En 1832, Jackson se presentó a la reelección. A esas alturas y en buena medida debido al caso Morgan, Estados Unidos vivía una auténtica ola de sentimiento antimasónico. Sin embargo, Jackson volvió a actuar con obvia habilidad política. Sabedor de que uno de sus adversarios, William Wirt, se presentaba como candidato explícitamente antimasón, comprendió que, al fin y a la postre, el voto contrario se dividiría entre dos. Así fue, y Jackson volvió a llegar a la presidencia.
Durante las décadas que transcurrieron entre el segundo mandato de Jackson y el estallido de la guerra civil en Estados Unidos, la masonería siguió teniendo un papel muy relevante en la política, aunque, de manera muy reveladora, no abogó en favor de las causas nobles. No deja de ser bien significativo que los políticos demócratas de mayor relevancia —incluido el presidente Buchanan— fueran, a la vez, masones y partidarios de la institución de la esclavitud. De hecho, en la carrera hacia la presidencia de 1860, a Lincoln, candidato del partido republicano, se enfrentaron tres rivales del partido demócrata.
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Los tres eran masones y los tres abogaban por el mantenimiento de la esclavitud.
También fueron masones el general George B. McClellan —causante de no pocos reveses de las fuerzas de la Unión, partidario de una solución pactada de la guerra civil y rival de Lincoln en las elecciones presidenciales de 1864— y el congresista Clement L. Vallandigham que, durante el conflicto, no dejó de defender la tesis de que abolir la esclavitud equivaldría a violar la Constitución de los Estados Unidos.
Tras el asesinato de Lincoln, el enfrentamiento entre masones y protestantes evangélicos se prolongaría incluso después de la guerra en el denominado período de la Reconstrucción. De hecho, mientras que un grupo de masones fundaba el Ku Klux Klan en el sur de Estados Unidos —un episodio lamentable cuyo recuerdo no deja de causar malestar a los masones de hoy en día— en el Congreso se producía una clara colisión entre los partidarios, procedentes del protestantismo evangélico, de imponer en los estados vencidos del sur una política de reconocimiento de los derechos de los negros. Los adversarios de esas medidas, en no pocos casos, fueron precisamente masones. Fue así como se llegó al único caso de procedimiento de
impeachment
o destitución de un presidente de Estados Unidos hasta el año 1999. Es ampliamente conocido que los republicanos no lograron la destitución de Andrew Johnson por solo un voto de diferencia. Sin embargo, es menos sabido que Andrew Johnson era un masón y que sus adversarios fueron Charles Sumner y Thaddeus Stevens, dos representantes del radicalismo protestante y miembros importantes del movimiento antimasón.
Como ya hemos señalado, ese enfrentamiento entre el protestantismo evangélico y la masonería se ha repetido en múltiples ocasiones en la historia política de Estados Unidos y, de manera bien reveladora, los masones han defendido causas en el curso del mismo que hoy producen verdadero espanto, como puede ser la de la esclavitud. Sin embargo, debe señalarse que, a pesar de ello, listados Unidos no parece haber sufrido un desgarro social o político irreparable. No se puede decir lo mismo del impacto de las acciones de la masonería en otras naciones, como, por ejemplo, España.
La masonería y la insurrección mexicana
La leyenda rosada de la masonería insiste en la actualidad en presentar a esta sociedad secreta como una fuerza activa en la lucha contra el imperialismo. Sin duda, se trata de una afirmación políticamente correcta en una época como la nuestra, pero desmentida de plano por el análisis histórico. Lo más que puede decirse es que el comportamiento de la masonería en relación con los imperios no puede calificarse de uniforme. Si en el caso británico no pocos servidores del imperio fueron masones y en el napoleónico la masonería constituyó un instrumento privilegiado de expansión del dominio de las armas francesas, en el español no puede ocultarse que fue un enemigo encarnizado; tanto que, sin exageración alguna, puede atribuírsele un papel esencial en su aniquilación. Un breve repaso a ese proceso y a la personalidad de sus dirigentes nos permitirá mostrar hasta qué punto la aseveración señalada es cierta.
El inicio de la lucha independentista en la América hispana contra España tuvo lugar en el amanecer del 16 de septiembre de 1810 en México. El protagonista principal de este intento era un masón llamado Miguel Hidalgo y Costilla Gallaga. La masonería se había introducido en México tan sólo cuatro años antes. Por iniciativa de Enrique Muñí se fundó una logia en la calle de las Ratas número 4 —hoy Bolívar, 73—, en el domicilio particular del regidor Manuel Cuevas Moreno de Monroy Guerrero y Luyando.
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Entre los que pertenecieron a ella desde el principio se hallaba Hidalgo. Al parecer, la vida de la logia fue breve. Un vecino llamado Cabo Franco, que vivía en el número 2 de la misma calle, denunció el hecho y se produjo una oleada de detenciones, muriendo incluso en octubre de 1808 uno de los reclusos en su celda. Posiblemente, todo hubiera acabado ahí de no producirse un hecho bien significativo. Como ya indicamos en un capítulo anterior, la masonería fue uno de los instrumentos más poderosos utilizados por Napoleón para impulsar su política de dominio mundial. Ese comportamiento no se limitó al continente europeo. En enero de 1809, un agente francés llamado Octaviano d'Alvimar estableció contacto con el hermano Hidalgo. Este contaba con antecedentes cuando menos peculiares, pero que no lo desrecomendaban, sino, más bien, todo lo contrario. El hecho de que en 1791, a pesar de ser sacerdote, hubiera sido acusado de herejía y de mantener relaciones concubinarias con Manuela Ramos Pichardo, relaciones de las que habían nacido los niños Lino Mariano y Agustín, y todavía más el de que fuera conocida su iniciación masónica podía ser mal visto por buena parte de la sociedad mexicana. No, desde luego, por el agente napoleónico que tenía la intención de ofrecerle ayuda para la subversión antiespañola. No pasó mucho tiempo antes de que Hidalgo efectivamente se alzara en armas contra España y, ciertamente, supo actuar con notable habilidad porque el levantamiento lo situó bajo el estandarte de Nuestra Señora de Guadalupe y la causa de la independencia la vinculó con promesas de despojar a los ricos para dar a los pobres y de venganza contra los españoles.
La dureza de la sublevación fue extraordinaria. El cura Hidalgo asesinó, por ejemplo, a todos los criollos cuando tomó la ciudad de Guanajuato, y su enemigo, el general Calleja, cuando la recuperó, ordenó que los presos frieran degollados para no malgastar munición fusilándolos. Finalmente, tras medio año de lucha, Hidalgo fue capturado y fusilado. A esas alturas, la jerarquía católica lo había expulsado de sus tareas sacerdotales v se ocupó de que su retrato fuera destruido para evitar una explosión de culto popular. De momento, el peligro independentista quedaba conjurado. No iba a ser por mucho tiempo y, de manera bien signihcativa, la masonería iba a tener un papel extraordinario en la historia ulterior de México. Sin embargo, antes de abordar ese tema, tenemos que detenernos en uno de los fenómenos más importantes relacionados con las actividades de la masonería en contra del Imperio español.
La Logia Lautaro y la emancipación de la América hispana
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La derrota de Hidalgo significó un claro revés para los planes de desestabilización del Imperio español en Hispanoamérica que, al menos desde 1809, había puesto en funcionamiento Napoleón. No constituyó, sin embargo, su final.
Posiblemente, el personaje más sugestivo del proceso de independencia de la América hispana sea no Simón Bolívar, como suele creerse a este lado del Atlántico, sino José de San Martín. La figura de San Martín no suele ser analizada en profundidad a menudo e incluso cuando se aborda su estudio suele ser habitual el caer en tópicos y eludir datos comprometidos, como el de su pertenencia a la masonería, un trago difícil de trasegar para no pocos católicos argentinos.
No ha llegado hasta nosotros la partida de nacimiento de San Martín, lo que ha conducido a algunos historiadores a fijarlo en 1778 v en Yapeyú. Con todo, ni la fecha ni el lugar son seguros, pudiendo incluso haber visto la primera luz en lo que ahora es Uruguay. Tampoco resulta del todo clara su trayectoria educativa en España. Habitualmente se hace referencia a su paso por el seminario de nobles de Madrid. Sin embargo, no aparece en los registros de alumnos, aunque sí es indubitable que desde edad muy temprana estuvo en el Regimiento de Murcia, donde se inició su carrera militar. Llegamos ahora al problema de su pertenencia a la masonería.
En un país mayoritariamente católico como Argentina, la idea de que el padre fundador de la patria fuera masón ha resultado durante casi dos siglos un tema tabú. La realidad, no obstante, no puede ser obviada. San Martín era masón, así lo reconoció en varias de sus cartas y su trayectoria en la masonería está más que documentada. Por si fuera poco, su carrera política sería totalmente incomprensible —quizá ni siquiera hubiera tenido lugar— sin la masonería.
Es sabido que la salida de San Martín de España en 1811 tenía una clara conexión con la idea de llegar a Hispanoamérica v allí desatar una revolución contra España, revolución que la metrópoli invadida no iba a poder repeler. Lo que ya es menos conocido —si es que no ocultado— es que San Martín no abandonó España disfrazado, como en ocasiones se relata, sino con el respaldo de las autoridades francesas de ocupación y el respaldo de la masonería que tanto estaba ayudando a Napoleón en sus intentos de dominio mundial. El investigador José Pacífico Otero
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descubrió, de hecho, en el archivo militar de Segovia una autorización de 6 de septiembre de 1811 que permitía a San Martín dirigirse a Lima. El 14 de ese mismo mes, San Martín abandonó España acompañado de algunos amigos, todos ellos masones. Corno ha puesto de ma-nifiesto Enrique Gandía,
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partían todos ellos provistos de fondos franceses para desatar la subversión al otro lado del Atlántico. Sin embargo, antes de partir para el continente americano, San Martín recaló en Londres, donde se reunió con miembros de otra logia masónica, la Gran Reunión americana, inspirada por el masón venezolano Francisco de Miranda —que ya en 1806 había intentado llevar a cabo una sublevación contra España— y en la que San Martín había sido iniciado hasta el quinto grado. Fue a bordo de una fragata inglesa, la
George Canning
, como los conspiradores masónicos llegaron al Río de la Plata en 1812, circunstancia ésta muy conveniente ya que la nacionalidad del buque presumiblemente ocultaba el origen de la empresa.
¿Eran San Martín y sus acompañantes meros agentes de la masonería napoleónica? Es difícil responder de manera tajante a esa cuestión por la ausencia de fuentes. Seguramente, cabría hablar más bien de una confluencia de intereses. Napoleón estaba interesado en quebrar la intrépida resistencia española a costa de cualquier acción —ya lo había intentado sin éxito en México dos años antes— y pensó que una revuelta en la América hispana podía propiciar su triunfo. Por otro lado, si la empresa triunfaba, el poder emergente en América le sería favorable. Por lo que a los insurgentes se refiere, seguramente, no percibían en todo ello sino un apoyo de sus hermanos franceses a sus planes independentistas. Para lograr el avance de los mismos, San Martín, junto a Carlos María de Alvear y José Matías Zapiola, creó una organización que recibiría el nombre de Logia Lautaro, tomando su nombre de un indio mapuche que se había enfrentado en Chile a los españoles y que, finalmente, había sido derrotado y muerto por las tropas de Juan Jufré. El carácter masónico de la Logia Lautaro ha querido ser negado por algunos autores como Ferrer Benemeli, que incluso ha sostenido que no es seguro que San Martín fuera masón
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, pero la verdad es que el mismo resulta indiscutible y que los documentos no escasean. Es conocida, por ejemplo, la carta que en 1812 envió a Juan Martín de Pueyrredón, también masón, en la que San Martín utiliza la rúbrica masónica de los tres puntos. Así como el testimonio del yerno del Libertador, Mariano Balcarce, cuando, a petición de Benjamín Vicuña Mackenna, respondió: «Siguiendo fielmente las ideas de mi venerado señor padre político, que no quiso en vida se hablase de su vinculación con la masonería y demás sociedades secretas, considero debo abstenerme de hacer uso de los documentos que poseo al respecto.» De hecho, la visión de Dios que tenía San Martín no era la católica que hubiera cabido esperar —sí existen textos de encendido anticlericalismo, por otra parte— sino la del mero Creador, muy en armonía con la tradición masónica. También en consonancia con ésta dejó establecido su destino final: «Prohibo que se me haga ningún género de funeral y desde el lugar en que falleciere se me conducirá directamente al cementerio, sin ningún acompañamiento, pero sí desearía que mi corazón fuera depositado en el de Buenos Aires.» En 1824, San Martín se retiró a Francia, cuya masonería había tenido tan importante papel en el proceso emancipador. Fallecería el 17 de agosto de 1850, en una casa de Boulogne-sur-Mer, pero hasta tres décadas después sus restos no serían enviados a Buenos Aires.
Sin embargo, no se trata tan sólo de la filiación masónica de San Martín. Las constituciones de la Logia Lautaro
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son bien explícita,, y constituyen la encarnación de uno de los sueños fundacionales de la masonería, el de provocar el cambio político a impulsos de una minoría iluminada destinada por añadidura a regir la nueva sociedad. El texto citado constituye, desde luego, la exposición de un auténtico plan para conseguir, primero, y monopolizar, después, el poder en la nueva sociedad americana nacida del movimiento emancipador. Esa circunstancia explica que, como señala su constitución 5, «no podrá ser admitido ningún español ni extranjero, ni más eclesiástico que uno solo, aquel que se considere de más importancia por su influjo y relaciones» o —todavía más importante— que de acuerdo con la constitución 11, los hermanos de la logia adoptarán el compromiso de que «no podrá dar empleo alguno principal y de influjo en el Estado, ni en la capital, ni fuera de ella, sin acuerdo de la logia, entendiéndose por tales los enviados interiores y exteriores, gobernadores de provincias, generales en jefe de los ejércitos, miembros de los tribunales de justicia superiores, primeros empleados eclesiásticos, jefes de los regimientos de línea y cuerpos de milicias y otros de esta clase».