—¡Cálmate y habla en orden! ¡No te entiendo nada!
Evelyn tosió, bebió agua, pidió disculpas y finalmente se explicó. La presencia de Mónica no sólo la había revuelto a ella, sino también a Bill. Su marido ya no se llevaba bien con Wilson desde hacía meses y había comenzado a revisar su antigua decisión. Se lo había dicho hacía apenas una hora. ¿Estaba claro? La antigua decisión de obsequiarle nada menos que su hija.
—Sí, Evelyn, está claro. Pero me resulta difícil aceptarlo como realidad.
Bill se había desencantado de Wilson —insistió ella— del mismo modo que en Elephant City se había desencantado de Asher Pratt y de Lea, o en Carson del pastor Robert Duke. Sus alianzas humanas eran acotadas en el tiempo; en un instante le surgían la desconfianza y el rencor.
—Evelyn, no quiero tus reflexiones —la interrumpió Damián—. Quiero que me digas qué está pasando. ¿Entonces Bill rompió con Wilson?
Evelyn respondió que todavía no, porque estaba en plena marcha el operativo Camarones. Pero mencionaba a Wilson con desprecio, le escandalizaba la degradación a que había sometido a Dorothy y temía que acabara haciendo lo mismo con Mónica. Calificaba a su cuñado de “subhumano vil”, “hijo de la Bestia” y “macaco fumador”.
—¿Y cuáles serán las consecuencias? ¿Mónica se enterará?
—Ya se enteró.
—¡¿Qué?!
—Después de hablar conmigo y quedarse solo en su despacho a conversar con Eliseo, Bill fue a buscarla.
—Repítemelo. No entiendo.
—Fue a buscarla. Al hospital. La trajo aquí.
—¡Dios!
—Me ordenó preparar de nuevo el cenáculo.
—¿Qué cenáculo?
Evelyn tuvo otro acceso de tos, bebió agua y, con una molesta disfonía, se esmeró en transmitirle la importancia de ese salón solemne: la sugestiva penumbra, el círculo de candelas, la vieja Arca de la Alianza y el espíritu del Señor. El cenáculo era una reproducción simbólica del sanctasanctórum bíblico.
—¿Y todo eso qué me importa? —se impacientó Damián.
—Bill quería el cenáculo para hacer una ceremonia con Mónica.
—¿Una ceremonia? ¿En este momento?
—No me entiendes. Esto es algo decisivo. Bill la recupera como hija propia. Estoy emocionada y aterrada.
—Dios mío...
—Sólo pude ver el comienzo. Mi corazón dice que terminará mal. Por eso los dejé y vine a llamarte.
—¿Qué es lo que te asusta, mujer? Sé más clara, por favor.
—La envolvió con túnicas blancas, como si fuese una mujer de la Biblia. Y la forzó...
—¡Cómo que la forzó!
—La forzó a tocar el Arca sagrada que hasta ahora podía tocar sólo él. Luego la tomó de la mano y la ayudó a cruzar el círculo de luces como si ambos fueran profetas que atraviesan por milagro las barreras del espacio. Rezó para ella siete salmos escogidos y entonces, cuando Mónica había llegado al límite de la paciencia y del asombro, le hizo leer el versículo 7 del capítulo III del Eclesiastés: “hay tiempo de callar y hay tiempo de hablar”.
—Quieres decir que... le confesó su paternidad?
—Todo, Damián. Todo.
—¿Cómo recibió Mónica el impacto? ¿Cómo está? ¿Acepta que es cierto?
—No sé. No sé. —Estalló en sollozos. —¡Debes ayudarme! Siento lo mismo que cuando me la arrancaron. ¡Viene la tormenta!
—Calma, Evelyn —dijo sin convicción—. Ya corro para allá.
—Hay otra cosa... ¡más grave! —Hipó, al borde de quedarse muda.
—¿Más?
—No la llama Mónica, sino “hija de Jefté”... Así la llama.
—¿Qué quiere decir?
—La hija de Jefté fue sacrificada tras la victoria de su padre... Damián, ¡me muero de miedo!
La comunicación se interrumpió. Damián agitó el aparato y por último colgó el auricular con nerviosismo. Se vistió a las apuradas. Palpó su bolso para verificar si en el fondo aún estaban los libros que escoltaban el diario de Dorothy. Los hechos giraban como un trompo y quizás enseguida, mucho antes de lo esperado, él debería abrazar a Mónica y persuadirla de reconciliarse con su origen y su realidad mediante ese diario desgarrador. Cuando abrió la puerta para salir, sonó de nuevo el teléfono. Otra llamada de Evelyn. ¿Qué sucedía ahora?
—¿Damián?
Era un hombre.
—¿Quién habla?
—Yo. ¿No me reconoces?
—¡Carajo! ¡Victorio! Te estuve llamando a Buenos Aires; no me quisieron decir dónde encontrarte.
—Me avisaron. Estoy acá.
—¿Acá dónde?
—En Galveston.
Damián se dejó caer sobre la cama.
—¡Hola! ¿Me escuchas? —reclamó Victorio.
—Sí... —Se pasó la manga por la frente. —Te escucho.
—Pronto vas a enterarte. Sabemos que algo se filtró al periodismo. Te hablo para pedirte que no te muevas del hotel. Ni vos ni Mónica. ¡No vayan al rancho!
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—En unas horas los federales van a dar un golpe maestro. Tratarán de evitar muertes, pero nunca se sabe.
—Mónica está en el rancho.
—¿¡Có... cómo!?
—La llevó el tío. Es decir, el padre.
—¿Wilson?
—No te puedo explicar ahora.
—¡La puta que lo parió! ¡Esto sí que se pone serio!
—Victorio, si atacan el rancho, Mónica va a estar en peligro.
—Escuchame. Por lo menos vos no te muevas del hotel. Le voy a pedir a mi jefe que protejan a Mónica.
—Yo acá no me quedo. ¿Por dónde van a entrar? Voy para allá.
—Ya hay agentes adentro.
—Me estás jodiendo...
—Y tengo perfectamente ubicado a la mierda de Abaddón. ¡Por eso te pido que no interfieras!
—¿Encontraste a Abaddón?
—Sólo pude verlo a la distancia. Está más viejo, pero con la misma jeta de decencia hipócrita y esos ojitos de víbora.
—¿Victorio? ¡Hola! ¡Hola! ¡Victorio! ¿¡Qué mierda pasa!?
Damián lanzó el aparato contra la pared y soltó más puteadas que en varios años sumados. Como no tenía paciencia para aguardar el ascensor, corrió escaleras abajo hasta la planta baja. Damián pasó por delante de la mesa del conserje como un vendaval. La puerta giratoria fue empujada con tanto ímpetu que siguió dando vueltas como si la accionara un motor. Damián se abalanzó sobre un taxi estacionado ante la puerta del hotel. El conductor interrumpió un largo bostezo como si fuese objeto de un asalto a mano armada; se enderezó tras el volante y lo miró asustado. El violento pasajero apoyó los antebrazos en el respaldo del asiento delantero y le rogó, con la respiración agitada, que volase hacia el rancho de los Héroes. El hombre aspiró hondo y casi le dijo que no quería hacer semejante viaje, pero el estado de furia que le llegaba a la nuca lo indujo a decidirse por el mal menor. Mientras arrancaba miró por el espejo y movió la cabeza sin animarse a expresar lo que pensaba. El reducido centro de Little Spring quedó atrás, pero dos kilómetros antes de llegar a destino se toparon con un auto policial.
Damián tuvo que apelar a la escasa serenidad que le restaba para convencer al oficial de que él era un periodista extranjero al que no se le podía bloquear el acceso a la información. No estaban en Asia ni en África. Mostró su credencial y derramó argumentos legales. El taxista rezaba para que le ordenasen retroceder sobre sus pasos, pero al fin Damián consiguió que lo dejaran arrimarse al cerco. En el aire se palpaba la quietud que precede a la tempestad.
En la residencia de Houston, Tomás Oviedo esperaba impaciente el arribo de Wilson, anunciado a último momento. Ya era hora de partir hacia el muelle de Galveston, donde debía cerrar hábilmente los trámites aduaneros; pero antes tenía que mostrarle a su socio la conversación registrada por sus escuchas. El tapiz arduamente tejido con Bill se descosía a zarpazos. En su vida Tomás había sufrido momentos en los que intereses y emociones se cruzaban con violencia, pero siempre había podido controlar las emociones. Suponía que lo mismo ocurriría con Wilson. La noticia que le esperaba exigiría una alta dosis de autodominio.
La conversación telefónica de Evelyn con Damián desde el rancho había sido grabada por los hombres de Tomás en dos aparatos. La habían transcrito y él conservaba las cintas originales. Estaba seguro de que Wilson las reclamaría, por más que llevasen años de mutua confianza.
Otra vez miró la hora y se asomó a la ventana en cuya base se extendían macetones floridos. Vio que se abría el portón de rejas: por fin entraba el auto que llevaba a su socio. Pidió que sirvieran café, agua y ron en el despacho. Los necesitarían. Luego se dirigió al salón de recepción para darle la bienvenida.
—¿Qué tal, Tomás? —saludó Wilson con los párpados semicerrados, llenos de sospechas; arrojó su portafolios sobre una silla.
Tomás le estrechó la mano y lo invitó a conversar a solas. Los acompañantes se esfumaron. Wilson estaba listo para cualquier sorpresa, como si hubiera regresado a los pantanos de Vietnam.
Los primeros minutos se dedicaron a comentar la marcha de Camarones. No había novedades adicionales a las que ya le había transmitido por teléfono. Los problemas estaban identificados y se hallaron en marcha las inciertas soluciones; era una batalla en la que tenían altas probabilidades de salir victoriosos. Enseguida debían marchar al muelle, donde ya se trasbordaban las cajas.
—En el futuro habrá que tener más cuidado con ciertos miembros de la comunidad —dijo Tomás—. Deberemos convencer a Bill de que no tiene el dominio absoluto. Me parece que han surgido informantes porque descuidó algunos controles.
—¿Por qué acusás a Bill? —Wilson no entendía qué maniobra desplegaba Tomás.
—No lo acuso: señalo falencias corregibles.
—¿Estás dispuesto a que sigamos asociados con él? —disparó a mansalva.
Tomás se frotó el puente de la nariz como si le picase y luego se acomodó los anteojos.
—Evaluemos las ventajas y las desventajas —dijo, pensativo—. Entre las ventajas cuento la seguridad del operativo y su fuerza de distribución. Entre las desventajas, una paga inferior a la que obtendríamos con otros.
Wilson vertió su ron en el café.
—Podríamos exigirle una suma mayor —dijo con simulada indiferencia.
Tomás lo imitó con el ron.
—Es tu cuñado y tu amigo. Decidí. Me da igual.
Wilson lo estudió mientras sorbía el café con ron. Las respuestas de Tomás Oviedo no parecían las de un socio infiel. Quizá sus sospechas eran infundadas, producto de las tensiones agotadoras que lo bombardeaban en los últimos meses. Pero debía mantenerse alerta.
—Antes de ir al muelle tengo que informarte sobre algo ajeno a Camarones. Pero es desagradable —anunció Tomás mientras le ofrecía llenarle de nuevo la copa de ron.
Wilson enarcó las cejas y evocó aquella mañana de mierda en su despacho de Puerto Madero, cuando su fiel secretaria le derramó sobre la cabeza, una tras otra, pésimas noticias. Después tuvo la fibrilación auricular. Ahora acababa de llegar a Houston para el operativo Camarones y, de paso, descubrir si entre Tomás y Bill no lo estaban marginando, pero resultaba que lo castigarían con algo insoportable. Torció la boca.
Tomás fue al escritorio y regresó con dos casetes y un papel impreso. Se los tendió compungido.
—¿Qué es?
Oviedo no contestó.
Wilson se calzó los anteojos de lectura y empezó a respirar agitado.
—¡Hijo de puta! —bramó—. ¡Este Bill es un hijo de las remil putas!
—Te comprendo, y contás conmigo para lo que sea. Pero no pierdas la objetividad, por favor.
—¿Qué mierda pretende? ¿Robarme a mi hija?
Tomás asintió.
—¡Le arrancaré las bolas y los ojos! ¡Basura!
—Debemos partir. En la aduana no esperan. —Le puso una mano en la espalda.
Wilson se había convertido en un manojo de cables electrificados. Pero se dejó conducir hasta el auto. Tres Mitsubishis giraron sobre el camino de tupida grava y abandonaron la residencia.
Los cuarenta agentes dirigidos por Jerry Lambert aguardaban la orden de ataque con entrenada paciencia. Horas de espera antes de la fragorosa acción. Jerry en persona y otros cinco permanecían agazapados en el fondo del túnel mientras los treinta y cuatro restantes seguían escondidos bajo los matorrales como fieras al acecho. Un rehén yacía en el túnel; al otro lo habían elevado a los alejados canales ensanchados durante la noche.
Mantenían los auriculares y largavistas alertas, como forma de estar ocupados y despiertos. Desde sus escondites verían el ingreso y la descarga de los camiones. Procederían como médicos de urgencia: esperando los hechos lamentables para recién entonces correr a brindar sus servicios. Les habían enseñado que era mejor prevenir el mal, pero fueron alistados para contraatacar sus iniciativas en pleno desarrollo. Crispaban los puños, apretaban los dientes y sólo saltaban sobre los objetivos, con la agilidad y la precisión de los dedos de un pianista, en el instante óptimo, es decir, cuando volaban las esquirlas.
Estaban muy separados unos de otros, pero su éxito dependía de la sincronización que aplicarían como una máquina inhumana. Todo el tiempo emitían o recibían mensajes en código. A cada rato sus ojos se posaban en los relojes y miraban sucederse, segundo a segundo, los números digitales.
Era fundamental que brindaran protección a los niños. Para eso no sólo cada agente debía poner el máximo esmero, sino que se había incorporado más personal femenino de lo habitual. La consigna establecía que, apenas se desencadenaran las acciones, había que sacarlos velozmente del rancho y conducirlos fuera del cerco, aunque hubiera resistencia por parte de los mismos niños.
Desde los diferentes puestos de observación partían señales sobre el movimiento de los Héroes. Se registró la llegada del convoy, la inspección antes de cruzar el pórtico de acero, su estacionamiento en el perímetro y el bullicioso inicio de la descarga. También se contaron los hombres, mujeres y niños que se alineaban junto a los establos en espera de las camionetas con la droga. La media docena de agentes que aguardaban en el fondo de los túneles, por su parte, identificaban a cada una de las personas que había descendido para recibir los cajones que bajarían por el montacargas. Las instrucciones ordenaban que no se iniciara la acción hasta que casi todos los miembros de la comunidad estuvieran fuera del edificio y al alcance de los agentes: los integrantes de ese tipo de comunidad estaban dispuestos a la inmolación, y alguno podría prender fuego a la fortaleza, como sucedió en Waco.