»En el fondo me daba cuenta de lo que me decía y por ello me brotó un llanto desconsolado. De momento no pude hablar, pero luego dije sollozando:
»—¡Me avergüenzo de mí misma! ¡No merezco vivir! Tengo todo para ser feliz: casas, haciendas, parientes, criados, amigos… ¡y no logro ser dichosa! ¡Oh, Dios! ¿Qué me sucede? Cuántos pobres, enfermos, ancianos… ¡Cuánta gente tiene mayor motivo que yo para sufrir y, sin embargo…!
»—¡Oh, vamos, querida mía! —exclamó ella abrazándome—. No te atormentes. Mañana verás con claridad… ¡Sí, ha de ser mañana! Ahora todavía esos demonios no te dejan ver…
Ruborosa, con el rostro resplandeciente al sol del atardecer y rebosante de dicha, Susana tenía fijos sus ojos grises, profundos y brillantes en la inmensidad del lago.
—Aquí mismo fue.
Podalirio estaba atento a ella con el alma en vilo.
—¿Cómo fue? ¿Qué sucedió?
La voz de Susana expandió una sonrisa:
—Mi amiga Juana y yo estábamos en este lugar. El mar de Galilea amanecía sereno y bello, teñido de rojo por las ascuas del horizonte. Las barcas se aproximaban lentamente, con pausados golpes de remo…
—¿Venía él? —preguntó con impaciencia Podalirio.
Ella se volvió.
—Sentémonos ahí —propuso.
Tomaron asiento en una roca próxima, donde Podalirio extendió su manto. Susana continuó:
—Se formó un revuelo grande. La gente corrió hacia la orilla y empezó a gritar: «¡Rabí! ¡Rabí Yeshúa!» Entonces Juana me echó el brazo por encima de los hombros y me empujó hacia delante. A nuestras espaldas se oía estrépito de pisadas apresuradas, jadeos, gemidos y el crepitar de las ramas secas de los arbustos zaleados. Cuando quise darme cuenta, estaba con las piernas metidas en el agua hasta las rodillas. Una muchedumbre me rodeaba precipitándose hacia las barcas, me golpeaban por todas partes y temí perder pie. Grité desconcertada:
»—Juana! Juana! ¡Dónde estás?
»—¡Aquí! ¡Por aquí! —contestó ella agarrándome de la mano y tirando de mí con fuerza hacia una de las barcas.
»El agua me llegaba ya por la cintura.
»—¡Échate a nadar! —gritó mi amiga.
»Ambas habíamos aprendido de pequeñas, pero hacía muchos años que no nadábamos.
»—¡Se me ha olvidado! —objeté con miedo.
»—¡Vamos, eso no se olvida nunca! —contestó ella tirando con mayor fuerza de mí hacia la hondura.
»Me vi de repente con el agua al cuello, manoteando, luchando contra el velo y el vestido que entorpecían mis movimientos.
»—¡Ay, socorro! —chillaba—. ¡Que me ahogo!
»Entonces una de las barcas se detuvo a unos palmos de mí y los recios brazos de un par de hombres me agarraron y me alzaron, sacándome en volandas del agua. Atolondrada y con las ropas empapadas pegadas al cuerpo, trataba de cubrirme como mejor podía. Aquellos rudos pescadores me observaban con sus ojos picaros, muertos de risa, gritándole a sus compañeros de las otras barcas:
»—¡Mirad lo que hemos pescado! ¡Ved lo que tenemos a bordo!
«Avergonzada, bajé la cabeza para no enfrentarme a sus sucios rostros y maldije a mi amiga Juana por haberme arrastrado hasta aquella situación tan ridícula. Entonces vi de soslayo que ella nadaba cerca de la barca, hábilmente, en dirección a la orilla, sacando el cuello del agua todo lo que podía, exclamando:
»—¡Yeshúa! ¡Yeshúa! ¡Es Susana! ¡Es Susana, la bodeguera de Séforis! ¡La de los siete demonios!
»En el colmo de la vergüenza y el desconcierto, me cubrí el rostro con las manos. A mi alrededor sólo percibía risotadas y el desagradable vocerío de hombres toscos y groseros.
«Entonces sentí que una mano se posaba dulcemente sobre mi cabeza y una voz cálida me llamó por mi nombre:
»—Susana.
»Todo se desvaneció en torno mío. Perdí el sentido.
»Desperté tiritando, envuelta en mantas. Abrí los ojos y pregunté:
»—¿Me he ahogado?
»Juana estaba a mi lado, con aspecto radiante. Se echó a reír y contestó:
»—¡Sólo faltaba eso!
»—¿Dónde estamos? —murmuré.
»—¿No lo ves? Esto es la ribera del mar de Galilea, ¿no lo recuerdas?
»—¿Qué me ha pasado?
»Juana me besó en la frente.
»—¡Ay, qué cabecita hueca! ¿Dónde están tus demonios ahora, Susana?
»Vacilé y, al cabo, respondí:
»—Acaba de tragárselos un negro pozo sin fondo.
En este punto de su relato, Susana miró a Podalirio con los ojos brillantes y después se quedó como meditando. Estuvo así callada durante un rato, sumida en sus recuerdos, vencida por una gran emoción; mientras, él la observaba atónito, sin molestarla, sintiendo que su corazón palpitaba con fuerza.
Pero, cuando ya no pudo aguantar más, imprecó:
—¡Sigue contándome, te lo ruego! ¡Es una historia maravillosa!
Susana suspiró profundamente y se secó las lágrimas con el borde del velo. Prosiguió:
—Allí había mucha gente, ¡muchísima!; me rodeaban llenos de curiosidad, me observaban con ojos atónitos y preguntaban una y otra vez: «¿De qué te ha curado? ¿Qué mal padecías? ¿Cómo ha sido? ¿Cómo te sientes ahora…?»
»Eran de esas gentes a las que yo había considerado desde siempre despreciables por su pobreza, sus ocupaciones, sus enfermedades, su ascendencia… Entre estos desechados, estaban los que practicaban ciertos oficios y labores cuyo trabajo les hacía difícil cumplir las minucias rituales de la ley judía. ¡Nos habían enseñado desde pequeños a despreciarlos! Entre ellos se encontraban pastores, recaudadores, usureros, putas, curtidores de pieles, sastres, tejedores… Esa lista de gente impura es tan larga que no queda mucho sitio para los que podían considerarse «decorosos», de los cuales allí había muy pocos. Toda esa gente que buscaba a Yeshúa eran precisamente los considerados como incultos pecadores por la casta de los escribas, los fariseos y los sacerdotes, que, para colmo, pensaban que aquellos desgraciados eran también mal vistos por el Eterno.
»No te puedes imaginar la extraña sensación que producía ver a aquel rabí ponerse de parte de los pobres, los que no tienen éxito, los insignificantes… ¡Se le veía tan sinceramente preocupado por los enfermos, los tullidos, los leprosos y posesos! Y lo que es más, se mezclaba alegremente con los moralmente fracasados, con los descreídos e inmorales públicos…
»Juana y yo, por ser de familias prosélitas, próximas a la gentilidad, consideradas viciadas, llenas de pecados e indecencias, estábamos asombradas al ver que él no nos miraba mal.
»Cuando me rehíce y empecé a darme cuenta poco a poco de lo que me había sucedido, me invadió una enorme felicidad; me sentía como si hubiera bebido; hablaba y hablaba, me daba por reír o, de repente, me brotaban las lágrimas, pero ya no lloraba de pena, sino de pura felicidad.
»Nos pusimos en camino siguiendo al rabí por las orillas, de aldea en aldea, sin preocuparnos de nada, como arrastradas por una fuerza más grande que nuestras voluntades. Recorríamos los lugares donde se encontraba esa gente pobre y despreciable, comprobando cómo Yeshúa les anunciaba, entre curaciones y preciosas palabras, que el Eterno los quería más que a los fariseos y a los hombres considerados «santos» y «perfectos», aquellos cuyas cosas les van bien. El bello rabí se unía a los que lo habían perdido todo: a los enfermos y no a los sanos, a los pecadores y no a los justos. ¡Era maravilloso sentirse entre los que le necesitaban! Caminábamos siguiéndole, mientras él iba hacia ellos, los curaba, les decía que el Eterno los amaba totalmente y quería ser su rey, porque el Eterno es amor, porque ama a aquéllos a quienes nadie ama y porque se preocupa de los que nadie se preocupa. Es un verdadero padre; ¡así ve Yeshúa al Eterno!
»Y los secretos del Eterno estaban siendo entendidos por los ignorantes y los incultos mientras permanecían escondidos a los sabios y doctos. El hecho era tan novedoso para la gente que resultaba algo insólito.
—Algunos días más tarde, Juana y yo regresamos al mar de Galilea en busca de Yeshúa. Fuimos a presentarnos ante él ataviadas como mujeres pobres de las aldeas, con unos vestidos usados de paño basto y ajado, unos velos remendados, zurrón al hombro y bastón en la mano. Creíamos fríamente que así le complaceríamos más y nos tendría por dignas discípulas suyas.
»Lo encontramos descansando, sentado tranquilamente a la sombra de un sicómoro. Uno de sus amigos, al vernos llegar, le avisó:
»—Ahí están la bodeguera de Séforis y la mujer del despensero de Herodes.
»Yeshúa se puso en pie y se nos quedó mirando con sus bellos ojos muy abiertos durante un rato. Luego se echó a reír y hasta se revolcó por el suelo. Nos quedamos desconcertadas.
»Al cabo, secándose las lágrimas que le había provocado la risa, el rabí nos preguntó con extrañeza:
»—¿Se puede saber adónde vais vosotras con esa pinta?
«Juana y yo nos miramos hechas un lío. Mi amiga contestó:
»—Hemos decidido seguirte. Se nos ocurrió que debíamos venir así, vestidas como la gente pobre que te acompaña a todas partes. Queremos ser dignas de tus enseñanzas.
»Él escuchó riendo y no dejó de mirarnos con ojos cariñosos. El viento jugueteaba con sus cabellos revueltos y en toda su figura había salud espiritual y esa jubilosa audacia que le envolvía en todo momento. Se aproximó a nosotras con pasos firmes y ligeros.
»—No es necesario que os disfracéis de nada. ¡Me gustaban vuestros vestidos!
»Al oírle decir eso, nos sentimos un poco avergonzadas. Yo observé:
»—El otro día escuché que decías: «A vino nuevo, odres nuevos…» Yo comprendo muy bien lo que eso significa: es necesario cambiar, dejar la vida de antes, renovarse…
»Nos miró una vez más de arriba abajo, divertido, y repuso tranquilo:
»—Pues esas ropas son bastante viejas… No veo por qué motivo habéis dejado en casa vuestros bonitos vestidos.
»—Se los daremos a los pobres —afirmó Juana, muy convencida.
»Yeshúa movió la cabeza y dijo en voz baja:
»—Para todo hay tiempo bajo el sol…
»—Entonces, ¿qué hacemos? —le pregunté—. Queremos seguirte… ¡Por favor, no nos rechaces! Prometemos no interferir en tus planes ni molestarte… Podemos serte útiles…
»Él prestaba oídos con atención, alargó el cuello hacia mí y repuso con voz queda:
»—Quiero que seáis felices… Podéis guardar mis enseñanzas sin necesidad de echaros a los caminos. No todo el mundo puede cargar con eso…
«Juana se fue hacia él y le dijo con tono de reto:
»—¿Es porque somos mujeres?
»Yeshúa no manifestó asombro, ni protestó; se limitó a repetir conciso:
»—Quiero que seáis felices… Eso es todo.
»—No seremos más felices que estando contigo —repliqué—. A mí, tú lo sabes, ¿qué me importa ya lo demás? No quiero regresar a mi vida de antes y temo que vuelvan a mí aquellos demonios…
»Guardó él silencio, pensativo. Al cabo, dijo con ancha sonrisa:
»—¡Eso no va a pasar! Anda, mujer, ocúpate de hacer ese buen vino, comparte tus ganancias con los pobres y busca la manera de ser feliz.
»Juana volvió a preguntarle vivamente:
»—¿Es porque somos mujeres? ¿Se trata de eso?
»Yeshúa se encogió de hombros y contestó meneando la cabeza:
»—No, no es por eso.
»—¿Entonces? —inquirí con ansiedad—. ¿Es acaso porque somos ricas y prosélitas de Séforis? ¡Estamos dispuestas a todo!
»Sus ojos francos, serenos, nos tranquilizaban. El agotamiento y la inquietud que nos habían acompañado durante los días anteriores a ese encuentro iban cediendo y sólo estar allí delante de él nos llenaba de gozosa excitación.
»—¡Nada nos separará de ti! —exclamé.
»Yeshúa estaba visiblemente asombrado. Extendió la mano y me acarició cariñosamente la frente. Me agarré a esa mano con todas mis fuerzas y acerqué los labios, arrebatada y feliz.
«Entonces, uno de sus amigos se puso a dar voces, furioso.
»—¡No hagas caso de esas dos! ¿Es que no sabes quiénes son? ¡Son la gente de Herodes! ¡Sus familias se han pasado la vida saqueando, torturando y pisoteando en el barro a los nuestros!
»—¡Eso! —secundaban los demás—. ¡Que se vayan! ¡Es gente impura! ¡Son pecadoras que viven contaminándose con las costumbres y los vicios de los gentiles! ¡Échalas de aquí!
»Yeshúa pareció irritarse y frunció el ceño en su rostro luminoso y a la vez enigmático.
»—¡Silencio! —gritó.
»Todos se callaron, pero seguían furiosos y nos miraban con caras de odio.
»Ya había anochecido, de los montes descendía un viento frío y la humedad crecía en la orilla del mar. Las ventanas de las pequeñas casas de los marineros brillaban con una luz mortecina, rojiza, inmóvil. En el silencio que se había hecho entre la gente que estaba pendiente del rabí, empezó a oírse el mugido somnoliento del ganado y algunas voces breves y secas de los pastores. Una sombría calma, meditativa y hermosa, envolvía el lugar…
»—¿No os dais cuenta? —dijo de repente Yeshúa—. ¡Es maravilloso! El viento sopla donde quiere… aunque nadie sabe de dónde viene ni adónde va… Pero todos podemos sentir su presencia y oír su voz… Estas mujeres, igual que vosotros, han escuchado esa llamada. Y la han comprendido… ¡Y se sienten dichosas! ¿Qué hay de malo en eso?
»Al verle defendernos con tanto entusiasmo, cesó la actitud de la mayoría. La gente ya no estaba pendiente de nosotras, sino de sus palabras. Él prosiguió:
»—Las almas de estas mujeres de Séforis se parecen a la de aquel mercader que se pasaba la vida buscando perlas finas, y que, al encontrar una perla de gran valor, vendió todo lo que tenía y la compró.
»—¿Qué quieres decir con eso? —alzó la voz uno de los presentes—. ¡Háblanos con mayor claridad!
»El rabí se volvió hacia nosotras y continuó:
»—Aunque os cueste, no creáis que estas mujeres son muy diferentes a vosotros.
»—¡Qué dices! —protestó otro de aquellos rudos hombres—. ¡Son gente pecadora; amigas de gentiles idólatras! ¿Cómo las vas a comparar con nosotros?
»—¡Explícate mejor! —le pidió otro de ellos.
»Yeshúa, con su voz segura y fuerte, explicó:
»—Algunos de vosotros sois pescadores y os pasáis la vida bregando en el mar. Sabéis bien que no todos los peces tienen el mismo valor, pues no todos se venden a igual precio en el mercado de Tiberíades. Imaginaos a un pescador inteligente que arroja su red al mar y, al retirarla, resulta que contiene gran cantidad de pequeños peces. Pero, entre ellos, encuentra un pez grande y hermoso, que sabe que venderá a muy a buen precio. Entonces el pescador inteligente lo escogerá sin dudar y arrojará al mar todos los demás peces pequeños, que no harán sino hacerle perder el tiempo y tener que cargar con más peso de camino al mercado.