En el lechoso fondo de los camiones, agazapados tras las cajas, los quince hombres protegidos con ropa térmica y disfrazados de estibadores acariciaron sus armas, listos para saltar.
Victorio Zapiola se sentó junto al conductor del auto y se ajustó el cinto de seguridad. Atrás se ubicaron otros dos agentes, tan armados como él. Aguardaron la partida del último camión. El chofer mantenía el motor encendido, con el pie tenso sobre el acelerador como si fuera un jinete esperando el tiro de largada.
—¡Esperá! —indicó Victorio mientras señalaba con la mandíbula los tres Mitsubishis vacíos estacionados en el muelle, cuyos conductores, sentados al volante, esperaban a los ausentes pasajeros.
Veinte minutos más tarde aparecieron seis hombres bien trajeados, provenientes de dos puertas distantes que comunicaban con las oficinas de la aduana. Habían cerrado con elegancia la ristra de trámites. Con paso tranquilo se dirigieron a los autos y se distribuyeron sin la menor hesitación como si los guiaran unas flechas blancas. Los vehículos giraron hacia la salida con aparente displicencia y luego tomaron velocidad.
—¡Ahora! —ordenó Victorio.
Los siguieron a distancia y varias veces los perdieron de vista, con la intención de despistarlos. Pero los agentes disimulados a lo largo de la ruta avisaban sobre su marcha hacia las afueras de Galveston y luego rumbo a la fortaleza de los Héroes del Apocalipsis. Los vehículos policiales escondidos junto a la ruta tenían firmes instrucciones de no encender las sirenas ni dejarse ver por los tres Mitsubishis. Sólo después de que pasó Zapiola formaron un cortejo que confluía hacia el rancho de Bill Hughes como una lenta y gorda serpiente.
—Doblaron a la izquierda —anunció un observador que transpiraba sobre su bicicleta.
—En este momento los tres autos abandonan la ruta —comunicó otro ciclista.
—¡Mierda! —exclamó Victorio—. Nos han descubierto y tratan de huir. Doblemos a la izquierda. ¡No se me va a escapar!
Pero a poco de avanzar por el desvío una nube de polvo reveló que también dejaban ese camino secundario.
—¿Los seguimos? —preguntó el chofer.
Victorio asintió pero al instante cambió de parecer. Abaddón era demasiado hábil para dejar semejante pista.
—¡Pidan refuerzos! —gritó a los agentes sentados atrás—. Solamente uno o dos autos se lanzaron al campo, pero el pez gordo seguro que no. Pretende distraernos mientras su jefe huye de regreso a Houston.
—Que también bloqueen la salida de este camino —agregó el agente en su mensaje.
—Muy bien —Victorio empuñó su arma y palmeó la rodilla del chofer. —Más rápido —le indicó.
Cuando alcanzaron una de las pocas elevaciones de terreno pudieron advertir que el único Mitsubishi a la vista, en efecto, se acercaba de nuevo a la ruta principal. Pero antes de tomarla giró bruscamente hacia la derecha y se esfumó entre los pastizales florecidos.
—Reconoció el bloqueo. Antenas no le faltan —observó Victorio.
—Me parece que abandonan el auto.
—Sí. ¡Paremos aquí mismo! Vamos a dividirnos. No podrán llegar lejos.
Bajaron con las armas desenfundadas y se internaron en la vegetación cobriza. Victorio extrajo del bolsillo un tubo recubierto de cartón grueso; le estiró la mecha y la prendió con su encendedor de plata. La contempló durante unos segundos, para asegurarse de que la llama se mantenía enérgica, y arrojó el tubo hacia adelante como si fuese una jabalina. Calculaba que pasaría por encima de Abaddón y del grupo que lo acompañaba. El chisporroteo de la bengala expulsó miríadas de chispas rojas y blancas que amenazaban con incrustarse en los ojos. De inmediato sonaron disparos ciegos. Había conseguido asustarlos. Se arrojó al suelo y se arrastró en dirección al origen de los tiros. Era el momento de atraparlos; sus compañeros debían de estar haciendo lo mismo que él. Por encima de su cabeza silbaron nuevos disparos. Estaba a poca distancia de los delincuentes y debía mantenerse aplastado contra la tierra si no quería convertirse en un colador. No le resultaba fácil la marcha de las lombrices, pese a que vivía entrenándose para ello desde que, quince años antes, lo habían incorporado a la DEA.
A su alrededor se oían roces y ruidos. Los agentes y los hombres de Abaddón se atraían como imanes. Eran inminentes el encontronazo y el desenlace. Ya debían de haberse aproximado los refuerzos, se dio ánimo Victorio.
De repente un zapato le aplastó la nuca.
—¡Quieto! —lo amenazaron al oído.
Apenas podía ver por el rabillo del ojo. Además del yugo que amenazaba con astillarle las vértebras, sintió que un caño de pistola se le hundía entre de pelo.
—¡Suelta! —le ordenaron mientras lo despojaban con violencia de la semiautomática.
Lo hicieron girar apenas; el zapato le cortaba la piel. El hombre que lo mantenía apresado era Wilson Castro, pero junto a él se erguía el gran hijo de puta.
—¡Abaddón! —Su lengua pudo más que su prudencia.
Tomás Oviedo entrecerró los ojitos. ¿Quién podía conocer su alias secreto allí, en Texas? No demoró mucho en pasar las asociaciones.
—¡Estás vivo! —También su lengua asombrada pudo más.
—El enfermero traidor... ¿Qué mierda hacés acá?
—Si el señor que me está rompiendo el cuello... —Un sonido de lija salió de su boca —Si aflojara un poco...
Nuevos balazos pasaron cerca. Los dos hombres se arrojaron sobre el cuerpo tendido de Victorio y casi le quebraron diez costillas.
—¡Te voy a llenar la cabeza de plomo si no ordenás que dejen de tirar!
A los tirones lo hicieron sentar, pero con el arma pegada al cuero cabelludo.
—¡Que dejen de tirar, carajo! —repitió Oviedo.
Victorio carraspeó y clamó —con cierto falsete, causado por el dolor de cuello— que pararan, que lo tenían encañonado.
Oviedo le rodeó la garganta con un brazo, con fuerza suficiente para ahorcarlo. Wilson Castro le pegó el arma a la sien.
—¡Parate! Vamos al auto.
Los tres cuerpos se alzaron por sobre las ondulaciones del pastizal; podían ser un blanco fácil, pero Victorio servía de escudo. Los agentes se mantuvieron en cuclillas, ocultos, por las dudas. Apuntaban, pero se abstuvieron de disparar porque a Victorio lo hacían girar todo el tiempo, rápidamente, para imposibilitar un tiro seguro. Aguardaron que subieran al Mitsubishi y enfilasen hacia Houston o la fortaleza. El auto giró rumbo a la fortaleza. Enseguida los agentes comunicaron la novedad y el pedido de que no disparasen, porque corría peligro la vida de Zapiola.
El viaje resultó inverosímil. En lugar de proceder a la detención del Mitsubishi, los pocos autos de la policía apostados a lo largo de la ruta que tenían cierta visibilidad lo dejaron avanzar como si efectuasen una guardia de honor. Zapiola torció los labios en una mueca de profundo disgusto. Otra vez era prisionero del maldito y volvía a sentir el ácido de la impotencia ante su diabólica habilidad. La ruta estaba más despejada que nunca gracias a la paradójica gentileza de las fuerzas federales. Protagonizaba el grotesco del siglo.
En pocos minutos el Mitsubishi llegó a las inmediaciones del cerco, libre de interferencias. Fue detenido por los guardias del rancho, que reconocieron a Castro y a Oviedo. Wilson explicó que llevaban prisionero a un agente del Anticristo. El guardia accionó la botonera y se abrió el majestuoso portón.
Estacionaron cerca de los camiones cuya mercadería estaban descargando. Abaddón empujó a Victorio fuera del auto mientras Wilson lo apuntaba a la cabeza.
—¡Al edificio! —mandó Tomás Oviedo—. Ahí vas a cantar.
Victorio recordó al instante su tono de amenaza. Lo había oído decenas de veces antes y después de ser torturado. Abaddón no había modificado la voz ni la resolución criminal que helaba la sangre antes de que transcurriese el primer minuto de interrogatorio. Le pareció que estaba otra vez en Buenos Aires, bajo arresto, en las sádicas cárceles de la represión; le pareció que en pocos minutos había retrocedido veinte años. Empezaron a temblarle las rodillas. Ese asesino seguía dominándolo.
De repente dos estibadores saltaron desde el fondo de un camión y lanzaron disparos al aire. De los otros camiones brotaron como por encanto más hombres, también armados, que se dispersaron en varias direcciones con velocidad de ardillas. La mitad se abalanzó como un rayo sobre los controles ubicados en el frente; ahí estaban las puertas de Troya, que debían ser abiertas desde el interior de las murallas. Los guardias intentaron ofrecer resistencia, pero los disuadieron en fracción de segundos. La situación en el interior de la fortaleza cambió de golpe. El perímetro pasaba a ser controlado por los invasores.
Oviedo apretó con más fuerza el brazo en torno del cuello de Victorio, y Wilson amenazó con hacerle volar el cráneo si alguien los tocaba. Pero un furioso golpe en la muñeca, proveniente del cielo, lo obligó a dejar caer la pistola. Otro golpe lo curvó hacia adelante. El estibador que apareció de repente iba a atacarlo, pero tuvo que arrojarse cuerpo a tierra cuando una andanada de disparos provenientes de una torre rebotó sobre la tierra del perímetro. La torre recibió como respuesta una lluvia de balas que volaban de los matorrales lejanos, del cerco norte, este y oeste, del mismo edificio, de los establos y desde el portón de entrada. Todo el espacio se había llenado en un santiamén de agentes federales armados.
Victorio rodó por el suelo para evitar que lo alcanzaran los tiros, y perdió de vista a Wilson Castro y al maldito torturador. Las agentes mujeres corrían tras los niños que huían desorientados hacia el campo abierto, y trataban de llevarlos hacia la entrada principal, donde aguardaban los minibuses acondicionados para su evacuación. Pero la tarea se vio turbada por el ingreso anticipado de autos policiales, que bloquearon el acceso directo a los vehículos.
Abaddón, pese a la renguera que le habían producido los golpes, se introdujo en la nube de pólvora y consiguió salir de la fortaleza. Saltó por encima de un cuerpo herido al que un grupo de agentes acudió a socorrer. Esquivó a niños empujados hacia los omnibuses y a agentes exaltados; gritó órdenes como si fuese un miembro del FBI. La confusión le servía de coraza, y pronto logró sumergirse en las honduras del pastizal que se extendía por la zona sur. Respiró profundo y recordó la disciplina que exigían algunos operativos: despojarse de ansiedad y tener confianza en el resultado. En forma disimulada debía alejarse, ya encontraría el medio para volver a Houston.
Wilson, en cambio, exasperado por la urgencia de rescatar a Mónica, utilizó la misma nube de pólvora para tomar la dirección contraria; se precipitó por el pasillo amenazador sin importarle los obstáculos. Conocía el camino.
Roland Mutt fue informado de que la operación Caballo había salido tan perfecta como la concebida por los griegos en la guerra de Troya; ni Ulises la hubiera hecho mejor. Hasta ese momento contabilizaban siete heridos, dos de gravedad, pero ninguna muerte. El portón de acero estaba completamente abierto y un río de autos policiales seguía penetrando para ocupar cada metro de la fortaleza. La operación Topo, conducida por Jerry Lambert, también fue eficaz, ya que impidió que se usara el arsenal subterráneo; desde la madrugada y en silencio pudieron dominar la compleja red de túneles, los dos establos con sus respectivos montacargas y las doscientas cuarenta hectáreas llenas de víboras y abrojos. Lo cierto era que en pocos minutos las pinzas de Topo y Caballo habían conseguido que la entera comunidad de los Héroes del Apocalipsis cayera bajo el control de las autoridades federales.
Mutt resopló feliz y pidió otra taza de café.
Bill Hughes, sacudido de raíz por la metralla de emociones que perforaban su espíritu, había recuperado las antiguas visiones que determinaron su triunfo sobre la encefalitis. Elevadas montañas de color pastel se movían nuevamente delante de sus ojos asombrados como si las rocas fuesen de algodón teñido. Alternaban matices azules, rosas y verdes. Reinaba el misterio de un territorio sagrado. Así debió de lucir el Sinaí cuando Moisés descubrió la zarza ardiente en un recodo del desierto. Por entre los desfiladeros móviles se aproximaba la familiar figura de Eliseo. Era idéntico a su abuelo Eric, sólo que cubierto por la capa que le arrojó Elías desde su llameante carruaje. Su calva refulgía bajo los rayos. Su diestra nervuda se apoyaba en el báculo de olivo mientras avanzaba con majestuosa lentitud.
Como en aquella primigenia ocasión, como tantas veces después, como siempre, Eliseo acudía en su ayuda. Ahora, por decisión divina, Bill se encontraba en una encerrona. Las huestes del Anticristo habían atravesado las murallas de su fortaleza como seres incorpóreos. El poder maligno que los alimentaba violó las leyes naturales: aparecieron dentro de los camiones, emergieron del fondo de los túneles, cruzaron el cerco así como los pájaros cruzan el aire, abrieron sin esfuerzo el blindado pórtico frontal. Se desparramaron por sus centenares de hectáreas como si fuesen ratones supersónicos e inmovilizaron a casi todos los miembros de la comunidad. El Señor permitió que llegasen al extremo de la insolencia y se ilusionaran con ser los más poderosos. Pero Bill sabía que más poderoso que ellos era el Señor. Los había dejado avanzar para devolverles un golpe definitivo en la cabeza.
El pastor comprimió sus manos hasta dejarlas exangües, para que el Señor le dijese cómo aplicar ese golpe. Su magnificencia podía convertir las huestes invasoras en nieve, en polvo, en vapor, y mandarlas a otras galaxias con más rapidez que la luz. Muchas veces su pueblo elegido debió enfrentar enemigos superiores en número y en armamento; muchas veces parecía que iba a ser aniquilado por los injustos. Pero entonces descendía desde las alturas un ejército de ángeles y querubines con espadas de fuego que en segundos revertían la situación.
—¡Que ahora ocurra lo mismo! —imploró a las móviles montañas por entre las que se acercaba Eliseo—. Lucifer está atento; su oído y su perfidia no ignoran Tu voluntad. Pero quieren confundirla. Dime qué debo hacer. Los federales penetraron durante la noche, Señor, como los ladrones. —Su mente era un volcán en erupción, como si le hubieran inyectado alguna droga. —Son chacales que profanan el interior de Tu fortaleza. ¡Quieren humillarte, Señor!
De Eliseo ya podía oler su aliento a bosque. Su paso era seguro entre las anfractuosidades. Su lentitud significaba confianza. El Señor era el amo del espacio y del tiempo. Sus mensajeros lo recordaban.