—¿Qué debo hacer? —Eliseo era el único ante quien Bill se atrevía a desnudar su angustia.
El profeta apoyó su báculo en las esponjosas montañas y levantó las palmas. Bill hizo lo mismo. Unieron entonces sus palmas y el desesperado pastor sintió que en su cuerpo penetraba un mensaje ineludible. Eliseo, en efecto, habló:
—El bravo juez Jefté, de bendita memoria, perdía frente a los crueles amonitas porque su número y sus armas lo superaban en mucho. Iba a ser destruido. Los hombres de Jefté estaban exhaustos, malheridos y cercados.
—Jefté... —Bill lo había evocando horas antes, cuando desde lo profundo de su alma, por un misterioso impulso, dijo que Mónica era hija de Jefté. El Señor había empezado a orientarle el cerebro. ¡Aleluya!
—Jefté tenía una hija —agregó Eliseo.
—Sí, la hija de Jefté. —Los ojos de Bill se abrieron ante la impresionante red de arrugas que cubría la cara del profeta.
—Tú tienes una hija.
—Acabo de recuperarla.
—La has recuperado. La hiciste atravesar el círculo de candelas con la misma agilidad con que yo cruzaba las aguas del Jordán; la hiciste tocar el Arca de la Alianza, le contaste la verdadera historia. Es “tu” hija, Bill. —Se acercó más. —Ahora, en consecuencia, reproduces al bravo juez Jefté, el gálata. Tienes pues la bendición de una hija y la maldición de estar súbitamente dominado por el enemigo.
—Sí, soy como Jefté. —Tembló.
—¿Qué hizo aquel valiente para derrotar a los idólatras?
Bill se contrajo. Recordaba el suceso. Era espantoso.
—¿Qué hizo aquel valiente? —Eliseo repitió la pregunta con reproche.
Bill apoyó con más fuerza sus grandes palmas contra las palmas añosas del profeta, como si fuesen un muro. Quería pedirle que el Señor provocara la victoria sin el sacrificio bíblico. Quería decirle que estaba decidido a realizar cualquier tarea, pero que tuviese misericordia. La hija de Jefté acabó sacrificada.
—Acabó en victoria, precisamente —replicó Eliseo, como si le leyera el alma.
Bill empezó a transpirar, lo cual era infrecuente. Por primera vez en su vida se resistía a acatar la orden que se insinuaba en ese momento con un resplandor siniestro.
—Cuando luchaba contra los amonitas —protestó Bill—, Jefté no pensaba en su hija.
—¡Quién sabe! —Las hondas comisuras de la boca de Eliseo estuvieron a punto de sonreír. —Tal vez no pensaba que pensaba, como te ha ocurrido antes de verme. A tu hija la llamaste “hija de Jefté”. ¿Qué significa?
Bill estaba desconsolado. Acababa de recuperar a Mónica y la había llamado en forma inconsciente “hija de Jefté”. No hacía veinticuatro horas que la había recuperado y pronto la volvería a perder. No merecía semejante castigo.
—Los tiempos del Señor no son los tiempos de un mortal. Para el Señor, el antes y el después no tienen diferencias. Jefté no creyó pensar en su hija, desde luego, pero prometió ofrendar en sacrificio al primer ser que le diese la bienvenida al regreso. Debía tratarse de un ser amado. En un pliegue de su alma estaba presente su hija.
Bill apretó la mandíbula con fuerza. Debía obedecer al Señor por sobre todas las cosas. Pero le costaba. Y lo irritaba esa contradicción.
—Entonces las fuerzas del Mal se quebraron —concluyó Eliseo su relato—. Perdieron la orientación en el espacio, se les cayeron las espadas que chorreaban sangre, arrojaron al suelo los escudos inservibles. Jefté soplaba, y ellos volaban lejos como si fueran hojas secas en un vendaval. Bastaron minutos para que los idólatras perdiesen y se impusiera el triunfo del Señor.
—¿Debo inmolar a mi hija, entonces? —preguntó Bill, ambivalente, casi resignado.
—Sólo un gesto supremo puede revertir tu impotencia en esta desigual batalla. Debes incluso superar a Jefté. —La figura de Eliseo empezó a desvanecerse en la bruma de algodones teñidos, pero su voz continuaba produciendo ecos. —Jefté primero ganó y después ofrendó; tú debes primero ofrendar y enseguida obtendrás la victoria.
—¡La victoria es siempre del Señor! —replicó Bill, pero ya no quedaban rastros del profeta ni de las montañas coloridas. Se frotó las órbitas para recuperar la visión de este mundo.
Espantada, Evelyn huyó del cenáculo en busca de auxilio. El control que en apariencia habían logrado los invasores del gobierno terminó cuando una columna de humo proveniente del ángulo oeste indicó que la rendición no había sido tal. Los policías que pretendieron acabar con el incendio fueron recibidos a balazos. El humo se expandía por los corredores como gordos tentáculos que penetraban violentos en cada abertura. Las llamas se multiplicaban debido a que los rebeldes que no habían sido apresados se dedicaron a vaciar bidones de combustible sobre los zócalos de los pasillos y en las principales salas del casco. El fuego succionaba el oxígeno y dificultaba el ingreso de los federales. De pronto Roland Mutt debió reconocer que le habían pasado una información engañosa. ¿Consolaba pensar que no llegarían a la catástrofe de Waco porque casi todos los integrantes de la comunidad estaban cercados y la mayor parte de los niños habían sido conducidos a los omnibuses? Con voz indignada ordenó que se reforzara la unidad de bomberos.
Zumbaban las balas de los francotiradores ocultos, lo cual impedía el libre desplazamiento de los efectivos. También ya resultaba arduo contener el fuego nacido en el ángulo oeste, cuya humareda tornaba irrespirable la atmósfera. Para colmo, un viento suave pero inoportuno soplaba en favor de las llamas.
Dos policías con el rostro negro de hollín negaron permiso a Damián para ingresar en el edificio.
—¡Únicamente los bomberos! —ordenaron con enojo mientras le devolvían la credencial.
Entre los autos, combis, cajas y camiones amontonados en el perímetro emergió la alta y frankensteiniana silueta de Pinjás. Mutt había indicado que lo dejasen huir en una camioneta: prefería que se alejara antes de que llegaran las cámaras de televisión; sus servicios habían sido muy útiles y debían permanecer en reserva. Pero Pinjás sólo alcanzó a viajar pocas millas: en su mente primitiva se disputaban la lealtad a su salvador Robert Duke y las vivencias compartidas con Bill Hughes. Aunque Bill no era Robert, merecía apoyo en circunstancias tan difíciles, reflexionó, dolido. Su pelo aceitoso chorreaba sudor y sus dientes se apretaban como los de una fiera. Quitó el pie del acelerador y se deslizó con lentitud hacia el costado de la ruta. Permaneció inmóvil un tiempo inconmensurable, corroído de incertidumbres. Por fin, dio un puñetazo al volante, giró en U y retornó a la fortaleza como un cohete.
Pero su ingreso no fue facilitado de la misma manera que su partida. Lo obligaron a detenerse lejos del portón y tuvo que abrirse paso a los golpes. Comenzaron a dispararle, pero Pinjás era ágil como un gato. Logró alcanzar el perímetro, cegado por una nube de pólvora. Los policías que trataban de contenerlo volaban en diferentes direcciones, y Damián, que buscaba el obcecado surco por donde entrar en el edificio, lo reconoció. No se le aproximó para que no lo arrojase lejos, igual que a los policías, pero aprovechó el alboroto y, tropezando con cuerpos tendidos, se zampó en la humareda del corredor. Un disparo dio en la pierna izquierda de Pinjás, que pegó un grito cuya sonoridad rebotó locamente en los muros. Damián se inclinó para ayudarlo cuando una columna de hombres se abalanzó sobre el gigante. Damián lo hizo rodar y ambos escaparon a duras penas. Se sumergieron en el fondo opaco del corredor. Pinjás avanzaba con una sola pierna, mientras su accidental compañero, sosteniéndolo de un brazo, le gritaba:
—¡Llévame al cenáculo! ¡Quiero ir al cenáculo!
A Evelyn se le había soltado el rodete y sus cabellos sueltos parecían un estropajo embebido en lágrimas. Corría sin sentido, afónica y torpe. Chocaba con los agentes federales, a los que había aprendido a considerar soldados de Lucifer; ninguno de ellos se prestaría a salvar a su hija. Buscaba a Damián, la única persona que le merecía confianza; ya debía de haber llegado. Pero no lo encontraba ni dentro ni fuera del edificio impregnado de humo negro y gente desesperada. En eso chocó de nariz contra una pared invisible: le pareció reconocer la silueta del abominable Wilson Castro. Se tapó la boca para frenar un aullido de sorpresa y tribulación. En vez de Damián, aparecía Wilson; en vez de un ángel, el demonio. Se apretó la cabeza con ambas manos ante la explosión que sacudió su mente. Era el criminal que le había arrancado a su hija, pero era también quien podía usar un arma para impedir que su marido la sacrificara. Para salvar a Mónica, Evelyn debía tragarse la repugnancia y exigir el auxilio de su enemigo. Se abalanzó sobre Wilson y lo aferró de las orejas. Le gritó que corriese tras ella para salvar a Mónica. Wilson le devolvió una mirada de loco y asintió.
—¡Sí! ¡Llévame! ¡Rápido!
Esquivaron a los agentes que corrían en diversas direcciones y pretendían contener el pánico. Zigzaguearon como un misil teledirigido por pasillos y escaleras. El cenáculo quedaba en el corazón de la fortaleza y su acceso estaba disimulado por tabiques móviles que confundían al más astuto. Evelyn abrió la puerta posterior, por donde ingresaban los fieles.
Les pareció que los succionaba una atmósfera distinta. En la sala octogonal imperaba una misteriosa penumbra con fragancia a mirra, aunque el humo que llenaba de ácido los pulmones ya se filtraba por las cerraduras. En el extremo anterior, hacia donde miraban las butacas dispuestas en semicírculo, parpadeaban candelas sobre un estrado. Wilson, que nunca había visitado aquel recinto, quedó boquiabierto. Un disco de luz se proyectaba sobre el Arca de la Alianza forrada con plumas de pavo real. En la parte superior, convertido en una impresionante ara de sacrificio, yacía Mónica, inmóvil. Era alucinante. Wilson quiso saltar hacia ella.
Bill, envuelto en su túnica, leía en voz alta la Biblia abierta sobre un atril. Recitaba el capítulo XI de Jueces, que narra la epopeya de Jefté.
La sonora irrupción de Evelyn y Wilson apenas turbó a Bill, que detuvo su lectura, les dio la espalda y caminó tranquilo hacia el Arca, la decidida pistola en su mano derecha.
—¡No la toques, hijo de puta! —gritó Wilson desde el fondo del recinto, frenando a duras penas el impulso de agujerearle la frente y llegar hasta Mónica.
Evelyn se arañaba los brazos y susurraba:
—La va a matar, la va a matar.
El reverendo no se alteró. Sabía que su imagen de imperturbabilidad paralizaba.
—No te acerques, cubano. O disparo sobre Mónica. —Era la primera vez que le decía “cubano”; su voz vibró fría y resuelta.
El antiguo afecto se había convertido en odio. Durante décadas se habían esforzado en suponer que se necesitaban. Ahora querían hacerse pedazos.
—Mejor que guardes el arma —se mofó Wilson para distraerlo—. O que la uses para liquidar a tus bestias del campo, que parecen gozar de buena salud.
—No es tu tema. Ocúpate de liberar Cuba —replicó Bill—. ¡Mono fracasado!
—¿Por qué amenazas a mi hija? —reclamó Wilson.
—Ya no es “tu” hija: es “mi” hija.
Wilson se rascó la oreja y replicó con tono cínico:
—¡Vaya novedad! ¿”Tu” hija?
—Por supuesto. Y acabo de recuperarla.
Damián, con la lengua afuera, entró como un cañonazo y enseguida distinguió a Evelyn, que lo abrazó con lágrimas y pavura. Detrás, Pinjás se dejó caer ruidosamente sobre una butaca, se quitó la camisa y se ajustó un torniquete alrededor de la pierna sangrante. Wilson aprovechó la distracción para deslizarse hacia el estrado.
—¡Quieto ahí! —rugió Bill, siempre alerta—. No intentes cambiar la voluntad del Señor, o te convertiré en papilla. —Elevó su cabeza arrogante. —Serás testigo de un milagro. ¡Aleluya!
Pinjás, automáticamente, repitió:
—¡Aleluya!
—No se muevan de sus lugares. —La mirada de Bill se tornó glacial. —Mi pistola apunta al corazón de mi hija. Y dispararé apenas desobedezcan. Incluso si me disparan, tendré fuerzas para disparar también. El milagro se realizará de todas formas. ¡La gloria es del Señor! ¡Aleluya!
—¡Aleluya! —Nuevamente Pinjás actuó de eco.
—¿Qué le hizo a Mónica? —gritó Damián sin soltar a Evelyn, que tiritaba como un animalito a punto de ser descuartizado.
—La anestesié y ahora navega por los desfiladeros del profeta Eliseo. Celebra su ofrenda con el mismo espíritu que la hija de Jefté.
—¡No puede sacrificarla! ¡Usted está loco de remate! —La desgarrada voz de Damián arañó los muros del octaedro, pero suscitó una leve sonrisa en los finos labios de Bill.
—¡Es mi hija y la reclama el Señor!
—Es su hija, es cierto. Por eso debe cuidarla. ¡Protegerla!
—La enviaré a los brazos magnificentes del Señor.
—Use un cordero, como hizo Abraham; Dios prefirió el cordero —insistió Damián, transpirado, disfónico, buscando aterrado la forma de impedir la tragedia—. ¡Cómo va a matar a su propia hija!
—Son los designios del Señor —replicó Bill, solemne—. Fue concebida para culminar una maravilla. La recordará la humanidad como la hija de Bill Hughes, así como recuerda a la hija de Jefté, el gálata. Su sacrificio dará la victoria al ejército del Todopoderoso sobre las malditas huestes del Anticristo. ¡No te muevas de ese lugar, bestia preadámica! —bramó al advertir que Wilson trataba otra vez de avanzar con disimulo—. ¡Esto no es Vietnam ni la Argentina! No pongas obstáculos a las órdenes del Señor.
Wilson retrocedió el dudoso paso que acababa de dar. Evelyn apretó a Damián y le susurró:
—Tienes que hacer algo.
Bill elevó los ojos hacia el cielo raso donde refulgían falsas estrellas y pidió al Altísimo que recibiera a su amada y única hija como recibió a la amada y única hija del devoto Jefté.
Luego bajó los ojos grises, helados, y miró con ternura el rostro dormido de Mónica. Era inminente el milagro cósmico: en las alturas ya rondaban las legiones de ángeles y querubines con las espadas desenfundadas. En menos de lo que canta un gallo los invasores se convertirían en grumos y sus viles fragmentos volarían hacia un castigo eterno. Se encenderían los focos de la gloria por todo el universo. Armagedón se trocaría en el triunfo de la luz.
Wilson decidió que era el momento de dispararle, porque en un par de segundos el crimen seria irreparable.
Retumbó un sonido corto y seco. Ante la sorpresa de Evelyn, Damián y Pinjás, el reverendo abrió la boca con un gesto de sorpresa, su mano armada se elevó sin sentido, giró como la de un borracho que busca un apoyo aéreo y se desplomó lentamente hacia la izquierda. Durante un minuto siguió respirando, pero su tórax se inundó con la sangre que expulsaba su corazón partido y acabó ahogado. Una lenta cuerda roja asomó por su nariz y corrió sobre el bigote, los labios, el desafiante y palidecido mentón.