Los milagros del vino (45 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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»—¡Suéltame, loca! —contestaba yo—. ¡Te has enamorado de ese Yeshúa! ¡Eso es lo que te pasa! ¡Te has enamorado y estás sufriendo alucinaciones!

De repente, Susana interrumpió su relato y se quedó mirando a Podalirio, que parecía estremecido y tenía los ojos brillantes. Ella le acarició la mejilla cariñosamente y le preguntó:

—¿Te has emocionado?

—¡Mucho!

—Pues aún no te he contando nada…

Podalirio levantó la frente hacia el cielo y contempló meditativo la luna. Murmuró suspirando:

—Me ha impresionado lo de ese muchacho al que le poseía un espíritu inmundo. Me recordó algo que me sucedió en Corinto…

Susana se aproximó y le abrazó con ternura. Él percibió el agradable aroma del bálsamo mezclado con ámbar, en la delicadeza de su cuerpo tan delgado, y dijo con sinceridad:

—Gracias por abrazarme en este momento…

—¡Eres un ser maravilloso! —le susurró Susana al oído—. Eres tan sensible… En verdad mereces que te cuente todo esto.

—Gracias, gracias… —musitó él con voz temblorosa.

—Creo que no es conveniente que prosiga con el relato esta noche. Te abrumaría con demasiados sucesos. ¡Hay tanto que contar!

—Por favor —le rogó Podalirio—, continúa. ¡Necesito escucharte!

Ella se apartó y negó con la cabeza. Luego, mirándole con dulzura, observó:

—Hazme caso. No seamos impacientes… ¡Tenemos toda la primavera!

—Está bien. Tienes razón; será mejor tomarse todo esto con la calma que requiere.

En ese momento él vio por encima del hombro de Susana algo blanquecino que se acercaba, en la negrura de la noche, iluminado por la luz de la luna. Se sobresaltó y gritó señalando:

—¡Mira!

Era un ave que se aproximaba resplandeciendo en la penumbra, con un vuelo pausado.

—Es sólo una lechuza —dijo Susana, divertida al ver cómo Podalirio se había asustado.

El ave se posó con delicadeza sobre la muralla y clavó en ellos la penetrante mirada de unos ojos enormes y brillantes. Después alzó de nuevo el vuelo y desapareció por donde había venido.

Podalirio se quedó petrificado, viendo cómo la lechuza se alejaba silenciosa en dirección al valle.

—¡Qué cosa tan extraña! —comentó.

Capítulo 52

Podalirio descubrió en plena noche que unos grandes ojos de claro iris le miraban muy fijamente. Todo era oscuridad, excepto esos ojos expresivos y penetrantes.

—¿Quien está ahí? —exclamó sobresaltado.

—No te asustes —contestó una voz.

—¿Quién eres?

—Soy yo. ¿No me reconoces?

—Es que no veo nada —respondió Podalirio con enfado—. ¿Cómo voy a reconocerte si está todo oscuro?

La voz que procedía de los ojos explicó:

—Zeus me ha dejado que venga a verte, pero no me ha dado autorización para traer algo de su luz. Deberías hacer una invocación al padre de los dioses y tal vez nos permitiera vernos.

—¡Qué tontería! —replicó Podalirio—. ¿No serás esa dichosa lechuza?

Una tormenta de risas recorrió la estancia. Luego la voz habló con solemnidad:

—Hoy te vi junto a las murallas, Podalirio. En efecto, soy Palas Atenea, Minerva, la virgen, la diosa de los brillantes y resplandecientes ojos, de viva y penetrante mirada, como la de las pequeñas lechuzas, que custodian durante la noche los templos y las ciudades; la que nació de la propia cabeza de Zeus, haciendo de partera el hacha de bronce de Hefesto. Soy la que dio a la ciudad de Atenas el olivo como símbolo de la paz, frente al corcel guerrero de Posidón, y ante cuya soberbia belleza el veloz Helios, el Sol, detuvo los briosos corceles de su carro de fuego; la que inventó la flauta y la danza; la diosa de la guerra, a quien se consagra el gallo, esa ave orgullosa, animosa y peleadora; y, a la vez, soy protectora de la paz, la filosofía y las artes; y recuerda que fui yo quien guió a los argonautas en la búsqueda del vellocino de oro…

—¡Bien, bien, he comprendido! —protestó Podalirio—. Y ahora, por favor, querida Eos, ¡basta de teatro! No trates de engañarme porque sé que eres tú quien está ahí. Así que sal de una vez de la oscuridad y muéstrame tu bello rostro.

—¡Vaya, me has descubierto! —contestó la voz—. Veo que no te has olvidado de mí todavía, Podalirio, a pesar de tanta conversación con esa Susana.

—¿Voy a poder verte ahora o no?

—Un poco de paciencia… Antes he de pedirle a Hefesto algo de fuego para iluminarme.

—¡Vamos, sal de una vez!

De repente brotó una pequeña llama que fue aumentando. Eos se hizo visible progresivamente.

—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Podalirio admirado.

La presencia de Eos, iluminada por la llama irisada, resultaba majestuosa: vestía túnica espartana sin mangas, peplo y la clámide; el cabello castaño claro resplandecía, peinado hacia atrás sobre las sienes y flotando libremente por detrás. El casco lo llevaba en la mano, y estaba adornado preciosamente con grifos, cabezas de corderos, caballos y esfinges; a sus pies, el escudo redondo argólico, en cuyo centro aterraba la cabeza de la gorgona Medusa. En vez de la lanza, en la mano derecha sostenía una escoba y la lechuza estaba posada en su hombro.

Tras contemplarla con admiración, Podalirio observó irónicamente:

—Primero la golondrina de Isis, luego la corneja de Apolo y, ahora, la lechuza de Palas Atenea… ¡Cuántos pájaros!

Eos se echó a reír y contestó:

—No tantos como los que tiene esa Susana en la cabeza…

—No digas eso —replicó él poniéndose serio—; es una mujer sensata.

—¡Ay, Podalirio, no te enfades! Lo decía en broma. A fin de cuentas, como ella misma te dijo, Séforis significa «pájaros», ¿lo has olvidado?

—Estás en todo —dijo él—. ¡Claro! Te pasas la vida espiándome con tus aves… Eso te lo habrá contado la corneja, ¿verdad?

—No, querido, esta vez ha sido la lechuza, que es más sagaz.

—¿Más que la corneja?

—¡Mucho más! En realidad, la golondrina era una pobre e ilusa soñadora y la corneja una chismosa. Ya se dio cuenta de eso la sabia Atenea y apartó un día a la sofista corneja de su compañía, para evitar que los hombres pudieran confundir la charlatanería con la sabiduría, y decidió entonces adoptar a la callada y observadora lechuza. Porque esta ave silenciosa ve de noche, y a los sabios, a los cuales asiste Atenea, ninguna cosa se les debe esconder por velada que parezca.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso insinúas que mis conversaciones con Susana son pura parlería?

—¡Podalirio! —gritó Eos irritada—. ¡En absoluto he querido decir eso! Sino precisamente todo lo contrario: me deleita mucho ver cómo tu alma está exaltada, en permanente descubrimiento de cosas nuevas… ¿Cómo crees que estoy ahora yo? ¿Para qué piensas que tengo esta escoba?

—¿Para barrer lo viejo?

—¡Naturalmente, querido! Ya te lo expliqué.

—No sé… Te veo tan aferrada a nuestros veteranos dioses…

Eos se puso el casco y se hizo invisible. Sólo los claros ojos permanecían resplandecientes mirando a Podalirio.

—¿Por qué te quitas ahora de mi vista? —protestó él.

—Porque tengo la sensación de que no me comprendes. En el fondo, todos los hombres sois iguales. ¿Qué es para ti la mujer, Podalirio? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

—No sé a qué viene eso…

Ella volvió a ponerse el casco y se hizo visible ahora con una nueva apariencia.

—¡Oh, Medea! —exclamó Podalirio—. ¿Por qué te has caracterizado de esa manera?

—Porque en la historia de Medea el gran Eurípides alza la figura femenina de forma extraordinaria: ella es sabia, fuerte, hábil, luchadora y por ello es amada por unos, pero respetada y temida por todos. ¡Es la única mujer que para vosotros, los hombres, resulta formidable! Nada os resulta más inesperado que la representación de los pensamientos y acciones de las mujeres. Frente a este comportamiento tan típicamente masculino, Medea es la mujer fuerte e inteligente que dice la verdad desde el primer instante que aparece en escena.

Podalirio se estremeció.

—Ya lo he comprendido.

—Muy bien —asintió con ternura Eos—. Pues no olvides interpretar todo lo que te cuente esa Susana a la luz de nuestra eterna sabiduría.

Dicho esto, volvió a colocarse el casco y se esfumó.

—¡No, Eos, no te vayas! —gritó él.

Los ojos permanecieron visibles durante un momento. Después desaparecieron del todo.

Podalirio despertó. Quería guardar en la memoria aquel curioso sueño, pero las imágenes se difuminaban.

Se levantó y se asomó a la ventana. La viña estaba brotada y los verdes pámpanos se expandían ya sobre la tierra roja. El camello daba vueltas en torno a la noria y las mujeres llenaban sus ánforas con agua fresca. La madrugada traía aromas silvestres y trinos de pájaros recién alborotados por la luz en las arboledas.

Susana pasó por allí, meditabunda, contemplando la inmensidad del valle. Alzó la mirada hacia donde estaba Podalirio y sonrió, regalándole un guiño cariñoso de sus grandes ojos grises…

Capítulo 53

Susana y Podalirio atravesaban caminando el inmenso mercado de Tiberíades; detrás de ellos iban los criados llevando las riendas de las muías y de un par de pequeños borricos cargados con alforjas. La mañana de primavera era fresca y el aire estaba impregnado por los olores de las frutas, las hortalizas, las carnes ahumadas, las cebollas maceradas en vinagre, las especias, las hierbas aromáticas… Las mujeres parloteaban a voz en cuello mientras los mercachifles intentaban atraer su atención pregonando sus géneros con ponderativas voces. Más adelante, el tufo intenso del pescado en salazón se adueñaba de todo. Un bullicioso grupo de romanos se arremolinaba en torno a un puesto donde se vendían tarros de salsa
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mientras el comerciante les daba detalladas referencias en perfecto griego acerca de la calidad y excelencia de su producto.

Susana le explicó a Podalirio:

—Ya te dije que Tiberíades tiene el mejor mercado de Galilea. Aquí viene gente de los valles, de la costa y de las montañas para proveerse de lo que necesitan, a la vez que afluyen mercancías de todo tipo.

—Pero… no he visto a los perfumistas —comentó Podalirio—. Hemos recorrido todos los puestos y no se despachan ungüentos ni esencias. ¿No decías que veníamos a ver eso especialmente?

Susana le miró frunciendo el ceño.

—¿Cómo se te ocurre pensar que los perfumes se pueden vender en medio de todo este hedor? ¡Nadie los apreciaría! Hay otro mercado dedicado expresamente a ese negocio, en las atarazanas, al borde del lago, en el mismo lugar donde se almacena el vino. Ahora vamos hacia allí.

Dejaron atrás los últimos tenderetes y se adentraron por un dédalo de callejuelas muy concurridas donde, al aire libre, se cocían cabezas de carnero en grandes ollas, que la gente compraba para comérselas allí mismo, de pie o sentada en pequeños taburetes. Podalirio se fijó en los cráneos con sus cuernos retorcidos que flotaban en el agua hirviendo y en los hombres distinguidos que, vestidos con elegantes indumentarias, se encorvaban y arrancaban a dentelladas la carne del hueso, con cuidado para no ensuciarse los ampulosos pliegues con alguna mancha de grasa. Mientras tanto, unos músicos puestos en cuclillas tamborileaban sus panderos y soplaban unas curiosas fístulas, deleitando a los comensales con alegres melodías.

—Es divertido todo esto —comentó Podalirio.

—¡Oh, Tiberíades es una fiesta continua! —exclamó Susana.

Doblaron una esquina y apareció frente a ellos el lago de aguas serenas, desbordado de plateada luz. Era casi mediodía y los barquichuelos descansaban amarrados en los muelles. La chiquillería bulliciosa se zambullía en las orillas, aprovechando el calor del sol de primavera. Podalirio se deleitó contemplando la belleza tranquila y extraña del pequeño puerto, y la calma resplandeciente de lo que se conocía como mar de Galilea.

Caminaron por delante de unos edificios altos, donde los pescadores arreglaban sus barcas; también allí había algunas tabernas, y los soldados jugaban estruendosamente a los dados, ahítos de pescado y vino. En el extremo del muelle comenzaron a percibir con deleite el maravilloso aroma de los perfumes.

—Hemos llegado —dijo Susana.

Penetraron en un almacén grande, que vigilaban atentamente un par de mocetones que saludaron a Susana con mucha ceremonia. En los mostradores y los estantes se alineaban dispuestos con sumo orden miles de frascos de todos los tamaños y colores.

—¡Humm…! ¡Qué olor…! —exclamo extasiado Podalirio.

El encargado, un viejo muy flaco, caído de un lado, se aproximó renqueando y se inclinó en una profundísima reverencia ante Susana. Esta explicó:

—Es Yashup, el maestro perfumista. Lleva aquí más de cincuenta años; nadie como él, no sólo en Tiberíades, sino en Galilea o Judea, sabe más de esencias, ungüentos y mixturas aromáticas. Todo lo que yo sé, lo aprendí de él.

Yashup sonrió mostrando unas sonrosadas encías sin un solo diente y añadió con timidez.

—Mi señora Susana sabe más que yo de todo eso.

—¡No mientas! —replicó ella con falso enojo, dándole unas palmaditas en el hombro—. Tú le enseñarás a este amigo mío lo que tenemos en este almacén.

Con mucha tranquilidad, con pausada voz y minuciosas explicaciones, el anciano maestro le fue mostrando a Podalirio los diversos productos.

—Aquí está el incienso —le indicó en primer lugar—. Digamos que es la matriz, la más noble y, en cierto modo, la reina de las sustancias odoríferas. Como bien sabrás, se obtiene de ciertos arbustos resinosos cuyas exudaciones, como lágrimas de cristal, son recogidas en determinadas zonas desérticas. ¡Huélelo! —Acercó un puñado a la nariz de Podalirio.

—¡Oh, es muy penetrante! —exclamó éste—. He usado incienso en incontables ocasiones a lo largo de mi vida, pero no tenía el mismo aroma.

—Claro —explicó Yashup—. El incienso que se envía a los puertos de Grecia y Roma es diferente. Para conseguir olores y humos más intensos y pesados se le agregan otras sustancias, generalmente en número de cuatro o cinco, aunque se puede llegar hasta trece o más: sándalo, cedro, enebro, benjuí, estoraque, almizcle, ámbar…

Dicho esto, el maestro fue echando pequeñas porciones de diversas sustancias en un braserillo con carbón encendido que tenía en un rincón.

—¿Ves? —añadió—. Nada eleva el espíritu como el incienso. Cierto es que todos los perfumes deliciosos agradan a las divinidades, pero el incienso es el preferido por ellas, y el que mejor las dispone para escuchar las plegarias. Además, el humo del incienso aleja a los demonios, sana las enfermedades del alma y atrae la benéfica influencia de los ángeles.

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