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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (35 page)

BOOK: Los iluminados
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DIARIO DE DOROTHY

Me gusta este Damián. Tiene un porte magnífico. Y un tierno mechón de pelo que le cae sobre la frente. Hubiera preferido un beso suyo al de Claudio. Pero terminará siendo el noviecito de Mónica. No sé por cuánto tiempo, claro. No le duran; es demasiado rebelde. O “personal”, como dice la estúpida de mi amiga Amalia. Pero qué “personal”... ¡caprichosa! Ojalá no le dure ese chico y yo pueda llevarlo a la cama. Apenas lo vi me di cuenta de que es uno de los pocos que me podría devolver el orgasmo.

Pero, ¡qué escribo! ¡Estos pensamientos son una mierda! Los voy a tachar.

Reconozco que estoy a la deriva. Cada vez peor, y no sé cómo remediarlo. Mi vida es un hueco infinito.

Ayer navegamos y hoy reanudé mi dorada rutina. ¿Qué puedo añadir de interesante sobre mi rutina? ¿A quién le puede interesar? Creo que ni a mí, cuando relea estas hojas.

Hoy es lunes al final de la tarde. Como siempre, me levanté a las diez, aplastada por somníferos, para que el día fuese más corto. Me di el baño de inmersión que Marta tenía listo con sales y espuma aromática. Ella me ayudó a secarme y me masajeó el cuello y la espalda. ¿Con quién desayuné? Con el perro, por supuesto; se sienta a mis pies y me lame las medias. Después pasé a la sección chismes por teléfono. Hoy despellejamos de nuevo a la estúpida de Amalia. Dos horas para arrancarle la piel a lonjazos. Dos horas.

Marta me preguntó qué cocinar, de buena que es. Sabe que hace rato no me importa un perejil la cocina ni la casa. Le contesté con un movimiento de la mano que interpreta perfectamente. Al principio me había interesado decorar la residencia, embellecerla con objetos nuevos. Eran nuestros primeros años en este país, cuando celebrábamos el ascenso social y éramos felices con la adopción de nuestra hija. Pero después caí en la cuenta de que a Wilson mis afanes no le movían ni el pelo de una ceja. En verdad, hace rato que nada mío le importa, salvo usarme. No es el Wilson que conocí en la calle Larimer de Denver. Me lo han cambiado. La Argentina me lo ha cambiado. Ahora prefiere putas caras o vaya a saber qué tipo de mujer. Ni me quiero enterar. Pero yo no consigo prenderle el fuego del amor ni con un fuelle de herrería. Nuestro vínculo se acabó. Es decir, perdura por una sola causa: Mónica. Sí, por ella solamente.

A la tarde fui al instituto de belleza. Me relaja el lavado y el dulce frotamiento del cuero cabelludo. Fue bueno, porque me hizo tomar conciencia de que no debo pensar en Damián, porque es un chico que trajo Mónica para ella. Tengo que sacarlo de mis fantasías. Pero ahora vuelve y empecé estas anotaciones con su nombre. ¡La puta madre!

Antes de que regrese Wilson me ocuparé de esconder mejor las botellas de whisky que me reservo para los momentos duros. Las voy a necesitar. Estoy muy loca.

¿Puede un enamoramiento verdadero avanzar tan rápido? Damián se preguntaba si no padecía un flechazo de adolescente. Por fuera seguía siendo tibio y aplomado; por dentro, ardiente e inseguro. Se estaba acomodando a su condición semimaldita. Hasta comenzaba a resignarse a que el asesino de sus padres hubiera escapado para siempre. Sus conversaciones con Victorio lo apaciguaban. Pero no lograba mantenerse tranquilo ante los ramalazos del amor. No había sido así con los fugaces entusiasmos anteriores, pero ahora surgía un vínculo diferente, alguien en quien podía confiar. En sus conversaciones con Mónica, tras las hesitaciones del comienzo, se sacaba las máscaras que había usado durante años, se desnudaba sin miedo a las ironías. Se evaporaban sus enraizadas defensas, sutiles en su mayoría. Por primera vez dio brazadas que lo llevaron a las aguas profundas, y no tuvo que regresar enseguida a la costa, asustado. Ella lo acompañaba con expresiva solidaridad, de una forma sorprendentemente adulta. Y, en reciprocidad, le confiaba el turbio clima de su familia. Compartían dolores incomparables, pero íntimos, de esos que no se ventilan con facilidad. El intercambio de cuchicheos entrelazaba sus almas como empezaron a entrelazarse sus manos mientras caminaban.

Mónica penetraba en el cerebro de Damián igual que el oxígeno en sus pulmones. Su rostro le había cambiado el humor. Cada mañana tenía el doble de luz, y cada noche, el doble de paz. Hasta se cruzaba con los uniformados de la calle sin sentir la brusca contracción de músculos que era su reflejo de años.

Su amor por esa muchacha no lo distraía de sus obligaciones, y ésa era una sensación novedosa con respecto a las mujeres a las que había amado antes. Mónica era diferente, y sus sentimientos por ella también. Se reconocía ágil, alerta y provisto de buenos reflejos. Preparaba sus clases con rapidez y las dictaba con soltura. Era más veloz en la corrección de exámenes y memorizaba fácilmente cuanto tenía que leer. Pensaba mucho en ella, era cierto, pero su mente, en lugar de perder, había ganado disponibilidad. Desde que la conoció desaparecieron las pesadillas de los allanamientos. Paradojas del amor, se decía con burla. Y hasta se preguntaba si ya era capaz de levitar.

Cuando caminaba por las calles sus ojos se detenían en los puestos de flores y él barruntaba cuál sería más apropiada ese día. Hasta empezaron a encantarle los perros que se paseaban por las veredas. Se había convertido en un sensiblero ridículo. Cuando se sentaba en un bar a reconfortarse con un café y repasar sus notas, miraba el entorno con agrado. Los ruidos a veces articulaban armonías. Se sentía lleno de afectos positivos y quería regalarlos, como un dique cuyas aguas desbordan la muralla.

Pero en la familia de Mónica había mar de fondo. Que lástima.

Damián percibía que, pese a todo lo que ya le había contado, aún quedaban zonas de misterio a las que tal vez ni la misma Mónica podía acceder. Zonas raras. El padre había nacido en Cuba, y la madre, en los Estados Unidos. El padre quedó solo en el mundo al romper con su familia, que decidió permanecer en la isla; luchó en Vietnam, luego se dedicó a los negocios inmobiliarios y, por último, vino a la Argentina, donde, gracias a su inteligencia empresarial, prosperó económicamente. La madre cursó biología en Denver y sólo la ejerció durante dos años, mientras su marido sufría en Vietnam; tenía un hermano pastor que dirigía una comunidad en Texas, pero a quien ella nunca visitaba. Algo debía de haber sucedido para que esos dos hermanos se mantuvieran tan distantes. Mónica, por ejemplo, jamás lo había visto, como tampoco a su mujer, la tía Evelyn. ¿El alcoholismo de Dorothy provenía de ese desaguisado? Resultaba inexplicable. ¿Por qué se reunían Wilson y Bill, pero nunca Bill y Dorothy? ¿Habría algo inconfesable con respecto a Evelyn? Era un enredo en el que Damián no se atrevía a indagar para no herir a Mónica. “En todas partes se cuecen habas.” Cada familia tiene en sus arcones algún elemento impresentable.

El alcoholismo de Dorothy se había consolidado desde hacía unos siete u ocho años. Se sometió a tratamientos en los que su marido y su hija debieron brindar apoyo. Un apoyo difícil y, a la postre, improductivo. Mónica confesaba con ojos húmedos que las sesiones fueron un suplicio, llenas de mentiras y de vergüenza. Su padre se resistía a ser puntual y a expresarse con naturalidad, porque desconfiaba del terapeuta: consideraba impropias algunas preguntas e impracticables muchas consignas. Los éxitos duraban semanas; los fracasos, una eternidad. La madre suspendía el whisky hasta que un factor desconocido la empujaba a romper la abstinencia. Se había convertido en una mujer irritable e impredecible. Se aislaba en prolongados silencios o se lanzaba a una ruidosa actividad social. A Wilson lo enojaba esto último y trataba de calmarla mediante costosos regalos.

—Mamá es mi antimodelo —dijo Mónica, llevándose una mano al pecho—. Duele confesarlo, pero es así.

El padre era un empresario exitoso, manilargo con su familia y sus amigos, pero acostumbrado a imponer su voluntad. “Un cubano machista.” No podía con el alcoholismo de su mujer y esto lo enfurecía. “Como cubano machista me adora igual que a la Virgen.” “Dice que soy todo para él.” Su cariño era tan desproporcionado que no delegaba, por ejemplo, el placer de organizarle las fiestas. Se ocupaba de las contrataciones, pensaba en las sorpresas, decidía los obsequios, controlaba las listas de invitados y hasta elegía el menú. Así lo había hecho desde que Mónica cumplió un año de edad hasta ese momento, incluidos los festejos especiales de comunión, quince años, dieciocho años, la celebración de su ingreso en el colegio secundario y luego en la universidad. ¿Excentricidad? ¿Necesidad de ejercer más control? Tal vez eso también contribuyó a su rebeldía, que su padre trataba de limitar en forma disimulada.

No obstante, cuando cursó la escuela primaria y el colegio secundario, quien se encargaba de hablar con los docentes y participar en las reuniones de padres era Dorothy. Por supuesto que después pasaba el informe a su marido. Ocurría que Wilson estaba siempre atareado y, además, no le gustaba ser reconocido fuera de su círculo de actividades: temía que lo abrumaran con pedidos de donaciones que, por lo general, no tenía carácter para desoír. Sus asesores económicos le ordenaban ponerse barreras. Pero, en contraste con su generosidad con respecto al dinero, era rígido hasta el absurdo con las amistades de su hija. Esto le resultaba asfixiante a Mónica. Ningún amigo o amiga del colegio podía entrar en su casa si previamente no era aprobado por él o, en su ausencia, por su secretario, Tomás Oviedo. Era un trámite ridículo porque nunca, excepto en un caso solo, puso inconvenientes.

—Pero hasta el día de hoy —se quejó ella— rige la absurda ley. Con justificativos tirados de los pelos.

—¿Qué pasó con aquel único caso?

—Era un compañerito de la escuela. Parece que en su familia había algunos malvivientes, o criminales.

—¿Criminales?

—Creo que sí. Olvidé qué me explicaron entonces, pero me asustó eso de “criminales”. No insistí. Y en la escuela traté de evitar su proximidad. Curiosamente, al poco tiempo el chico fue transferido a otra escuela.

Tampoco era fluida la comunicación en materia política, ya que para su padre cada gobierno era el mejor que en ese momento podía tener el país. No le gustaba que hicieran críticas interesadas, morbosas o de corta visión. No aceptaba hurgar en el pasado porque consideraba innoble hacer leña del tronco caído. “Cada momento tuvo lo suyo”, decía. Apenas se insinuaba un debate, lo cerraba con una sonrisa o una mirada de fuego. Mónica terminó resignándose a no hacer comentarios políticos en su presencia, lo cual impedía que le contara muchas anécdotas vinculadas con sus estudios y la vida universitaria. A él lo conformaba saber que rendía bien los exámenes y que, con el tiempo, estaría en condiciones de ayudarlo en sus empresas. Soñaba con verla bien casada y se ocuparía personalmente de organizarle la mejor boda del siglo.

Damián repitió el gesto de levantarse el flequillo que le caía sobre la frente y la miró apenado. Mónica estaba rabiosa. La sublevaban estos criterios con gusto a prisión. Ya había cambiado la universidad privada por la pública, ya conseguía burlar los esmeros de la custodia, ya ocultaba información a su padre y a su servil secretario. Ya era un factor impredecible. Ahora presentaría a Damián, dijo.

—¿No es prematuro?

—Mi amor —contestó, recia—, deseamos vernos y compartir muchas horas. No quiero que papá se entere por delaciones.

—No le caeré bien.

—Tal vez no, tal vez sí.

Él meneó la cabeza, escéptico.

—Debe de tener en mente a otros candidatos, más afines con los negocios que con la investigación periodística.

—¿Le tenés miedo?

—Tal vez. Pero, en fin... —Le tomó la mano. —¡Que explote el mundo! No me voy a privar de tu compañía.

—Yo tampoco. Nunca.

—¿Cuándo harás las presentaciones?

—Ya lo tengo todo pensado.

—Ah, ¡qué mujer ejecutiva!

—Va a pasar como si fuera un encuentro accidental.

—Te pregunté cuándo.

—En mi próxima fiesta. Me pongo colorada... Papá quiere celebrar la aprobación de mis diez primeras materias. ¿No es ridículo? Pero responde al plan que le propuso el secretario. Quiere vincularme públicamente con un tipo que le encanta para novio mío.

—¡Epa!

—Hace un tiempo salí con él. Es alguien que nunca me convenció. ¡Pero la familia que tiene! ¿Entendés? Papá está enamorado de su familia y lo ve como si fuera el príncipe de Dólarlandia.

—Así que tengo un rival, entonces. Deberé tirarle un guante y desafiarlo a duelo.

Ella le apretó más la mano.

—Sería muy romántico, ¿sabés?

Tomás Oviedo se acomodó los anteojos de montura fina y repasó la lista de invitados. Desde que trabajaba para Wilson Castro las relaciones públicas eran filtradas por su ojo de tigre. Las personas propuestas por Mónica eran las mismas de siempre, con la excepción de once nombres nuevos. Ella le explicó que se trataba de compañeros de la facultad. En cuanto a las familias, bueno, en la facu se mezclaba mucho la gente y ya no era posible ser tan exclusivo como antes. Había que reducir los controles.

—Sabés que tu padre es muy abierto, pero no acepta que cualquiera entre en su casa —objetó Oviedo.

—Mis amistades se han ampliado. Me invitan, y les debo atenciones. Vivimos en una sociedad pluralista. ¿Sabés qué significa eso?

—Pluralista y peligrosa. —Se acomodó los anteojos. —Está bien... Pero una cosa es afuera, y otra, el hogar. Estás invitando a la residencia, no a un salón público.

—Les prohibiré que vayan a mi dormitorio y se metan en mi cama. ¿Está bien? ¿Alcanza? ¡Vamos, Tomás, no seamos absurdos!

—Tu padre es un hombre importante. Debe cuidarse.

—¡Otra vez los sermones! —Resopló.

—Vos también debés cuidarte.

—Me cuido.

—No parece.

—Entonces, para eso estás vos y tu magnífica vigilancia.

—Siempre te molestó.

—Digamos que me hartó. Pero, francamente, recién en los últimos años. Cuando aprendí a pensar.

—¿Tenés conciencia de los peligros que acechan a tu padre y a tu familia? ¿No leés los diarios? Asaltan al más pintado.

—No me gustan las exageraciones. Y te voy a decir lo más importante: me dan vómitos los controles que tanto te gustan a vos.

Tomás tragó saliva y extendió el papel de la lista de invitados.

—Estuve estudiando los nombres nuevos.

—Me irrita que hagas eso. Le dejé la lista a papá como parte del ritual que vengo practicando desde que tengo memoria, pero no quiero ningún tipo de censura.

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