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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (37 page)

BOOK: Los iluminados
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—¡Cómo me duele la cabeza! ¿Interrumpo? —Se curvó insinuante y sacudió hacia un lado la cabellera.

—Mamá, no te hagas la graciosa.

—Esta maldita jaqueca... ¡No me critiques! Sabes que tu amigo me gusta.

—Gracias, señora —murmuró Damián.

—Mi nombre es Dorothy. —Entornó sus ojos de pradera. —Ahora veremos si también le gustas al difícil de mi marido. Lástima que ya no logro convencerlo como antes, de lo contrario le hablaría a tu favor, puedes estar seguro. —En sus labios volvió a imprimirse el rictus de tristeza.

Mónica se movió, incómoda. Se le cayó la copa de champán, que se partió sobre las baldosas. De inmediato aparecieron dos mozos que se encargaron de recoger los vidrios.

—Me gustaría hacerte algunas preguntas —dijo Dorothy mientras se acomodaba con sensualidad. Cruzó las hermosas piernas y se reclinó sobre el apoyabrazos del sillón dejando que el cabello se le esparciera sobre el hombro.

—Mamá, no lo invité para que lo sometieras a un interrogatorio.

—Querida, ¡con semejante carácter vas a terminar por espantarlo! —Tendió su copa vacía hacia el mozo que los contemplaba desde la sombra. —¿Me lo llena con Chivas? Sí,
on the rocks
por supuesto.

—Ya tomaste suficiente —le advirtió Mónica.

—¿Te das cuenta? —le habló a Damián—. Recién empezamos a charlar, y ya me ataca con órdenes. No quiero provocarte una decepción —se hizo pantalla en la boca con una mano—, pero ella salió al padre. ¡Es más testaruda que un asno!

Mónica crispó los puños e intentó cambiar de tema.

—¿Ya volvió papá?

—No lo vi. Debe de estar cerrando algún negocio. Como siempre. Pero hablemos de cosas gratas. ¿Qué tal el periodismo? Me enteré que te gusta la investigación. ¿En qué andas ahora?

Damián sonrió e inclinó la cabeza.

—No le interesa qué investigué para mi tesis ni para mis publicaciones anteriores, sino lo que hago ahora, las últimas noticias, ¿verdad?

—Tal cual.

—Como si usted misma fuese periodista.

—Así es. Los periodistas son encantadores.

—Bueno, diría que sigo varias líneas.

—¡No seas misterioso! A ver, cuéntame una de esas líneas. —Levantó el índice. —Una sola.

—Se vincula con un tema de actualidad.

—Por supuesto. ¿Qué tema?

—El narcotráfico.

—No es muy novedoso. A menos que... —Se miró las uñas. —Bueno, ¿y por qué elegiste un asunto tan difícil?

—Ya le dije que exploro varias líneas.

—¿Siempre hay que sacarte las respuestas con un tirabuzón?

La sonrisa forzada de Damián se convirtió en una breve carcajada.

—Estudio las franjas sociales que son enganchadas al mercado, las técnicas que inventan para burlar controles, la relación entre los diversos niveles del operativo, las motivaciones, las alianzas y los ascensos de los que ejercen algún poder.

—¿Me tomas por tonta? ¡Es el índice de un libro!

—Le conté casi todas las líneas que me interesan.

Se acarició de nuevo la frente con el vaso helado.

—No confías en mí. Supongo que me tienes miedo. O tienes miedo de que se lo cuente a un narcotraficante. Es eso, ¿no?

Mónica resopló con fastidio.

—Soy sociólogo, periodista e investigador universitario. Deberían tenerme miedo a mí —contestó Damián, riendo.

—¿Por qué? ¿Tienes inmunidad diplomática? A nadie le gusta que le metan el dedo en la herida.

—Es mi trabajo. Tampoco está exento de dificultades el de un médico o un abogado o un albañil.

—Muy idealista... Ahora te falta decir que estás comprometido con la verdad y que la ciencia no se doblega ante los intereses materiales.

—¿Adónde querés llegar, mamá?

—¿Qué te pasa? No estoy agrediéndolo. ¿Sientes que te agredo, Damián?

Damián cerró entre las suyas la mano nerviosa de Mónica.

—No me molesta. En serio.

—¿Viste? Además, creo, que este dato le caerá bien a Wilson. ¿Saben por qué? Porque Wilson es un hombre que dedica muchas horas, quizá demasiadas, a combatir el flagelo. Es un cazador de narcos —Dorothy bebió con rabia.

Damián se dirigió a Mónica.

—No me lo habías contado.

Ella encogió los hombros.

—Damián —agregó Dorothy mientras se cruzaba su boca con un índice—, no menciones a nadie lo que acabo de decirte.

Lo invitó a su escritorio con fragancia a cigarro y jazmín. Wilson Castro lucía una tupida cabellera entrecana y, pese a los giros porteños de su lenguaje, no perdía el cálido acento cubano. Se arrancó la corbata de fulgurantes colores, se abrió el cuello de la camisa y ofreció a Damián su caja de puros.

—Es mi única relación con el suelo natal —comentó con nostalgia.

Le alcanzó un cortador de Tiffany y luego arrimó la llama de su encendedor.

—Gracias. —Damián lanzó una cinta de humo y se acomodó en el sillón.

—Seguramente usted se ha informado sobre mis actividades. —Wilson entró de lleno en el tema.

—¿Qué le hace pensar así?

—Mi larga experiencia. —Sus ojos perforaron el humo. —Además, sé que le interesa la investigación. Incluso más que la enseñanza.

—Como diría un psicólogo de café, usted “proyecta”. El que se interesa por las actividades del otro no soy yo, precisamente. ¿Qué más averiguó sobre mí, señor Castro?

Wilson estiró los labios y dejó ver su dentadura blanca y perfecta.

—Touché!
Mi hija no se ha equivocado al describirlo como a un hombre de buenos reflejos.

—¿Eso dijo?

—Y mucho más. Pero como soy un viejo diablo, lo atribuyo a su deslumbramiento. No debe de ser la única alumna a la que usted ha enamorado en clase.

Damián golpeó con el índice el dorso del cigarro para desprenderle la primera ceniza. Levantó la ceja derecha.

—Advierto que ha surgido una gran dificultad —replicó Damián.

—¿A qué se refiere? ¿A mi sentido del humor? No quise ofenderlo —se defendió Wilson.

—La dificultad de hacerle comprender que nuestro amor es genuino.

—Mónica usó las mismas palabras. ¿Se pusieron de acuerdo?

—Ya que usted parece tan frontal, ¿podría formularle una pregunta que vaya al corazón del problema?

—Cómo no.

—¿Qué le desagrada de mí? Por lo visto, me conoce, pero recién me ve.

Wilson contrajo la frente.

—¿La verdad? Aún no lo detecto con precisión. Mi rechazo es... ¿cómo diría?... ambiguo.

—Estoy seguro de que lo sabe, pero no se atreve a decirlo.

—¡Chico! ¡Qué audaz!

—¿Me equivoco?

Los dedos de su mano izquierda se frotaron entre sí como si intentasen liberarse de algo.

—No se equivoca del todo. Pero, ¿sabe?, me está gustando su actitud: es digna y varonil.

—¿Entonces?

—Cambiemos figuritas. Precisemos la información que tenemos de cada uno y ampliémosla. Quizás usted se decepcione de mí, quizá yo me enamore de usted.

—Me basta con el enamoramiento de Mónica.

—Le contaré brevemente mi vida. ¿Le interesa? Luego usted me devolverá la atención.

—No será fácil.

—Estamos acercándonos. Tampoco mi papel es de terciopelo. ¿Quieres más champán o pasamos a otra bebida?

—Champán.

—Bien. Tal vez ya lo sepa por Mónica: nací cerca de La Habana, en una hacienda parcelada entre cultivos de hortalizas e interminables cañaverales. No olvido ni sus olores.

Miró su reloj y apagó la computadora. Se ajustó la corbata con pintas amarillas sobre fondo azul, se puso el saco sport y salió. En la planta baja el guardia cambiaba el nombre de una firma en el tablero, tarea que realizaba cada dos o tres meses para despistar vaya a saber a quién. En el corredor se cruzó con Nora y Federico, que llegaban de almorzar. Caminó por la bulliciosa calle rumbo a la playa de estacionamiento. Recogió la llave que guardaban junto a la caja registradora, se sentó al volante y partió a encontrarse con Damián.

Volvieron a reunirse en el café El Foro.

—Aquí nos vimos por primera vez —recordó Victorio—. A esta hora debemos de estar rodeados de picapleitos.

—Y algunos jueces y fiscales también.

—¡La justicia! —suspiró el ex enfermero—. ¡Tan cerca y tan distante!

—Así es.

—¿Cómo va la investigación?

—Avanza. Pero tengo dos temas que me gustaría pensarlos con vos —anunció Damián.

—Deberás pagarme honorarios.

—Ya te pagan bastante en tu oficina.

Zapiola lo apuntó con el índice:

—Hay secretos que no se ventilan ni ebrio ni dormido, ¿eh? Lo decretó Mariano Moreno para los argentinos de todas las generaciones.

—Yo no ventilé nada. Ahora voy al punto uno: las meta-anfetaminas.

—¿Que tienen?

—Les dicen “la cocaína del pobre”. ¿Cuál es su futuro? —preguntó Damián.

—Brillante. Para la humanidad, horrible. Se pueden fabricar en cualquier sitio con efedrina, ácido clorhídrico y fósforo. Reemplazarán a la coca.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—Ya ha empezado. Serán más baratas, abundantes y no harán falta cultivos; los carteles, por lo tanto, tienen razones para preocuparse. Es un desafío inesperado.

—Esto liquidará una franja del narcotráfico, pero desarrollará otras.

—Sí, pero que serán más difíciles de controlar, por su multiplicación. Habrá más guerra entre los diversos grupos. Se multiplicarán las pandillas. Es un panorama grave que debería ser mejor atendido desde ahora, antes de que empeore.

—¿Cómo?

—Acá pasa lo de siempre, no nos engañemos. El problema de fondo es social y educativo. La represión siempre falla porque no presta atención a las causas.

—Pero la coca sigue.

—Sigue. Tu investigación no debería excluirla; supongo que no la excluye.

—No, está en el centro. ¿Paso al punto dos?

—Adelante.

Damián miró hacia la calle, donde las veredas se llenaban de abogados y oficinistas que salían de sus grutas alfombradas para tomarse la pausa del almuerzo.

—En los Estados Unidos no sólo tienen un gran problema con la venta y el consumo de drogas, sino con otra cuestión bastante ingobernable: las milicias y los fundamentalismos religiosos —explicó Damián.

—De acuerdo.

—Mónica y yo descansamos del narcotráfico leyendo materiales sobre estas organizaciones. Mi pregunta es la siguiente: ¿puede haber alguna conexión entre ellos?

—¿Entre las milicias y el narcotráfico? ¿Qué te hizo pensar en tamaño disparate?

—Fue una ocurrencia casual. Aunque no creo en las casualidades.

—Ya me dijiste lo de Borges: el azar y el destino son quizá sinónimos.

—Exacto. ¿No sería una conexión apocalíptica? —insistió Damián.

—Apocalíptica, pero suena improbable.

—¿Por qué? En Colombia y Perú los guerrilleros marxistas se han aliado con los narcos. ¿Podía imaginarse algo más incompatible? Los guerrilleros se proclaman puros, hermanos del Che, idealistas, desprendidos. ¿Cómo pueden ser socios de delincuentes a quienes sólo les interesa el dinero?

—Ocurre que para los marxistas simples, cuanto peor, mejor.

—¿No quieren también eso los fundamentalismos y las milicias? Cuanto peor se torne la vida en los Estados Unidos, más rápido caerán las instituciones federales y vendrá el final de los tiempos.

—Pero la derecha religiosa y las milicias racistas señalan precisamente la expansión de las drogas como prueba de que el gobierno está manipulado por el Mal. Sus miembros no se drogan.

—Ya fueron drogados por sus doctrinas —Damián levantó una ceja.

—Es diferente. —Victorio quedó pensativo. —No, no lo creo posible.

—Sin embargo, ¿no se denunció que unos tipos de la CIA distribuyeron drogas entre los negros de California para enfermarlos y excluirlos?

—Algo oí; no recuerdo con exactitud. Pero fue la CIA, efectivamente.

—Que son unos buenos canallas, ¿no? A lo mejor alguno era miembro de una milicia.

—Difícil, Damián. Difícil. De todos modos, corresponde estar alerta; en este campo cualquier cosa es posible.

El mozo depositó sendos lomos al plato con rodajas de tomate cubiertas de orégano. Victorio abrió el sachet de mostaza y la desparramó con cuidado sobre la carne humeante. Damián lo imitó.

Desde el duodécimo piso de la torre se veían los reciclados edificios de Puerto Madero con sus diques bordeados de restaurantes y los paseos embellecidos por largos canteros de flores. Nélida ingresó en el despacho de su jefe con tres carpetas negras, sin aguardar que concluyera su conversación telefónica. El viernes anterior Wilson la había sorprendido con un brazalete de oro por haber cumplido trece años de servicios en calidad de impecable secretaria privada que captaba al instante cuándo la urgencia ordenaba atropellar. Wilson la miró preocupado mientras su mano libre se posaba sobre la carpeta abierta. Sin dejar el teléfono se calzó los lentes, echó un vistazo y se apresuró a dar por terminada la conversación de larga distancia.

—¿¡Pero qué carajo ocurre!? —quiso saber.

—No hemos respondido adecuadamente a las especificaciones de la licitación.

—¡No puedo creer semejante torpeza! ¿Qué dicen Sullivan y Bordeau?

—Ya fueron al ministerio desde temprano.

—¡Pero son los responsables!

—Están más perplejos que usted, Wilson. Salieron a la disparada apenas se enteraron. Sullivan piensa que alguien interfirió.

—¿Falsificaron nuestros papeles?

—Van a tratar de averiguar. Pero hay más problemas.

—¿¡Más!?

Nélida tragó saliva.

—El diputado Federico Solanas ha iniciado una investigación sobre la carta de crédito que le extendió el Banco de la Ciudad.

—¡Me la dieron hace cuatro años!

—Precisamente. Encontró irregularidades en su aplicación y lo agregó al expediente sobre el préstamo que le otorgaron al año siguiente en el Banco Nación.

—¡Mierda! Necesito a Tomás, enseguida.

—Ya le pedí que viniera.

—Eres un ángel, chica. ¿Qué otras piedras me has preparado para la jornada? ¡Lánzalas a mi cabeza de una vez!

—Deben de ser mis trece años de servicio, ¿no? —Hizo girar el brazalete con coquetería. —Sugiero que beba su café torrado; lo necesita. Y esta vez se lo preparé yo, con pizcas de canela y chocolate.

—Gracias. —Tomó varios sorbitos con el ceño fijo mientras su mente daba vueltas como un satélite espacial. —Nélida, quiero que me arrojes la piedra que falta.

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