Los iluminados (21 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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Durante la Segunda Guerra Mundial se calculaba que un 80 por ciento de los soldados se resistían a disparar. Esta cifra era insuficiente para los fines ofensivos. En esa época Stalin había asegurado que quien no estaba decidido a incursionar hasta los extremos ya pisaba la derrota. Entonces comenzaron entrenamientos más eficaces y sofisticados. Mediante juegos, películas y videos se enseñó a deshumanizar al enemigo. Ahí residía la clave: suponer que no se trataba de seres como uno, sino de objetivos que debían barrerse con júbilo.

Apenas veinte años después, cuando se desencadenó la guerra de Vietnam, el número de soldados que mostraban algún tipo de resistencia descendió al 20 por ciento. Se había conseguido una profunda insensibilización. ¡Más progreso! El objetivo de trivializar la vida se estaba cumpliendo. Este avance homicida fue acompañado por otro, de signo contrario: las demandas de las organizaciones que defienden los derechos humanos y claman por la paz. Para unos, el enemigo es menos respetable que las cucarachas. Para otros, son hermanos cuyos derechos no se pueden profanar.

Las consecuencias de esta situación, empero, no quedan circunscriptas al ámbito castrense. Las películas y los videogames conquistan multitudes. La violencia no se sublima, sino que retrocede a etapas primitivas, de una crueldad que ni tienen los lobos. El progreso de la destrucción, por lo menos en apariencia, gana por varias cabezas al de la solidaridad.

Se lamentaba de no haber participado aún en batallas decisivas. Hasta entonces había luchado en acciones menores en las cuales las bajas se contaban por decenas; él quería que fuese por millares. A los comunistas amarillos había que exterminarlos de una santa vez.

En una ocasión las ametralladoras vietnamitas superaban a las del batallón de Wilson. Disparaban desde los árboles, los pozos, la izquierda y la derecha. Wilson sobrevivió gracias al abrigo que le proporcionaron cuatro cadáveres caídos sobre su espalda. Manaban sangre caliente cuyos hilos le corrían por la oreja, el cuello, y descendían hacia sus costillas. Permaneció inmóvil durante horas. El peso de los muertos le había adormecido las piernas y un brazo. Pensó que quizá también estaba muerto. Pero contradecía esa sospecha la percepción del ritmo vital que seguía imperando en la jungla. Desde las profundidades emergían millones de insectos cuyas mandíbulas voraces pronto se hincarían en su piel y devorarían sus músculos. Horas después despertó en el hospital y luego le dieron franco por unos días: tenía el cuerpo despellejado, con hematomas; sus dedos estaban agarrotados de tanto apretar al arma; en sus bronquios seguían adheridos el fósforo, la pólvora, el napalm, la sangre seca, el vómito y la mierda humana.

El descanso incluye juerga: alcohol, naipes, mujeres. Escuchó historias tan truculentas como las suyas propias. Un colega narró cómo violó a una joven vietnamita delante de la familia paralizada; el único que protestó fue su hijito de tres años. Entonces lo baleó y pudo gozar plenamente de la madre.

Después lo integraron a las tropas encargadas de formar y supervisar las Aldeas Estratégicas Defendibles. Wilson quedó impresionado por la iniciativa, que era lúcida y fecunda. Pretendía frenar el apoyo que el pueblo ignorante brindaba al Vietcong. Había que ofrecer seguridad y desarrollo a esa multitud hambrienta, cosa que no podían hacer los comunistas. Era el anzuelo que, poco a poco, llevaría a que millones de habitantes diesen la espalda a sus antiguos jefes. Presentaban la acción como estrictamente cívica, aunque había sido concebida, organizada y llevada a cabo por militares estadounidenses. Wilson se entusiasmó, porque era maravilloso combinar terror y consuelo, represión brutal y obras comunitarias. Las balas no perdonarían la menor sospecha de traición, pero sobraría dinero para extender la electricidad, abrir caminos, purificar el agua, abonar los sembrados, realizar amplias cosechas, levantar hospitales y construir escuelas. El Vietcong se las vería en figurillas para reconquistar la simpatía de esa gente. Por lo tanto, había que puntear el país con cien, doscientas, mil, diez mil de esas aldeas, y los comunistas tendrían que huir al norte, hacia las profundidades de China.

En una hoja celeste anotó que había perfeccionado su capacidad para reconocer la cercanía del enemigo. Cuando estaba de operaciones no necesitaba dormir. Una noche su compañía debió descansar junto a un pantano. Las tiendas tenían piso de plástico, su bolsa de dormir era impermeable, pero su cuerpo estaba ensopado por la humedad ambiente. Su olfato no dejaba de permanecer alerta: los comunistas tenían un olor inconfundible. Mientras esperaba, arañas y culebras venenosas aliadas de los enemigos merodeaban a su alrededor. De vez en cuando se oía el grito de alguien picado en un tobillo. A Wilson no se le acercaban las serpientes, sino los mosquitos.

El estallido brutal se produjo en medio de la noche. A los comunistas les encantaba sorprender. Silbaron las balas y explotaron bombas en torno del campamento. De súbito se instalaron las luces del infierno. La ondulación de las llamas se opacó por efecto del humo. Wilson corrió hacia el sitio de donde provenía el ataque. Los mosquitos habían tratado de impedir que olfatease a los comunistas, pero los olfateó igual; siempre olía a esos monstruos antes de que se descolgaran. Corrió hacia los disparos como si se hubiera vuelto completamente loco. Sabía que la única forma de sobrevivir era correr, pero no hacia la fuente de las balas. Había dejado de pensar. En esos momentos no había que pensar. Saltó cadáveres y tiendas ardientes y se arrojó al centro de los malditos como si se zambullera en un río lleno de caimanes. Arrojó una granada a la derecha y enseguida otra a la izquierda. El efecto resultó desconcertante y portentoso. La lucha cesó por arte de magia. Impresionante.

A los pocos minutos el aire se llenó con el sonido atronador de los helicópteros estadounidenses. Desde sus vientres los reflectores iluminaban con la luz de día. Bajaron en un claro de la jungla, sobre el borde del pantano. Las llamas, que ardían por doquier, permitían identificar cuerpos. Empezó la macabra recolección de heridos y de cadáveres. Los primeros irían al hospital de Saigón; los segundos, a la patria. Ésta era la tarea que más le disgustaba; era como oler la propia bosta luego de un banquete. No había derecho.

Por supuesto que nada debía hacerse con el cuerpo de un enemigo comunista: si estaba muerto, que se lo comiesen las alimañas; si herido, también. Los cadáveres norteamericanos, en cambio, eran puestos en bolsas de plástico y etiquetados para su largo viaje y para recibir el digno sepelio de héroes en la lejana tierra que los vio nacer. Pero no siempre los cadáveres estaban enteros, no siempre se podía escribir el nombre, porque en la bolsa se incluían la mano o el pie de otro que había sido reventado a cien metros de distancia. Por lo general tampoco alcanzaban las bolsas y había que levantar los muertos de alguna forma, arrojarlos sobre el piso del helicóptero y, cuando el piso se llenaba, poner otra fila encima y otra más, como reses, hasta que el piloto, tapándose la nariz, dijera basta.

Un compañero le enseñó a calmar la ira durante esa tarea contando cadáveres enemigos, porque entonces el mundo se tornaba un simple juego. Cuando se cerraba la puerta de un helicóptero podían tomarse un respiro, que nunca llegaba a ser agradable: giraba la hélice y, con ella, la peor de las pestilencias. La primera vez fue tomado desprevenido, no sabía que además del ruido y la luz deslumbrante y el viento feroz, se levantaba un tifón de basura: ramas quebradas, hojas podridas, polvo y barro, dentro de los cuales volaban la sangre y las entrañas. Un pedazo de intestino le azotó la boca. Supo que era una víscera de un comunista porque le dejó un gusto a mierda que no se pudo sacar en días ni con gárgaras de kerosén.

Tras la partida de los helicópteros la compañía reagrupaba sus disminuidas fuerzas y se disponía a tomar posesión del terreno abandonado por el enemigo. Esa noche ocurrió algo distinto. Peor.

Wilson anotó en su diario que la reciente batalla había sido un anzuelo, porque, en cuanto su compañía se dispuso a ocupar el terreno, decenas de soldados norteamericanos cayeron en pozos profundos, apenas disimulados con cañas de bambú cubiertas con pasto seco; se ensartaron en estacas de puntas afiladas. Desde adelante y atrás explotó una lluvia de metralla que partía los cuerpos en dos o hacía volar a cien metros un brazo o una pierna. Wilson se arrastró como un insecto en busca del resquicio que debía tener ese círculo infernal. Por encima de su cuerpo pasó un compañero convertido en antorcha y otro compañero cayó sobre su espalda profiriendo aullidos. Wilson lo apartó con violencia y vio que del abdomen abierto le brotaban las tripas como una inmensa flor tropical.

Wilson fue herido en ambas piernas y enviado al hospital de Saigón. Allí lo operaron. Su recuperación sufrió complicaciones: se le formaron abscesos que amenazaban expandirse. Estaba al borde de la septicemia. Lo inundaron de antibióticos y al cabo de tres semanas bajó definitivamente la fiebre. Luego comenzó un duro trabajo de rehabilitación. Dos meses más tarde lo mandaban de regreso en un avión militar. Los jefes decidían y los buenos soldados debían obedecer. Si se tragaban las preguntas, mejor.

Pero no iba a la Academia de Aviación de Colorado. Una evaluación psiquiátrica y castrense ordenaba alojarlo por un tiempo en la Escuela de las Américas, en Panamá. Allí se reuniría con su esposa. Era septiembre de 1968: acababa de cumplir veintiocho años, con la sensación de haber vivido cien.

DIARIO DE DOROTHY

Las cartas de Wilson me llegan con regularidad pero repiten mentiras. Sus elogios a la guerra y el exitoso resultado de sus incursiones, así como sus comentarios sobre la calidad de sus superiores y las excentricidades de Oriente procuran calmar mi angustia, lo sé. Pretenden que sea menos dolorosa la espera. También los diarios escamotean o retuercen la información. No obstante, algunos horrores comienzan a filtrarse. El enemigo no es débil ni estúpido. Las oleadas de bombas no consiguen quebrarlo. Y nuestra gente sufre bajas interminables. Las estadísticas empiezan a convertirse en papas calientes.

Cada vez que me entero de los solemnes funerales que se hace a los “héroes repatriados”, o cada vez que los noticiarios describen el regreso de soldados sin brazos o sin piernas, siento ahogos que reproducen en mis bronquios la enfermedad del abuelo Eric.

A las esposas de quienes luchan en el frente se nos invita a mantener alta la moral de nuestros cónyuges. ¡Qué ironía! Participamos en encuentros de familias, acciones de caridad y gestos patrióticos que se difunden por radio y televisión. Debemos contar hechos agradables y divertidos en nuestras respuestas, así como felicitarlos por el grandioso esfuerzo que realizan en beneficio del mundo libre. En otras palabras, mentir también.

————————

Hace tres semanas que no recibo cartas de Wilson, y mis reclamos acaban de obtener una respuesta. Pero no de él. Su comando me informa que debieron internarlo en un hospital de Saigón; que tiene el cuerpo entero y yo debo seguir tranquila y confiada. Imagino —porque se niegan a expedirse— que se trata de una enfermedad tropical, de esas que se incuban en las regiones tórridas. No sé por qué supongo que eso es mejor que las balas, si también pueden acabar en la muerte.

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Otra carta del comando. Por fin dice que Wilson está mejor y que se decidió su regreso de Vietnam. ¡Gracias a Dios!

Pero no sé si sentir alivio o espanto. Creo que me ocultan algo horrible porque no es un regreso, exactamente. No lo traen a los Estados
Unidos, sino a Panamá. Incomprensible. Para colmo, no permiten que vaya a
su
encuentro enseguida. ¿Por qué? Insisten en que no ha perdido miembros, como ocurre con muchos repatriados, pero, ¿y si tiene alterada la audición, o la vista, o el sentido común?

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Pienso en mi marido noche y día. Ya debe de estar en Panamá. Me han prometido que pronto lo abrazaré. Sí, pronto lo abrazaré. Pero, mientras tanto, ¡cuánta angustia!

Recuerdo que cuando lo vi por primera vez en una calle de Denver, allá por 1965, más me gustó
su
colega, el tejano James Strand, amigo de Mathilda. Pero Wilson puso sus ojos sobre mí y decidió conquistarme al mejor estilo latino. Me acosó con halagos e invitaciones. Logró que saliésemos con más frecuencia de la que toleraba el ritmo de mis estudios y, para eludir mis excusas, arrastraba con nosotros a James y Mathilda. Pronto, sin embargo, James y Mathilda quedaron al margen. Contra mis vacilaciones, resultó ser más entretenido de lo sospechado. Las horas pasaban rápidas y debíamos poner fin a nuestras salidas en forma abrupta cuando tomábamos conciencia de lo tarde que se había hecho.

Wilson tenía una firme personalidad. Cuando algo se le ponía entre ceja y ceja no había muro que lo detuviese. Una vez dijo al pasar, como asunto obvio, que se sentía omnipotente. Pero yo me asusté. Omnipotente era mi hermano. Entonces tuve una suerte de fugaz alucinación, como si a mi lado estuviera Bill disfrazado de Wilson.

Mathilda me envidiaba. Decía que Wilson era el hombre más embriagador que jamás había conocido, que no fuera tonta y me dejara conquistar. Quizás en Evelyn hubiera causado la misma buena impresión que en Mathilda, porque seguía locamente enamorada de Bill pese a permitirse superficiales escarceos con otros jóvenes. Si yo había detectado analogías de carácter entre
Wilson
y Bill, mejor los hubiese visto y apreciado
Evelyn
.
Ahora me pregunto: ¿es tan extraño que nosotras, amigas y compinches desde la más tierna infancia, termináramos unidas a dos hombres de similar temperamento?

Sin embargo, hay un mundo de diferencia entre la forma en que Evelyn se adhirió a Bill y la manera en que yo acepté a Wilson. Ella empezó a amarlo desde chica; yo lo conocí de grande. Ella convertía en virtudes sus defectos; yo los percibía claramente. Ella se impuso hacer todo lo necesario para ganar su corazón; en mi caso, la tarea estuvo a cargo de Wilson. Cuando al fin se materializaron nuestras uniones, el amor de Evelyn tenía más de una década, y el mío, menos de un año. Ella no tenía dudas sobre su amado, y yo sí. Evelyn es la pareja de Bill, no su esposa; yo soy la esposa de Wilson y a veces temo que no soy su verdadera pareja. Ella se siente una “pastora”, y yo nada quiero saber de los militares.

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