.

Wilson se pasó la lengua por los labios. “¡Carajo!”, exclamó para sus adentros.

—Sabes de qué se trata, supongo.

En vez de contestar, Wilson se limpió la boca con la servilleta y luego repasó cada uno de sus dedos, levemente pegoteados de mermelada.

Graves guardó la credencial.

—Es una poderosa organización que inventó el presidente Truman para combatir a los enemigos de nuestro país —informó sintéticamente—. ¿Estás enterado de quién es nuestro enemigo?

Wilson encogió los hombros y siguió masticando. “No le diré una palabra, por las dudas”, pensó.

—Los comunistas, querido amigo. Los comunistas acaban de adueñarse de tu patria y amenazan la nuestra y al mundo entero. Necesitamos que los cubanos, nuestros queridos vecinos cubanos, se liberen del maldito régimen usurpador. No podemos aceptar que la amenaza se haya instalado a noventa millas de nuestras costas.

“Ahora nos llaman ‘queridos vecinos’, pero nada hicieron para impedir el derrocamiento de Batista. Son unos malditos traidores, basura interesada”. Con un trozo de pan Wilson limpió los restos de huevo que quedaban sobre el plato. Hacía tiempo que no embuchaba tantas y tan sabrosas calorías. “Este grandote, de todas formas, es un aliado. Aunque pronuncia un español de comemierda.” Se respaldó en la butaca y se dispuso a negociar.

—¿Cómo liberaremos Cuba? —Bebió el resto de jugo.

—¿Cómo? Muy fácil. —Graves apoyó los codos sobre la mesa.

—¿Fácil?

—Mediante una invasión.

—¿A eso le llamas fácil?

—Proveeremos lanchas, armas, aviones y propaganda.

A Wilson se le agitaron los intestinos.

—¿Recién ahora se acuerdan de hacerlo? ¿Cuando perdimos todo?

—No sabíamos quién era el maldito Fidel Castro.

—Pero sabían quién era el presidente Batista. Y sabían que era un leal amigo de los Estados Unidos.

—Fallamos, lo reconozco. Carecimos de buena información. Ignoramos que en Sierra Maestra tenían a Marx bajo el brazo.

—La cosa me entusiasma. —Wilson se paró, se arremangó la camisa y volvió a sentarse; adelantó un índice. —Pero no me vengas a decir que es fácil. ¡Qué coño va a ser fácil!

—Reclutamos gente como tú. Los entrenaremos y les daremos todo lo que necesiten. La idea es brillante, porque será presentada al mundo como una iniciativa del Frente Revolucionario Democrático, formado únicamente por cubanos en el exilio y presidido por José Miró Cardona. Nosotros, los norteamericanos, pareceremos ajenos, casi indiferentes. De esa forma, apenas desembarquen, el pueblo oprimido se alzará violentamente para recibir en triunfo a sus libertadores.

—El pueblo no ofreció resistencia ante el avance de Fidel.

—No sabía quién era, ni cuáles sus verdaderas intenciones. No lo sabíamos nosotros. Pero ahora dejó caer su antifaz: es un títere de los rusos. Una invasión armada contra él desencadenará un efecto irrefrenable dentro de la isla. Los comunistas tendrán que huir.

Wilson aspiró hondo y ordenó al camarero que le llevara más café.

—¿Te gusta el plan? —preguntó Graves.

Wilson se frotó el mentón. Miró fijo al agente de la CIA y luego hacia la ventana cubierta por un visillo transparente. En la calle era posible reconocer a los cubanos que acababan de ingresar en el país, por sus ceños plagados de incertidumbre.

—Me gustará cuando triunfe.

—Necesito tu respuesta.

—No tienes derecho a apurarme. Ustedes no se apuraron cuando fue posible abortar el movimiento dentro mismo de Sierra Maestra.

—Wilson, te estoy reclutando. ¿Aceptas o no participar en la liberación de Cuba?

Cruzó lo brazos sobre el pecho. “Estos yanquis son unos comemierda de verdad.”

—Necesito más información.

Theodor Graves resopló, fastidiado.

—Escucha: el plan comenzó a elaborarse apenas asumió el barbudo, si eso te tranquiliza. El presidente Eisenhower le dio prioridad. La CIA creó un equipo especial para este fin, el más grande en actividades clandestinas. Apostamos a obtener una victoria fulminante. El plan ya tiene asignados varios millones.

—¿Cuántos?

—Varios. Más de cuatro. No te preocupes; alcanzarán. Y si se necesitan adicionales, abundan sitios de donde obtenerlos.

—¿Cuántos hombres participarán en la invasión?

—Tampoco te debe preocupar. Serán suficientes, más que suficientes: alrededor de mil quinientos. Pero esta gente sólo debe servir de disparador, ¿entiendes? En las semanas previas desencadenaremos una intensa propaganda anticastrista por radio, desde Miami y desde una estación en el mar. Operarán en la isla nuestros infiltrados, se distribuirán libros y panfletos. Bombardearemos aldeas y cultivos con aviones camuflados. Provocaremos un feroz levantamiento interno contra Fidel.

Wilson bebió otra taza de café y se dijo que esos yanquis eran unos estúpidos: gastaban fortunas para corregir errores, nunca para prevenirlos.

—Sí, acepto.

Theodor Graves le estrechó la mano.

A la semana siguiente Wilson desapareció de Miami. Pero antes se ocupó de saldar todas sus deudas: pagó la pensión y recorrió bares, tiendas y almacenes donde le habían fiado. De su bolsillo salían los billetes como palomas de una galera. No faltó quien sospechara que había asaltado un Banco y por eso tenía que huir.

Aterrizó secretamente en Nicaragua, donde fue integrado a una porción de las fuerzas especiales que se organizaban bajo el directo control de oficiales estadounidenses. Otro batallón crecía en Guatemala. Debían capacitarse en acciones guerrilleras contra guerrilleros experimentados que habían tomado el poder en Cuba. Aprendían del enemigo para conocer no sólo sus tácticas, sino para sorprenderlo y anular sus iniciativas. Wilson volvió a saborear el olor de la pólvora, las acciones compartidas, las maniobras con visos de realidad. La práctica era intensa, responsable, y generaba más excitación de la que jamás había conocido en sus años de Colegio Militar. Los preparaban para acciones generales y también especializadas en comunicaciones, sabotajes, impactos psicológicos y procesamiento de información. Aunque se calculaba que el triunfo se lograría en menos de una semana, era conveniente disponer de recursos para un enfrentamiento más prolongado. Allí se jugaba una advertencia categórica al enemigo comunista: ¡Saquen para siempre sus pezuñas de América!

En las barracas se habían instalado fotografías del presidente Batista junto a las de Somoza y el general Eisenhower; era una trinidad optimista. El proyecto había cautivado de inmediato a Eisenhower, quien jamás podría tolerar que los comunistas le infligiesen una derrota en las narices. Aspiraba a retirarse de la Casa Blanca con un desquite perfectamente aceitado.

Las prevenciones de quienes rodeaban al gran héroe de la Segunda Guerra Mundial demostraron no ser infundadas: el demócrata John Kennedy ganó las elecciones y pretendía generar una distensión con el bloque oriental. Era probable que dilatara y quizás anulara la invasión a Cuba. En Nicaragua y Guatemala cundió el escepticismo, pero pronto se hizo saber que el desembarco en la isla era inminente e irreversible. Ni siquiera el encuentro de Kennedy con Jruschev, en el que se dieron varias veces la mano y prometieron trabajar por la convivencia pacífica, fue ya interpretado como un freno al operativo. Había sido muy astuta la iniciativa de hacerlo aparecer como inventado, organizado y protagonizado sólo por cubanos. El gobierno de los Estados Unidos no podía hacerse responsable por las luchas fratricidas de un vecino.

Llegó el instante tan ansiado. Aviones que llevaban pintada la estrella de la Fuerza Aérea Cubana, pero que venían secretamente de su base en Miami, volaron bajito para dejar caer bombas de destrucción e incendio. La radio Swan llamaba furiosa al levantamiento popular contra el tirano. El diario
Avance,
de los exiliados, saludaba la liberación en marcha.

El presidente Somoza despidió personalmente a los valientes que partían hacia la victoria. Los buques llevaban fusiles, granadas, cañones, ametralladoras, tanques, camiones para transporte de tropas y acoplados con agua y combustible. Cruzaron durante la noche las procelosas aguas del Caribe rumbo al sur de Cuba, hacia una amplia franja llena de mosquitos y cocodrilos que el vulgo había bautizado Bahía de los Cochinos. El desembarco debía realizarse en Playa Girón. Algunos celebraban que Eisenhower hubiese gestado para ellos otra edición del histórico desembarco en Normandía. Pero esta vez no sería tan sangriento ni complicado: los esperaba un pueblo oprimido y ansioso de libertad.

Mil trescientos hombres transportados en siete naves desembarcaron en Cuba el 17 de abril de 1961, listos para barrer con los fantoches de la revolución marxista. Los estadounidenses habían cumplido su promesa de brindarles apoyo aéreo mediante oleadas de aviones que sembraron el pánico entre los aliados del régimen y prendieron la esperanza de los hombres libres. La radio Swan era secundada por casi todos los programas que se irradiaban desde Miami y ciudades vecinas, azuzando el maravilloso levantamiento del pueblo.

Pero, contra lo que se esperaba, en la Playa Girón fueron recibidos por una metralla intensa. Debieron abandonar los barcos bajo un fuego inclemente. El panorama comenzó a parecerse demasiado a Normandía. Wilson recordó que el ingenuo de Graves le había dicho que esas cosas eran fáciles. El gobierno comunista no daba muestras de querer rendirse y respondía al ataque con una inesperada organización. Los servicios de inteligencia estadounidenses habían fallado otra vez, como habían fallado cuando Batista aún ejercía el poder. No tuvieron en cuenta que Fidel Castro había empezado a formar comités para la Defensa de la Revolución; esos Comités no se limitaban a declamar su lealtad: movilizaron a decenas de miles y pusieron en estado de máxima alerta a toda la isla. Los aviones camuflados y la propaganda anticastrista generaron un efecto opuesto al que se buscaba. Mientras centenares de campesinos apagaban los incendios, miles de hombres y mujeres corrían hacia los puestos de reclutamiento. La invasión no produjo una reacción incontenible contra el régimen, sino la adhesión masiva a Fidel, visto como víctima de la prepotencia imperialista. Nadie aceptaba la versión de que era un asunto exclusivo de cubanos.

Wilson corrió enloquecido por su amada tierra con la ametralladora en ristre. Lo embriagaba el aroma de los cañaverales densos y le pareció que estaba en los campos de su padre. Algunos compañeros habían caído bajo la lluvia de balas. No se rendiría: esta vez debía luchar por lo que no había luchado cuando se hundió Batista. Pero antes de las veinticuatro horas, desbordado de frustración, cayó en una emboscada. Fue desarmado, escupido e internado en un campo de prisioneros. Se resistió hasta que le encañonaron la sien. Puteó y aflojó. Le costaba aceptar semejante derrota. El mundo no era mundo; no existía la lógica. ¿Qué habían hecho de su pueblo? En tan poco tiempo los comunistas habían lavado el cerebro de millones.

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