—Es cierto —asintió Podalirio—. No conozco ninguna creencia o religión que no se sirva del incienso para sus ritos.
Entonces intervino Susana, que asistía sonriente y atenta a la conversación.
—Fue el propio Dios quien prescribió a Moisés la fórmula del incienso, que sólo podía ser preparado por la tribu de Leví, y únicamente los sacerdotes podían ofrendarlo.
—¡Oh, eh aquí la mirra! —exclamó el maestro perfumista—. Contemplad la otra sustancia aromática que obra maravillas. Su nombre significa «amargura» y se refiere al sabor acre de esta resina de dulce olor y gusto amargo. Por ese motivo se emplea la mirra en los ritos funerarios: envuelve dulcemente la carne que ha de corromperse y recuerda el amargo dolor de la muerte. En toda Siria, en Egipto y en el Lejano Oriente se usa la mirra para perfumar los cadáveres antes de depositarlos en las sepulturas.
Podalirio repuso:
—Conozco esas prácticas orientales. Pero la mirra también sirve para otras aplicaciones en vida de los hombres. En Grecia fabricamos con ella todo tipo de medicinas. Se utiliza para curar las rozaduras de los pañales de los niños, para mitigar la calvicie, para tratar lastimaduras, malas digestiones, gases, diarrea, disentería, fiebre…
—Veo que sabes mucho de estas cosas —observó con asombro Yashup.
—Es médico asclepiada —explicó Susana—. Este amigo mío es un hombre muy sabio que se educó en el afamado santuario de Epidauro.
—¡Ah, comprendo! —exclamó el maestro—. Numerosos médicos vienen aquí desde diversos lugares para abastecerse de sustancias, y es verdad que la mirra tiene muchas propiedades curativas, pero, en estas tierras, se asocia principalmente a los preparativos mortuorios…
Susana repuso con énfasis:
—Y también a los amorosos: es el perfume con el que se aromatizan los lechos cuando se preparan para el amor. Con mirra se perfuman las camas en la noche de bodas y los novios llevan saquitos que contienen mirra bajo sus vestidos.
—Es curioso —comentó Podalirio—. Una vez más, placer y dolor, dulzura y amargura…
—Como la vida misma —sentenció Yashup con gravedad.
Todos se quedaron pensativos. Entonces Susana explicó:
—El óleo de mirra se considera un tesoro: una sola gota tiene el poder de convertir un perfume ordinario en una fragancia costosísima. La mirra es un codiciado regalo.
El maestro abrió un pequeño frasco y lo aproximó al rostro de Podalirio. Este exclamó:
—¡Qué maravilla!
Después Yashup le fue mostrando otros perfumes: el cedro, cuyo olor ahuyenta a las serpientes; el apreciado bálsamo y el aloe. Así se completaba el conjunto de las esencias más caras. Después estaban el jazmín, el mirto, la rosa, el sándalo, el romero, el almizcle, el enebro, el estoraque…
Agradecidos por sus enseñanzas, se despidieron del maestro y salieron del almacén. Avanzaban hacia el poniente por el muelle extendido, pasando por delante de las barcas. Los pescadores ya empezaban a preparar sus aparejos.
Susana se detuvo delante de una taberna y propuso:
—Deberíamos comer algo. Aquí preparan un pescado muy rico.
—Estoy hambriento —afirmó Podalirio.
Se acomodaron sobre una esterilla de mimbre en el suelo, a la sombra de una enorme higuera. Les sirvieron pescado asado en las brasas y vino.
—Es de tu bodega, Susana —dijo el tabernero muy sonriente mientras les llenaba las copas.
—Todo el mundo te conoce —observó admirado Podalirio.
Susana se encogió de hombros y contestó con naturalidad:
—Ya soy vieja. Llevo vendiendo vino y perfumes por esta región más de treinta años.
—Todavía no eres vieja —replicó cortésmente él.
—No necesitas complacerme —sonrió ella.
Empezaron a comer, mirándose de vez en cuando, sin hablar, como meditando. Las gallinas acudieron y se pusieron a escarbar por los alrededores. Aun bajo la encina, hacía calor. Susana se quitó el velo. Su blusa de lana azulada, desprovista de cinturón, cubría sólo uno de sus hombros, y el otro, desnudo, era de una cautivadora esbeltez. También eran delgados y gráciles sus pies sin sandalias, con ajorcas de oro muy finas en los tobillos. Podalirio se fijó en sus ojos profundos y grises y no pudo evitar ruborizarse. Ella contrajo los labios, frunció el ceño y preguntó:
—¿Qué pasa?
Podalirio sonrió tranquilizadoramente.
—¿No te ofenderás si te digo algo?
—Di lo que quieras. ¿Te preocupa alguna cosa?
—No sé… Estás aquí conmigo… Y, al fin y al cabo, soy un extranjero desconocido para esta gente. ¿No te inquieta lo que puedan pensar de ti?
—¿A mi edad? —rió ella.
El se puso serio.
—Todavía eres joven, Susana, y… y, en fin…
—¿Y qué?
—Bueno. Eres atractiva.
Ella sacudió la cabeza y resplandeció la abultada melena rubia entreverada de canas. Exclamó abochornada:
—¡Anda, bebe vino y déjate de tonterías!
Podalirio apuró la copa y después volvió a mirarla fijamente a los ojos.
—¿Eres feliz? —le preguntó.
Ella también bebió. Le sostuvo la mirada y respondió, esbozando una pletórica sonrisa:
—Completamente.
—¿No temes nada?
—Nada.
—¿Ni siquiera la muerte?
—No, ni siquiera la muerte.
Siguieron comiendo y meditando en lo que acababan de hablar. Se oían las voces de los marineros, el martilleo de los artesanos y el canto de los gallos. El lago se veía hermoso y apacible, como plata fina reluciendo entre las ramas y las hojas de la higuera.
De repente, Podalirio sintió que algo revoloteaba por encima de ellos. Alzó la vista y se sobresaltó.
—¿Qué pasa? —le preguntó Susana.
—¡Ahí arriba se ha posado una corneja! —señaló él con atemorizada expresión—; justo sobre nuestras cabezas.
—¿Y qué?
—Voy a espantarla —respondió Podalirio, poniéndose en pie.
—¿Por qué?
—Porque… ¡En fin, yo sé lo que me digo!
Recogió piedras y se las estuvo lanzando al ave hasta que logró que alzara el vuelo. Pero fue a posarse en otra higuera que había un poco más allá. Podalirio corrió hacia allí y se puso de nuevo a espantarla.
—¡Déjala en paz! —le gritó Susana—. ¿Qué mal puede hacernos? ¿No ves que sólo le interesan los higos?
Regresó Podalirio junto a ella, se sentó y bebió vino con nerviosismo.
—No me gustan esas aves, son curiosas, charlatanas, enredadoras…
—Qué supersticiosos sois los griegos —afirmó divertida Susana.
Después del pescado, comieron nueces fritas en miel y dátiles. El tabernero sirvió un vino dulce mezclado con agua fresca.
Olvidado de la corneja, Podalirio se sintió feliz.
Más tarde caminaron por la orilla del lago. Las aguas parecían un cielo repetido y brillante; la vegetación crecía por doquier y el color verde oscuro de las plantaciones y el más claro de los pastizales matizaban el paisaje. Por ser primavera, el campo estaba salpicado por un sinfín de flores silvestres, entre las que se destacaban los lirios en los ribazos y las tempranas anémonas se entretejían, moradas y de un vivo color rojo escarlata, como un tapiz.
—Ven aquí —le pidió Susana a Podalirio, adentrándose por una vereda estrecha que discurría entre arbustos.
Ella se detuvo junto a unas rocas y se quedó mirando hacia el lago con ojos soñadores. El agua jugueteaba con la tierra, dibujando un perfil de curvas suaves, mientras grandes bancos de peces se acercaban en rápidos movimientos a las tibias corrientes de la orilla. Podalirio aspiró con placer el aroma de la intensa vegetación y el dulce vaho que desprendía el néctar de tantas flores. Miró a Susana con su bondadoso rostro enrojecido por el sol y dijo:
—¡Qué bien se está aquí!
Ella asintió con un movimiento de cabeza y suspiró profundamente. Después le brillaron los ojos cuando dijo emocionada:
—Aquí comenzó todo.
Podalirio se acercó a ella con una pregunta en la mirada.
—Siéntate a mi lado —le rogó Susana—. Te contaré cómo fue.
Podalirio se estremeció al percibir el aroma balsámico que estaba prendido en sus ropas y que se mezclaba con el de las flores silvestres. Miró hacia el lago y vio al sol ahogarse en sangre en el horizonte.
—De momento, Juana no logró convencerme para que fuera al encuentro de Yeshúa. Permanecí en la villa durante algunos días, y cada noche se desplomaban sobre mí la pena, el miedo, la soledad… Entonces me di cuenta de que no podía permanecer allí más tiempo, así que me monté en la muía y comencé a galopar sin sentido por la viña. Pero después comprendí que así no podía escapar de mis demonios y al fin decidí encaminarme hacia Séforis.
»Como si buscara algo, vagué por el mercado, por los alrededores del teatro, por las plazas vacías y por delante de las tabernas desde las que me llegaba el familiar aroma del vino de mi bodega. Paseé al pie de las murallas y me detuve delante de la puerta del palacio donde vivía mi amiga. Estuve a punto de arrepentirme, pero, finalmente, un extraño impulso me hizo llamar a la puerta.
«Juana me miró con ojos sorprendidos y dichosos.
»—¡Vamos! —exclamó echándose el velo por encima.
«Recorrimos media Galilea, de pueblo en pueblo, de aldea en aldea. En el valle y a orillas del lago todo era júbilo, fiesta y acción de gracias por la cosecha. La gente estaba contenta. Preguntábamos por Yeshúa y nos respondían felices:
»—El rabí de Nazaret ha estado aquí y ha curado a tal y a cual…
»Y Juana se apresuraba a decirme:
»—¿Te das cuenta? ¿Me crees ahora?
»Pero yo seguía atolondrada e incrédula y todo aquello me parecía una locura ajena, lejana y vehemente.
»—¿Dónde ha ido? ¿Dónde está ahora el rabí? —preguntaba con ansiedad Juana a cuantos encontrábamos a nuestro paso.
»—¡Por allí! —contestaban—. Dicen que va camino del mar.
»—Pero… ¿Adónde? ¿A Tiberíades?
»—Tal vez —decían—. O a Cafarnaúm, Betsaida, Coratín, Magdala… ¡Preguntad por los caminos! El gentío va en su busca; son muchos los que andan en pos del rabí de Nazaret.
«Cabalgamos ansiosas por la llanura de Genesaret. La claridad del mar en el horizonte era deslumbrante y el aire de la tarde denso, perfumado, embriagador… Al norte, los barrancos del monte Hermón destacaban sobre el cielo, como, al oeste, las altas mesetas onduladas de Gaulanítide y Perea, áridas y revestidas por una especie de luz aterciopelada.
»Antes de llegar a Tiberíades, la gente nos dijo que Yeshúa ya se había marchado, que se había subido a una barca y navegaba con unos cuantos seguidores suyos mar adentro, nadie sabía con qué rumbo. La noche se echaba encima y resultaba absurdo decidirse por un pueblo u otro de la orilla, sin tener la certeza de dónde desembarcaría el rabí.
»Como hacía tanto tiempo que no salía de mi casa, yo estaba agotada después de un largo día de viaje. Así que le rogué a Juana:
»—Por favor, regresemos a Séforis.
»—¡De ninguna manera! —contestó ella con énfasis.
»—¿Y dónde vamos a dormir?
»—Aquí. He mandado traer todo lo necesario: esteras, mantas, toldos, comida…
»Los criados buscaron un claro en la vegetación, no lejos del agua, y dispusieron el acomodo para pasar la noche lo mejor posible.
»Por allí cerca, en las orillas, la gente empezó a encender hogueras. Se oían las voces, los cantos y las risas, pero también los lamentos y los lloros de los enfermos.
»Juana y yo cenamos en silencio. Mi amiga escrutaba constantemente el mar, pendiente de las barcas que iban y venían. Después cayó la noche y sólo se veían algunos farolillos reflejados en mitad de las oscuras aguas.
»—En alguna de esas barcas de pescadores estará él —observó.
»Yo seguía enfadada y sentía el cuerpo molido y sucio.
»—¡Qué cosa tan absurda! —protesté—. Todavía no comprendo por qué me he dejado convencer…
»—Porque lo necesitas —contestó ella con suavidad—. No te quejes más, Susana. No perdemos nada por intentarlo. Mañana, si damos con el nieto de Ana, te liberarás definitivamente de esos espíritus malignos que no te dejan vivir.
»El cielo se llenó de estrellas y las voces empezaron a oírse cada vez más frías y lejanas. Más tarde los lamentos cesaron y se hizo el silencio en torno nuestro. El cansancio provocó que me durmiera muy pronto.
»Pero, como estaba muy agitada a causa de mis malos humores y ansiedades, me desperté al rato sobresaltada. Todo era quietud a mi alrededor; ni siquiera las muías se movían. Entonces me pareció oír unos pasos, pesados y lentos, que me trajeron recuerdos confusos a la mente, como un penetrante olor y la sensación de una presencia que no me resultaba extraña en absoluto. Agucé la vista tratando de ver algo entre las sombras, raramente ilusionada, excitada, porque percibí que mi abuelo estaba allí y que me iba a hablar con aquella voz de otros tiempos:
»—Susana, pequeña mía…
»—¡Abuelo! —grité.
»Juana, que estaba a mi lado, se despertó asustada.
»—¿Qué te pasa?
»El corazón me latía con fuerza y estaba envuelta en sudor.
»—Nada, una simple pesadilla.
»—Dime qué has soñado —me pidió.
»—¡Chist! Vas a despertar a los criados —le susurré.
»Ella se levantó y se alejó en dirección a la orilla. La seguí. Cuando estuvimos algo apartadas, me confesó con emoción:
»—He soñado con mis seres queridos difuntos.
»—Eso no tiene nada de particular —repuse—. ¿Quién no ha soñado algo así?
—¿No te das cuenta? —suspiró—. Tú también has soñado con tu abuelo; he oído cómo le llamabas.
»—¿Y qué?
»—Esto tiene que ver con el rabí —aseveró mirando hacia las aguas—. ¡Están sucediendo hechos extraordinarios!
»Me estremecí y los latidos de mi corazón arreciaron. Ella añadió:
»—Lo veo perfectamente, lo presiento… ¡El Eterno está obrando con su Espíritu maravilloso! ¿No lo percibes? ¿No te das cuenta?
«Respondí con el corazón tanto como con la lengua:
»—No. Quisiera sentirlo como tú, pero sólo percibo oscuridad y dudas. Lo siento, pero no puedo evitar pensar que estás más cautivada por la hermosura del nieto de Ana que por sus palabras y por todas esas curaciones…
»—¿Por todas esas curaciones? —replicó con enojo—. ¡Susana! Has oído igual que yo lo que la gente dice; hemos cabalgado de aldea en aldea… ¿Cómo va a haber tantos engaños? ¡Tus demonios te impiden creer!