»Luego vino Herodes Antipas, que se instaló aquí en Séforis y embelleció la ciudad espléndidamente. También fundó Tiberíades, a la que puso este nombre en honor al emperador Tiberio, pero esto le causó no pocos problemas con los judíos más exaltados, pues la nueva ciudad se edificó donde antes hubo un cementerio y transgredía la ley por ser un lugar considerado impuro.
»Aun así, para muchos empezó una época de mayor tranquilidad. Por ejemplo, para nosotros, pues, aunque mi familia debía todas su tierras y privilegios a Herodes el Grande, fue con Antipas con quien realmente prosperó.
»Así que también, además de bodegueros, fuimos perfumistas, en una época en la que cualquier empresa o transacción comercial, de una manera u otra, dependía de la casa de Herodes. Según solía decir mi abuelo, y no creo que se tratara de una simple exageración, la fortuna que dejó el rey al morir ascendía a más de diez millones de denarios, una cantidad desmesurada para el señor de una zona apartada y no demasiado importante del imperio de los romanos. Pero es que la gran riqueza de Herodes manó durante décadas de muchas fuentes. De todos los productos agrícolas que se cultivaban en estos campos se reservaba él una parte de cuatro, del grano un tercio y de la fruta la mitad.
»Recuerdo cómo mi abuelo se encargaba personalmente cada año de anotar con cuidado toda la cosecha, temiendo que los administradores le hicieran trampas, y no tanto por el perjuicio que a él le suponía, sino porque, si el rey llegaba a enterarse de que alguien le engañaba, no dudaba en quitarle todo o incluso meterlo en la cárcel o condenarlo a muerte. Por eso mi abuelo cumplía minuciosamente con el tributo y advertía constantemente de que no se podía burlar a Herodes, como tampoco al diablo.
»El rey poseía en propiedad las plantaciones de bálsamo de Jericó y Enguedí y se cuidaba mucho de que se explotaran con eficacia, porque a partir de esas plantas se obtiene el perfume que vale su peso en oro. Pero, además, la casa de Herodes controlaba todos los peajes y derechos de aduana de las caravanas que venían desde Oriente transportando especias. Y por todo el incienso y la mirra que desembarcaba en el puerto de Gaza proveniente de Arabia se debían abonar los impuestos al atravesar estos territorios. Sobre cualquier negocio, Herodes cobraba tasas y tributos; incluso sobre la cría de palomas y otros animales para el sacrifico del templo. Cualquier mercado, por insignificante que fuera, era visitado a diario por sus acreedores.
»Fue en esta corte opulenta, y por influencia del propio Herodes y de las gentes que le rodeaban, donde se extendió desde aquellos tiempos una afición a los perfumes como no se había conocido antes. Y al ser Herodes el dueño de las plantaciones de bálsamo, aquí se estableció el mayor mercado y se crearon las más afamadas fábricas de ungüentos y mixturas a base también de cinamomo, mirra, incienso, rosaleda, cañafístula, aloe, sándalo… Desde aquí, las esencias y los perfumes, puros o mezclados con aceites o licores, en forma de resinas o líquidos, se comerciaban por todo el país.
»¡Qué ironía! Este reino, podrido por la influencia de los peores demonios, resulta que olía a gloria…
—Dicen que el nombre de nuestra ciudad, Séforis, deriva de una antigua palabra hebrea,
zippori
, que significa «pájaros». No se sabe quién tendría la ocurrencia de llamar a este lugar de esa manera, pero, sea o no una mera coincidencia, el caso es que los habitantes de Séforis siempre hemos tenido la cabeza llena de pájaros. Nuestros antepasados vivían, como suele decirse, «a lo loco». Sobre todo en verano, con el calor, la luz, los días largos y el sordo zumbar de los insectos… Hemos sido gente dada a recogernos en nuestras casas, a disfrutar de la frescura y la intimidad durante las tórridas jornadas. Pero, llegada la noche, nos encanta reunimos con los amigos para beber y conversar.
»Cuando yo era todavía una muchacha aturdida e ignorante de las cosas de los adultos, me quedaba asombrada cuando, al atardecer, mi abuelo se vestía para la cena. Entonces yo le miraba y me preguntaba dónde había aprendido a ser un auténtico señor, sin histrionismos ni apariencias forzadas. Tenía el cabello plateado, la piel atezada y los ojos grises. Me complacía verle bañado, peinado y perfumado, recortada y ungida la barba puntiaguda, vistiendo su mejor manto de color cárdeno con la orla encarnada. Cuando las criadas me llevaban a la cama, yacía regocijándome al escuchar los parloteos, las risas y la dulce melodía de las flautas. De vez en cuando, alguien recitaba a viva voz y los versos resonaban bajo las galerías del patio. Más tarde, cuando me iba venciendo el sueño, hacía un esfuerzo para no dormirme y poder escuchar esas canciones tan tristes que se elevaban en el silencio de la noche y que hablaban de jardines, de amores lastimados, de felicidades imposibles… Cuando tuve edad para comprender, se me derramaban las lágrimas. ¿Cómo no soñar con un amante que hiciera palpitar mi corazón?
»Pasó el tiempo, y a los descendientes nos llegó la hora de emular a nuestros mayores, cuando a ellos ya les vencía la vejez o habían dejado este mundo. Resulta curioso ver qué fuerza tiene la vida: no bien parecía que acababa de despertar de mis sueños de niña y ya estaba yo en el mismo patio, a la misma hora, bebiendo el mismo vino y escuchando los mimos versos y canciones que mis antepasados. Las noches de luna llena en lo alto de esta montaña, contemplando los valles azulados, son maravillosas…
»Pero todo cansa: cansan las berenjenas asadas, el pan con cebolla frita, el cordero tierno sobre las brasas, los dulces enmelados, el vino, el mulsum… incluso las flautas, los versos y las canciones; ¡todo cansa!, cuando pasa la vida y ves agotarse, año tras año, el aroma del jazmín, el encanto de las palabras, la magia del vino… Una primavera tras otra se repiten las poesías, las fiestas, las estaciones, los ciclos; pasa el verano y viene la vendimia; exultan las uvas en el lagar y después se apagan los mostos en las bodegas… Y viene el vino nuevo, pero se añora el viejo… Se echa de menos a los que ya no están… Y, finalmente, se llora; se llora muchísimo, porque nada se puede parar y todo fluye y se va…
»¿Recuerdas que te conté cómo murió mi abuelo? Después de que desapareciera de la casa con la mente perdida y de haberle estado buscando, al fin lo encontraron en el bosquecillo sagrado que está en mitad de la viña. Yacía aferrado a su caja de caudales, retorcido como el tronco de una cepa vieja. Me lo trajeron a casa y yo sola lo ungí con bálsamo y aloe; tuve que estirar y suavizar sus miembros ateridos, los brazos, las piernas, las rodillas agarrotadas, los dedos sarmentosos… ¡Se me presentó la realidad de la muerte! Él había sido un hombre enérgico, cuidadoso de lo suyo, astuto y, en cierto modo, providente. Me dije: ¿para qué tanto luchar? Recordé sus denuedos: las preocupaciones, las deudas, los matrimonios de los hijos, la viña, los miedos y el apego a la tierra; también las vendimias, los odres nuevos y los viejos, el vino exquisito y el convertido en vinagre; las fiestas familiares, el aroma del cordero asado, los parloteos, las risas, los versos, las canciones, la luna…
»Envolví en un lienzo nuevo aquel cuerpo viejo y encogido, agotado a fuerza de ganar y conservar tierras, dinero, esclavos y… ¡Y odios!
»Pero, como te digo, ¡qué fuerza no tendrá la vida! Cumplido el duelo, se me secaron las lágrimas y, antes de que me diera tiempo a pensarlo, me miré un día en el espejo y descubrí, ¡espantada!, que esa piel atezada, los cabellos plateados y los ojos grises de mi abuelo estaban ahí delante de mí: yo me estaba convirtiendo en él.
»Y para colmo, me correspondía hacerme cargo de todo. De momento, ¡qué desastre! Cuando se acabaron los dineros de la caja que el difunto había tenido entre sus manos los últimos días de su vida, todo se vino abajo.
»Lo demás de esta historia mía ya lo sabes: apareció Pisco y latió mi corazón, al mismo tiempo que prosperó de nuevo la hacienda. Gané dinero, rellené la caja, me enamoré, me hice ilusiones, me dispuse a ser feliz… y sobrevino el engaño.
»Pisco se olvidó de mí a partir del día que me empeñé en gobernar la viña y la bodega a mi manera. Hay hombres que no pueden soportar a las mujeres que tienen iniciativas propias. Y yo, ¡qué ilusa!, pensé que podría mantener en mis manos, al mismo tiempo, al amado y a lo único que en el fondo él amaba: mi hacienda.
»Al despecho suele sucederle un tiempo raro. Para mí, fue el tiempo de la sospecha. Me parecía que cualquiera que tratara de meterse en mi vida vendría enviado por los demonios. Porque, aunque lo había intentado, no fui capaz de olvidar que planeaba sobre mi vida una fuliginosa maldición.
»No obstante, y en medio de los oscuros augurios, aún revoloteaban algunos pájaros dentro de mi pobre cabeza.
«Haciéndoles caso, durante cierto tiempo procuré divertirme. Nunca me faltaron los amigos, como tampoco los amantes. Entonces me dejé llevar por una excitación cansina, a veces agotadora, que no acababa de proporcionarme eso que en el fondo anhelaba mi corazón y que ni yo misma sabía de qué se trataba. Después vino el aburrimiento y de nuevo la soledad. Más tarde empezaron a adueñarse de mi vida los peores demonios: los de la nada y la abulia.
»La oscuridad en mi vida era muy densa, todas las puertas parecían cerradas y me sentía como atrapada en mí misma. No sé si habrás experimentado alguna vez eso: no eres capaz de liberarte de una especie de reconcomio negativo y te sientes incapaz de pedir ayuda. No puedes siquiera concentrarte en lo que quieres hacer, pues estás abrumada por pensamientos de desesperanza. Ésa es la peor cárcel: la negrura de los demonios mudos y sordos…
Cayó la noche sobre Séforis. Salió la luna, plateando las colinas, las murallas y los edificios de la ciudad. Podalirio miró hacia el valle silencioso y percibió la fuerza poderosa de aquella Galilea extraña y envolvente. Entonces le embargó un descarado placer de vivir, que enseguida se enturbió cuando volvió a molestarle la duda de dónde estaba la última verdad y si sería o no cierto que tal verdad se había paseado por los caminos que serpenteaban allá abajo, entre viñas, olivares y sembrados verdes. La pasión por desentrañar ese misterio se apoderaba de él, pero su conciencia más profunda luchaba contra ella, asegurándole que, con todo su esplendor, aquella maravillosa tierra era un minúsculo reino de muerte por el que habían campado los demonios a sus anchas, igual que en Corinto, como en cualquier otra parte del mundo, y que la maldición del poder y el dinero había hecho presa allí también, haciendo sufrir a las gentes, ¡eso!, como en cualquier otra parte del mundo…
Sin embargo, Podalirio se rebelaba contra tales pensamientos. Él seguía anhelando, dolorosa y desesperadamente, que el sino del ser humano fuera algo más que únicamente eso.
Como si acudiera a la llamada de su alma, Susana se presentó de repente y se situó a su lado, discreta y silenciosa como una sombra. Ambos estuvieron contemplando la luna durante un largo rato sin decirse nada. Más tarde, Susana escanció un aromático vino en dos vasos y le ofreció uno a Podalirio. Él bebió y al momento sintió el irrefrenable impulso de tratar de arrancarle una respuesta, pero el buen sentido acudió en su ayuda a tiempo y decidió seguir haciendo uso de la paciencia para no importunarla.
Susana también bebió, suspiró y comentó en voz más bien baja:
—Pronto será primavera…
Al oírle decir eso, la memoria de Podalirio empezó a vagar al azar, poniendo tal o cual cosa en perspectiva. Se acordó de las noches de Corinto y se engañó a sí mismo creyendo que le acariciaba el rostro el céfiro salado del lejano golfo, cuando no era sino una delicada brisa serrana, perfumada y agreste. Bebió un par de sorbos más y pensó en Galión: tal vez su querido amigo estuviese en ese mismo momento saboreando el vino griego en el puerto del Lequeo, o danzando graciosamente entre gentes ebrias y desinhibidas. ¿Cómo les iría a Nana y a Egimio ocupándose solos del Asclepion? ¿Seguirían Ródope y su esposo Titio tan felices por haber llegado a estar seguros de que los dioses pueden visitar a los hombres? ¿Y Saoul? ¿Comprenderían finalmente los judíos y los griegos el sentido del amor puro que predicaba Saoul? ¿Y qué habría sido de Lucius?
Estuvo perdido en estos pensamientos mientras miraba la luna, y casi se olvidó de que Susana estaba a su lado.
Ella empezó a hablar.
—En aquellos tiempos, yo todavía tenía treinta años. No obstante, ya empezaba a tener la sensación de que mi existencia era el mayor de los engaños. El mundo entero parecía haberse vuelto obsceno a mi alrededor y me consideraba víctima de la injusticia más amarga. Aun así, seguía creyendo en el amor y conservaba un elevado ideal de él. Eso, en vez de reconciliarme con la vida, me hacía sentir como una tonta. Porque mi soledad se había convertido sencillamente en la prueba de que para mí, en asuntos de amor, nada era tolerable excepto lo mejor, y estaba convencida de que el ser amado perfecto no se puede hallar. Entonces me persuadí definitivamente de que nada, ¡absolutamente nada!, merecía verdaderamente la pena en este mundo y me recluí en la casa de la viña. Pasarme los días encerrada en mi habitación como una mujer enferma, a quien no le queda más remedio que guardar cama, fue el siguiente paso. Después ya ni siquiera me aliviaba lo más mínimo llorar. Me rendí ante mis demonios, cuyas caras identifiqué con el tiempo: miedo, soledad, tristeza, abulia, desesperanza, incredulidad y deseo de morir. ¡Siete demonios! Siete falsas compañías y siete soledades ciertas.
»Al principio, mis amistades venían a visitarme y trataron de infundirme ánimos. Pasados los meses se olvidaron de mí. Únicamente Juana persistía en su empeño de devolverme a la vida de antes, a las fiestas de Séforis, las canciones, las danzas, los poemas, el vino… A mí me producía náuseas sólo el pensar en todo aquello. ¡Me invadía una pereza enorme!
»—Mírate al espejo, mujer —me decía Juana—. Estás descuidada… ¡Te convertirás enseguida en una vieja!
»Estas reconvenciones de mi amiga me daban igual. En el fondo yo había dejado ya de considerarme una mujer joven. ¿Para qué tratar de aparentar si no me interesaba llamar la atención de nadie?
»Un día, a mediados de verano, me desperté en plena noche presa de una gran ansiedad. No podía conciliar el sueño y el corazón me palpitaba fuertemente dentro del pecho. Una especie de negro telón se había desplegado en mi alma y delante no había sino oscuridad. Sé que es difícil de explicar perfectamente lo que me pasaba, pero digamos, resumiendo, que ansiaba la muerte, al mismo tiempo que me provocaba un terror inmenso. La nada abría las fauces y los demonios me arrastraban hacia su abismo infinito.