Damián miró a Antonio Gómez con expresión interrogante.
Gómez examinó los papeles y guardó uno de los sobres en el interior de su portafolio. El otro lo deslizó en el bolsillo de su camisa.
—Muy bien; no hay que confundirlos —aprobó Lucho.
Después los condujo al salón, donde entregó la llave de una combi Ford de color beige. Se despidieron y Gómez se sentó al volante. Damián seguía haciendo preguntas con los ojos.
—Dejé mi auto en caución, tal como indica nuestro plan. Para la nueva etapa necesitamos esta combi —explicó Gómez mientras hacía girar la llave del encendido—. ¿Alguna otra pregunta, señor periodista?
—Un montón. Pero me las prohibiste.
—Por el bien de todos. Este trabajo tiene sus riesgos. ¿Para qué te debía contar ayer lo que acabo de hacer hoy? Si caías en manos de un gendarme, tal vez te sonsacaba este cambio de vehículos y el lugar donde lo acabo de realizar. Lo mismo vale si ahora te cuento lo que viene. Confiá en mí, armate de paciencia y tené valor. ¿Tenés valor? —Torció los labios en una sonrisa cáustica.
—Supongo que un poco.
—Muy bien. Entonces vamos al puesto aduanero de Aguaray. Espero que te luzcas en tu primera acción de inteligencia.
—Algo tendrás que indicarme, alguna consigna. No sea que después me vengas con reproches.
—Allá vamos a pedir hablar con el jefe del destacamento. Vos le contás de tu investigación, para que te miren con ojos favorables. Preguntás lo que se te ocurra sobre las artimañas de los contrabandistas. Eso nos va a dar un doble beneficio: vos aumentás los datos de tu investigación, y a él se le fija mejor tu cara de profe o de periodista. Para impresionarlo más todavía, le vas a decir que ya te recibieron el comandante Fornari y el juez Mutabe.
—¿Cómo lo sabés? —Se sintió incómodo, casi preso de una vigilancia invisible.
Gómez soltó una carcajada.
—Yo sé muchas cosas. Antes de que lleguemos al final de este operativo, prometo informarte de cosas que ni siquiera sospecha tu imaginación más retorcida.
—Gracias por ser tan explícito.
En el puesto aduanero de Aguaray revisaban documentos y mercaderías, a unos veinte kilómetros de la frontera. El lugar servía para detectar a los contrabandistas que habían burlado los controles previos. Para atender las filas de autos, omnibuses, camiones y la cantidad de turistas y trabajadores temporarios que se amontonaban sobre la ruta, se habían instalado puestos de bebidas y comida bajo toldos de lona verde.
Gómez y Damián estacionaron la combi en la banquina, lo más cerca posible del puesto militar, y fueron a pie en busca del jefe. Tras vencer la desconfianza de un par de gendarmes accedieron al primer alférez Isidoro López, quien los escuchó encantado. Hacía diez meses que trabajaba en el lugar y había tenido que resolver arduas escaramuzas con las “mulas” que intentaban el “monteo” por las tierras vecinas. Unas semanas antes, varios contrabandistas que llevaban un cargamento importante, armados con cuchillos y pistolas, le habían herido a dos hombres.
Damián aprovechó para llenar los huecos que le habían dejado las revelaciones del comandante y del juez. El trabajo de la gendarmería era peligroso y aburrido la mayor parte del tiempo; era un trabajo sobre el que ni los periodistas manifestaban curiosidad. López les ofreció mate y, luego de charlar unos veinte minutos, los acompañó a dar una vuelta. Les mostró el campo lleno de tártago salvaje, una vigorosa planta de hojas grandes, parecidas a las de las parras, pero de un fruto incomible y aceitoso, cubierto de pelusa. Por entre los tartagales verdosos, con cierto resplandor dorado, se colaban durante el día y la noche hombres y mujeres con droga atada al cuerpo. De vez en cuando los gendarmes realizaban exploraciones y descubrían sus huellas, pero rara vez conseguían apresarlos: eran hábiles para marchar por espacios difíciles y se hacían invisibles apenas olfateaban un uniforme. Después López los acompañó hasta la camioneta, les estrechó la mano y les deseó buen viaje.
En la población fronteriza de Salvador Maza hicieron lo mismo. Se dirigieron al puesto de control y Gómez pidió entrevistarse con el jefe. Los recibió el segundo comandante Lino Méndez. Damián repitió los objetivos manifiestos de su viaje: estudio e investigación de las técnicas usadas por los narcotraficantes para llevar adelante sus negocios. Además de los documentos que había podido rastrear en los archivos del gobierno y de la policía, deseaba estudiar el fenómeno
in situ.
Tal como le había pedido Gómez, volvió a relatar sus entrevistas con el comandante Fornari y el juez Matube, lo cual suprimió cualquier sospecha. Gómez añadió que cruzarían a la vecina localidad boliviana de Yacuiba para realizar un par de entrevistas esa misma noche y cargar varias colecciones de diarios, semanarios y revistas jurídicas que habían comprado desde Buenos Aires por intermedio de un profesor boliviano. Dijo que Damián Lynch quería trasladar personalmente ese material a Buenos Aires, donde lo analizaría un equipo de la facultad.
Damián lo escuchó asombrado, pero mantuvo la boca cerrada. El comandante Méndez expresó su satisfacción de que por fin se encarase el tema con tanto profesionalismo. También les convidó mate, que acompañó con unas sabrosas galletas de grasa. Se lamentó por los escasos recursos de su fuerza: vehículos viejos, insuficientes medios de comunicación, pocos hombres que, además, eran mal pagados. Después los acompañó hasta la combi, les dijo “hasta mañana” y ordenó que los dejaran pasar. Gómez, de todas formas, ofreció al guardia apostado junto a la barrera el sobre que tenía en el bolsillo de la camisa, donde estaban los documentos del vehículo. El guardia cumplió la formalidad, anotó el número de la patente y devolvió enseguida los papeles. El conductor miró a Damián, le guiñó feliz y arrancó.
Manejó con cuidado sobre el corto puente que unía los dos territorios nacionales. A ambos lados de la frontera se amontonaban turistas, trabajadores temporarios y cargadores de mercadería barata. El puente estaba atiborrado de gente, bicicletas, autos y bultos. Los vehículos se movían con lentitud de paquidermos. La típica vestimenta boliviana era rotundamente exaltada por las mujeres: casi todas vestían las típicas faldas amplias, multicolores, que les llegaban hasta la media pierna y, en muchos casos, superponían un delantal atado a la cintura. En la cabeza llevaban un sombrerito redondo, del cual bajaba una trenza rematada por un moño blanco, rojo o azul. En su mayoría calzaban sandalias y una de cada tres cargaba un niño en la espalda para tener los brazos libres.
Apenas la combi ingresó en la parte boliviana del puente se multiplicaron los comercios desbordados de camisas, faldas, pantalones, zapatos, sombreros, bufandas, camperas, cintos, blusas, chalinas, remeras, chalecos, bermudas. La ropa se apilaba en altos montones que se sostenían por milagro. No era fácil saber qué pertenecía a cada local o si pertenecía a un vendedor instalado en forma ilegal sobre la calle. La ropa era mucho más barata que en la Argentina, y los tours de compras derramaban sus enjambres de recién llegados como moscas sobre la miel. Además se exhibían artesanías y recuerdos de diverso gusto y tamaño que abarcaban una gama variada que iba desde los tejidos incaicos hasta los instrumentos musicales.
Damián bebía con los ojos el panorama multicolor mientras Gómez maniobraba con atención para no atropellar a nadie: la pegajosa gente parecía estar con todas partes.
Dejaron atrás el hormiguero y en pocos minutos llegaron a la pequeña ciudad de Yacuiba. Pese a que las zonas argentinas próximas a la frontera habían desarrollado parecidos con el otro lado, Yacuiba era decididamente boliviana. Esa localidad existe sobre una muesca geográfica que las comisiones mixtas acordaron en mérito a su indisimulable carácter andino. Damián disfrutaba la sensación de haber ingresado en otro país.
Gómez se detuvo, confirmó la dirección en una libretita y averiguó el nombre de la calle en que estaban. El taller mecánico quedaba cerca del Mercado Campesino. Dio unas vueltas y se detuvo frente a un ruinoso portón sobre el cual se leía: “Chapa y pintura”. Damián recordó su entrevista con el comandante principal Fornari y su referencia a la actividad más lucrativa de la zona. Bajaron juntos y entraron en el local, donde ensordecía el escándalo de martillos, sierras, mazas y soldadoras eléctricas. Gómez avanzó hacia el fondo, en el que había una pequeña oficina iluminada por claraboyas. Un hombre bajo y robusto, de cabello negro cortado como un cepillo, colgó el auricular del teléfono y le tendió la mano manchada.
—¡Antonio! ¡Cuánto tardaste! ¿Tuviste algún problema?
—No, ¿por qué?
—Te esperaba antes.
—Nos demoramos en los puestos fronterizos.
—La semana pasada detuvieron uno de mis autos. Era una obra de arte, imposible de pescarle la menor huella. Seguro que lo denunció un informante. Parece que hay demasiados; se filtran como el agua sucia. —Suspiró mientras con un pañuelo se secaba la frente. —¿Y este señor?
—Es Damián, mi colaborador en el operativo. Damián, te presento a Hugo “Chapas”, el mejor chapista de Sudamérica.
—Mucho gusto. —La voz le salió arenosa, y no le soltó la mano mientras le escudriñaba los ojos. —Espero que no sea un informante. —El hombre mostró sus dientes ennegrecidos en una combinación de mueca y sonrisa. —Tarde o temprano los informantes acaban en una zanja.
Damián sostuvo la mirada del petiso y evocó las advertencias de Mónica.
—Necesito máxima rapidez —ordenó Gómez—. Acá tenés mi adelanto. —Le tendió un fajo de billetes.
—Y la máxima calidad del producto —replicó el otro mientras hundía el fajo en un bolsillo—. Sólo falta el pulido final: ni el diablo podría adivinar los sitios de la merca.
—Así me gusta. Quiero partir mañana mismo.
—¡Estos argentinos siempre andan con una ortiga en el culo! Tendré que trabajar durante toda la noche.
—¿Por qué te quejás? Traigo trabajo y pago lo que piden.
—¡Andá, argentino prepotente! ¡Andá a cantarle a Gardel! —exclamó con fuerte acento porteño.
Gómez dejó la combi para que trasladasen sus patentes al vehículo gemelo y empezaran a acondicionarla para otra misión.
—Que alguno de tus peones nos lleve al hotel Panamericano.
—Sí, patrón —reiteró el provocativo acento.
Fueron al mejor restaurante de Yacuiba.
—Te traigo acá porque no quiero que mañana te despiertes con diarrea —explicó Gómez—. Va a ser una jornada movida. No te olvides de estar listo en el vestíbulo a las siete para desayunar. A las siete y media nos entregan la nueva camioneta cargada, y salimos enseguida. ¿Querés cenar algo típico?
Ante la respuesta afirmativa de Damián, decidió pedir el sabroso picante de pollo boliviano con cerveza paceña.
Brindaron por el éxito del operativo. Gómez intentó evitar que chocaran las jarras de vidrio para no desafiar a los dioses. El éxito, para Damián, consistía en obtener material para sus investigaciones y alguna pista sobre los asesinos de su familia. Para Gómez, en cambio, el éxito significaba que en algún momento se produjera la muerte de Damián; era duro pero inapelable: las órdenes son órdenes. Para colmo, ese joven e inexperto profe de periodismo empezaba a caerle bien.
Coincidieron en que el postre fuera helado con salsa de frambuesas y café brasileño. Después repitieron la cerveza.
Salieron a la noche estrellada, tropical, y caminaron las cinco cuadras que los separaban del hotel. Gómez lanzaba sonoros bostezos. En la recepción cada uno recogió su llave, se dijeron buenas noches y partieron hacia sus respectivos cuartos. Damián se desnudó, se lavó los dientes y ordenó el equipaje para no tener que apresurarse al despertar. Vació en la bañera un frasquito de jabón espumoso y la llenó con agua caliente. La jornada había sido demasiado agitada y la inmersión le produjo un intenso placer. Se distendió y miró las formas inestables que componían los globos de burbujas. Se frotó los brazos y las costillas. Evocó la amada cara de Mónica, sus ojos inteligentes, su sonrisa turbadora, como si estuviese escondida en el tul de la espuma. A los diez minutos despertó con un estremecimiento: se estaba quedando dormido. Quitó el tapón y se enjuagó con la ducha tibia. Después, sentado en la cama, llamó a la recepción para pedir que lo despertaran a las seis y media.
—También despierte al señor Antonio Gómez, por favor —agregó.
—Acaba de salir —fue la inesperada respuesta.
—¿Salir?
—Sí... —titubeó el empleado, arrepentido.
—¿Dijo adonde iba?
—No...
—Gracias.
Corrió la cortina de su ventana y miró hacia la calle pobremente iluminada por faroles amarillos. Era medianoche y unos desarticulados peatones caminaban por la vereda. Gómez le retaceaba información con hostilidad. ¿Por qué? ¿No estaban arriesgando el pellejo del mismo lado de la trinchera? Era verdad que en la puja contra el narcotráfico existían agentes dobles, como si se tratase de una guerra tradicional. ¿Pero supondría entonces Gómez que Damián respondía a dos jefes? ¿Y si el agente doble era Gómez mismo? Tomás Oviedo y el padre de Mónica no podían haberse equivocado tanto. No obstante, en asuntos tan llenos de equívocos puede confundirse el más avispado.
Mientras lucubraba, inquieto, se vistió con la ropa que había dejado preparada para el día siguiente y descendió al vestíbulo. Dejó su llave sobre el mostrador del asombrado recepcionista, que miró la hora. Sin decir palabra, Damián salió a la calle oscura y caminó de prisa hacia el taller de Hugo “Chapas”. Pudo reconocer el sitio pese a que el local estaba cerrado. Tras la descascarada cortina metálica se oía ruido de martillos. Al lado había una alta puerta de madera; daba la impresión de estar comunicada con el local. Se arriesgó a tocar el timbre. Un borracho solitario emergió de la penumbra y se le acercó oscilante, lo miró interrogativo y balbuceó con tristeza: “¿Te echó tu mujer?”. Sin esperar respuesta prosiguió su marcha inestable hacia el fondo de la calle. Mientras, alguien abrió el pestillo.
—¿Quién es?
—Busco a Antonio Gómez.
—¿Quién lo busca?
—Su compañero.
Se cerró el pestillo. Al rato volvió a abrirse.
—¡Damián! —Era Gómez en persona. —¿Qué hacés acá? Deberías estar durmiendo.
—Vos también.
—¿Querías ver cómo trabajan? Bueno, entrá.
Un pasillo embaldosado conducía al taller donde media docena de operarios lustraban la carrocería de la combi mientras otro martillaba remaches. Había olor a hierro y fritanga.