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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (40 page)

BOOK: Los iluminados
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—Si no le molesta, me gustaría que me revelara algunas pistas.

—Supongo que ya exploró otras fuentes más caudalosas, como la secretaría de Lucha contra la Drogadicción y...

—Las exploré y estrujé. Saben y no saben, dicen y no dicen. Hay confusión, miedo, burocracia, múltiples lealtades. Una vieja historia. Es un ejército preparado para entregarse al enemigo. O, para ser más condescendiente, un simulacro de ejército. ¿Voy bien?

—Usted es muy duro.

—Si no formulamos denuncias duras, nunca mejorarán las cosas.

—Se trata de una guerra muy compleja. Distinta, para ser exactos. En las tradicionales prosperaron los espías, traidores, agentes dobles. Pero se mantenía una diferenciación, una identidad. Ahora el aire se ha densificado al punto de que no se sabe quién es quién ni a qué responde.

—¿Qué me puede contar, según su experiencia como juez?

Carlos Mutabe recorrió con la mirada la pared tapizada de libros desde el cielo raso hasta el piso e hizo memoria. No iba a suministrarle nombres propios ni comprometer a gente que ya había purgado su culpa.

En la zona veraniega vecina a la ciudad de Salta —contó—, una familia tradicional recibía amigos de Tucumán, Catamarca y Bolivia casi todos los fines de semana. Estaban vinculados con políticos de fuste y a nadie se le habría ocurrido investigarlos. Pero en sus valijas transportaban los elementos químicos que necesitaban en Bolivia para purificar la coca. Durante años proveyeron acetona, ácido sulfúrico y otras sustancias. Lo que no se pudo averiguar es si habían instalado en las vecindades algún laboratorio para hacerlo directamente en la Argentina. ¿Por qué? Hubo presiones para detener la investigación, incluso desde Buenos Aires.

—No se puede luchar contra un medio hostil —agregó, malhumorado—. Es la sensación de quienes buscamos erradicar este sucio negocio. Le cuento algo ilustrativo. A un panadero que tenía éxito por vender “panes” que no eran precisamente de harina, por fin le descubrieron cinco kilos de droga en su caja fuerte. ¿Sabe cómo reaccionó la población? Exigiendo benevolencia para el delincuente: decían que era un buen hombre, dadivoso con los niños, amable con las ancianas, manilargo en las colectas.

Una empresa que tuvo rápido crecimiento se llamaba Frutos y Productos del País S.A. Sus hombres viajaban a todas partes; llevaban portafolios de doble fondo disimulados con extraordinario arte. Había ganancia para los diversos niveles de la organización. No fue fácil descubrirlos, porque también gozaban del apoyo oficial. Se puso en práctica una paciente escucha telefónica, que algunos consideraban ilegal o, cuando menos, violadora de los derechos ciudadanos. Pero gracias a ella se reunieron las pruebas que llevaron a una investigación decidida y eficiente.

—¿Y el sector oficial?

El juez encogió los hombros.

—Siempre sale indemne.

—Dos cuestiones que todavía no logro resolver son: dónde se almacena y por cuál vía parten los grandes cargamentos.

—Tampoco tengo la respuesta acertada. Pero es obvio que existen depósitos transitorios en el norte, el noroeste, el centro, en muchos puntos de la provincia de Buenos Aires y hasta en la Patagonia. De ahí salen centenares de kilos, por avión o por barco, lógicamente. La aduana fue y es una boca grande, muy tentadora, que ingiere y vomita. ¿No se habla de una aduana paralela? Es escandaloso, pero no creo que haya cambiado mucho desde que saltó a la luz.

—El mítico Creso convertía en oro todo lo que tocaba. En cambio, todo lo que tocan las drogas se corrompe. Toca a la aduana, corrompe a la Aduana.

—Es así. Yo no estoy excluido y, francamente, me pongo nervioso cada vez que cae en mis manos un asunto vinculado con esto. Usted tampoco quedará afuera. Por eso me permito sugerirle que se dedique a investigaciones menos engorrosas.

—¿Sabe qué ocurre? A menudo se me cruza la idea de que sólo algo muy malo, feo y sucio me hará llegar al asesino de mi familia.

El juez se quedó sin habla por varios segundos.

—Es una idea irracional. No le haga caso.

—Es más fuerte que mi lógica. Pero dígame: ¿no trabajaron como “mano de obra desocupada” muchos criminales del Proceso? Deben de seguir. Está en su naturaleza.

—Pueden haberse jubilado. O arrepentido. Me parece que usted se orienta mal. El camino de las drogas puede cancelar el retorno; devora a los caminantes. Recuerdo a un investigador que se había puesto a trabajar con tanto entusiasmo como usted. Estaba a punto de atrapar un pez gordo. Se había ganado la confianza de accesos importantes. Pero también había empezado a consumir la droga, como manera de simular una adicción. La venganza no se hizo esperar, y el hombre terminó su vida con una hemorragia incontenible. La autopsia reveló que en vez de droga le habían hecho ingerir cocaína mezclada con vidrio molido.

Damián, tocado, se acarició la mandíbula mientras observaba los anaqueles llenos de enciclopedias y expedientes.

Cuando regresó al hotel encontró un mensaje telefónico de Mónica. Discó enseguida a Buenos Aires. Ella lo atendió de inmediato y las primeras palabras fueron la miel que necesitaban sus oídos. Las frases entrecortadas funcionaron como besos. Al cabo de un minuto se serenaron, felices de escucharse. Damián arrojó lejos los zapatos y se recostó con el tubo pegado a la oreja. Le sintetizó el contenido de las entrevistas. Gracias a las recomendaciones telefónicas de Tomás Oviedo y a las cartas firmadas por Wilson, lo habían recibido con enorme cordialidad. Estaba reuniendo valiosos datos. En una hora tenía que volver a llamar a un tal Antonio Gómez.

—Corazón mío, me intranquiliza este programa.

—Ya me lo dijiste varias veces.

—Tengo miedo.

—¡Mónica, por favor! Vos no tenés miedo. Me extrañás, eso es todo.

—Papá te brinda esta ayuda para separarnos. No hay otra explicación.

—Ya sé que no le gusto, pero tampoco me ha rechazado. Hay que darle tiempo para acomodar sus expectativas a la realidad. Quizá quiere probarme.

—¡No necesita probarte! A los que detectaba como potenciales novios míos no los probaba. Intenta separarnos; lo conozco bien.

—Y él te conoce a vos.

—Por eso evita el enfrentamiento. Conmigo nunca se enfrenta; es oblicuo, es hábil. Dice que soy rebelde con una sonrisa y en muchas cosas consigue limitarme. Siempre con una sonrisa, por supuesto. Me quiere y lo quiero, pero no aguanto sus imposiciones. Ahora encontró la forma de distanciarnos, Damián. Caímos en la trampa.

—Son pocos días, mi amor.

—¡Se me hace una eternidad!

—¡Mónica, mi dulce! No me hables con voz tan triste.

—No tiene sentido que él te ayude si no te quiere. Tampoco que se haya involucrado Tomás. Doy vuelta las ideas de un lado y otro, y no lo entiendo. Por eso me preocupa.

—¡Hay tantas cosas que no entendemos! Me pasé la vida sin entender qué pasó con mi familia. ¿Por qué no tomar su colaboración como algo que también les interesa a ellos? Tu padre aporta a la lucha contra los narcos, es amigo de la DEA. Mi investigación podría llegar a ser interesante.

—Lo dudo.

—¿Por qué? Este viaje me permitirá entrar en contacto directo con el movimiento de la droga. Mi ojo está entrenado para ver cosas ocultas. Debo estar agradecido, en serio, aunque la intención de tu papá sea, como decís, separarnos. Pero es una separación tan corta...

—Llamame otra vez.

—Lo haré.

—Hoy mismo, por favor. Después de hablar con ese Gómez. Para saber en qué pozo te va a meter.

—Amor...

—Quiero que vuelvas. Que suspendas el proyecto.

Damián soltó una risita complaciente.

—No me pidas eso. Sabés que me viene de perillas. En menos de una semana volveremos a abrazarnos. Te extraño con locura. Quisiera estar besándote.

—Yo también... ¡Ah, no sé por qué estoy tan angustiada! Perdoname. Me desconozco.

—No seas chiquilina, mi amor. ¿Qué me puede pasar? Soy un insignificante investigador.

—Te estás metiendo en la boca del lobo. Lo sabés perfectamente.

—No te exaltes. No creo que mi presencia haga temblar a los narcos... por ahora. —Volvió a reír en voz baja. —Te amo muchísimo. Pronto estaremos juntos otra vez.

Al terminar la conversación no colgó; se quedó mirando el mudo auricular, como esperando que la voz de Mónica le siguiera insistiendo en que renunciara a ese viaje de aventuras. Si ella ponía un poco más de obstinación, iba a lograrlo. Por supuesto que él se metía en la boca del lobo. También sentía una remota angustia, como cuando evocaba los allanamientos.

Abrió el minibar y bebió una gaseosa. Quizá Wilson Castro y Tomás tuvieran buenas intenciones, pero adolecían de ingenuidad en aquel campo. Tomás había puteado a los criminales narcos como si fueran delincuentes comunes, fáciles de atrapar y excluir del mundo. Tal vez sus deseos de anotarse méritos les quitaba objetividad ante los escollos y por eso lo apoyaban con cierta irresponsabilidad. Debía de ser cierto que Wilson prefería alejarlo de su hija, pero ese recurso —si de veras lo había pensado como recurso— era demasiado fugaz.

Esperó hasta las ocho y llamó a Gómez.

—¡Hable! —contestó una voz ruda.

—Soy Damián Lynch. Cumplo en telefonear a esta hora, como me pidió hoy a la mañana.

—Bien. Mire su reloj: dentro de una hora y quince minutos exactos lo espero en la puerta central del cabildo. Voy a llevar una margarita en la mano. Usted me rozará, pero no dirá una palabra: se limitará a seguirme. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Cortó.

El estilo brutal lo convenció de que era un guerrero. Abrió de nuevo el minibar y eligió otra gaseosa. Encendió el televisor, hizo un poco de zapping y lo apagó.

Se lavó y bajó al vestíbulo del hotel. Una nube de turistas se amontonaba junto al mostrador del recepcionista. Deslizó su llave en el buzón de la conserjería y caminó hacia el cabildo.

Los bares, restaurantes y comercios de artesanías regionales habían encendido las luces y aguardaban a los clientes que salían con el fresco del atardecer. Las cúpulas de la catedral brillaban doradas bajo la luz de reflectores estratégicos. Penetró en la antigua recova y se dirigió a la puerta central del cabildo. Sus pasos resonaron sobre las piedras. Buscó entre la gente al hombre con la margarita en la mano. De pronto alguien brotó de las tinieblas y le rozó el brazo: llevaba una margarita que hacía girar en los dedos frente a su nariz. Damián lo siguió.

Era de mediana estatura, abundante cabello negro, vestía pantalones de jean y camisa beige arremangada. Dobló en la esquina y luego en la siguiente. Penetró por una puerta alumbrada por un farol azulino y coronada por un ancho letrero de madera que decía: Bar de la Puna. En lugar de ascender, como insinuaba el nombre, bajaron trece escalones negros. Descubrió un sótano convertido en un local húmedo y mal ventilado, ideal para encuentros ilegales o para emborracharse a escondidas. Tenía algunos bancos de piedra tallados en los muros como los sitiales de un coro en la iglesia, y diez mesas oscuras cubiertas con papel de estraza. La barra enchapada en bronce, con maderas y adornos brillantes, parecía importada de un pub inglés y no hacía juego con el entorno indigente; estaba cercada por bancos altos, dos de los cuales ocupaba una pareja. En un rincón había otra pareja degustando grapa en rústicos vasos. Los tres grupos restantes estaban integrados por viejos que fumaban sus cigarrillos.

Gómez eligió el sitio más distante, casi invisible, y le hizo señas.

Cuando se sentaron, le tendió la mano.

—Antonio Gómez.

—Damián Lynch.

—Te propongo un vaso de vino. —Lo miró a los ojos hasta que Damián tuvo que bajar la mirada. —Pero antes de seguir adelante te advierto que tenés dos minutos para arrepentirte —agregó—. Una vez que se entra en esta cancha, no se sale.

—Lo vengo pensando.

—¿Sabés manejar armas?

—Recibí entrenamiento. No tengo que informarte dónde. Pero no me despierta el deseo de asesinar.

—Me parece bien. Aunque jamás se sabe. ¿Estuviste en contacto con algún barón?

—Es lo que quiero conseguir.

—Así me dijeron. Pretendés mucho. Te adelanto que, si uno llega a ellos, no sale entero. Mejor renunciá a ese objetivo y conformate con otros menores.

—¿Cuándo empezamos?

—Ya has empezado... ¿Qué significa esta reunión? ¿Un mero encuentro social?

—Vos sabés a qué me refiero.

—Este jueguito es muy peligroso. Por lo tanto, las reglas las pongo yo. Y las reglas dicen que vos no vas a saber un carajo más de lo que necesitás saber antes de cada etapa.

—Muy amable. Pero... —Su cara no disimuló que se sentía estafado.

—Nada de peros. Me habló Tomás... y ésta es la primera y última vez que lo nombro... para rogarme que te incorporara a este operativo. Me dio un buen informe de vos, aunque me parece que exageró los elogios.

—¿Ah, sí? Mi finalidad no es la aventura, ni tampoco exterminar delincuentes. Soy un investigador, una raza que seguramente vos despreciás.

—Es probable; ni siquiera me molesto en pensarlo. En cuanto a tu cosecha, tal vez recojas algún fruto. Tal vez. Mañana a las siete esperame junto al monumento a Güemes. Pasaré a recogerte con mi auto. Se terminó el tema. Ahora tomemos algo y charlemos de otra cosa.

Cuando llegaron a Tartagal, en el norte de la provincia, habían viajado seis horas, con sólo una pausa para cargar nafta y comer un sándwich. Gómez se dirigió a una concesionaria de automotores ubicada en la calle principal, junto a una heladería sombreada por un toldo a rayas. Frenó ante la vidriera que exhibía tres unidades de diversa marca, apagó el motor y descendió con muestras de cansancio. Mientras se introducía en el pantalón la camisa transpirada, fue directo hacia el escritorio donde una mujer joven ordenaba papeles. La mujer desapareció tras una puerta y en menos de un minuto emergió un hombre obeso que estrechó efusivamente la mano de Gómez. Damián observaba la escena desde el auto, pero decidió bajar también y estirar las piernas. Gómez le hizo señas para que se acercara.

El voluminoso concesionario, que se presentó como Lucho, los invitó a su oficina, refrescada por un ventilador de techo
made in
Taiwan
.
Puso sobre la mesa tres vasos y varias bebidas. Los viajeros aceptaron agradecidos el convite. Luego entregó sobres con la documentación de dos combis.

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