Los vigilantes del faro (25 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los vigilantes del faro
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—Se le olvidó aquí, no lo he tocado. Espero no haber causado problemas por no avisar —dijo arrodillándose en el muelle para entregárselo.

—Bueno, es estupendo que lo hayamos encontrado. ¡Gracias! —dijo. Enseguida empezó a darle vueltas a la cabeza pensando en qué contendría.

Cuando ya iban rumbo a Fjällbacka, él y Erica se volvieron para despedirse. Annie también les decía adiós.

La sombra del faro se extendía ya hasta el muelle. Parecía que fuese a engullirla.

-¿P
odemos salir a buscarlo? —Gunnar estaba en el muelle y le costaba hablar con voz firme.

Peter levantó la vista de lo que estaba haciendo y parecía ir a decir que no, pero se lo pensó dos veces.

—Bueno, podemos dar una vuelta. Pero es domingo y tengo que volver a casa pronto.

Gunnar no dijo nada, se quedó mirando al frente con unos ojos que parecían dos agujeros oscuros. Con un suspiro, Peter entró en la cabina y puso el motor en marcha. Ayudó a Gunnar a entrar en la motora, hizo que se pusiera el chaleco salvavidas y salió del puerto. Empezó a acelerar cuando ya se habían alejado un poco.

—¿Por dónde quieres que empecemos a buscar? Hemos estado atentos en nuestras salidas, pero no hemos visto nada.

—No lo sé.

Gunnar miraba por la ventanilla. No podía quedarse en casa esperando, no tenía fuerzas para seguir viendo a Signe en la silla de la cocina, sin hacer nada. Había dejado de cocinar, de hacer pan y dulces, de trajinar, había dejado de hacer todo lo que la convertía en Signe. ¿Y quién era él sin Matte? No lo sabía. Su única certeza era que necesitaba un objetivo en aquella existencia que había perdido toda su razón de ser.

Encontrar el barco. Era una tarea a la que podía dedicarse, algo por lo que salir de casa, del silencio y de todo lo que le recordaba a Matte, de aquella casa en la que había crecido su hijo. Las huellas de sus pies en el asfalto de la entrada que Gunnar echó cuando Matte tenía cinco años. La marca de los dientes en la consola del recibidor, de cuando Matte entró corriendo a toda velocidad, resbaló en la alfombra y se dio tan fuerte con las paletas en el mueble que dejó dos huellas inconfundibles. Todas aquellas pequeñas cosas que indicaban que Matte había estado allí, que había sido de ellos dos.

—Pon rumbo a Dannholmen —dijo Gunnar. En realidad, no tenía la menor idea, nada indicaba que el bote hubiera ido flotando precisamente en aquella dirección. Pero para empezar, era un lugar tan bueno como cualquier otro.

—¿Cómo estáis? —preguntó Peter prudentemente, mientras se concentraba en gobernar el barco, aunque también él miraba de vez en cuando a su alrededor por si la corriente había arrastrado el bote de Gunnar hacia alguna orilla.

—Estamos —dijo Gunnar.

Era mentira, porque era como si no estuvieran. Pero ¿qué iba a decir? ¿Cómo iba a explicar el vacío que llenaba un hogar en el que habían perdido a un hijo? A veces se extrañaba al ver que seguía respirando. ¿Cómo podía seguir viviendo y respirando después de que Mats hubiera dejado de existir?

—Estamos —repitió.

Peter asintió; bueno, así eran las cosas. La gente no sabía qué decir. Decían lo imprescindible, lo que exigían las circunstancias, y trataban de mostrarse comprensivos al tiempo que daban gracias por su buena estrella, porque la desgracia no se hubiese cebado en ellos. Porque siguieran vivos sus hijos, sus seres queridos. Así eran las cosas, y era muy humano.

—Es imposible que se soltara solo. —Gunnar no sabía si hablaba con Peter o consigo mismo.

—Yo tampoco lo creo. En ese caso, debería haber aparecido entre los demás barcos. No, alguien debió de llevárselo. Esos viejos botes de madera han empezado a subir de precio, y puede que pagaran a alguien por robarlo. Pero en ese caso, no creo que lo encontremos por aquí. Suelen llevarlos a algún lugar donde izarlos y transportarlos por tierra.

Peter viró un poco a la derecha, por delante de Småsvinningarna.

—Vamos hasta Dannholmen, pero luego tenemos que volver. Si no, mi familia se va a preocupar.

—Sí —dijo Gunnar—. ¿Podemos salir mañana otra vez?

Peter lo miró.

—Pues claro. Ven sobre las diez y salimos a dar una batida. Pero solo si no nos comunican ninguna emergencia.

—Vale. Pues allí estaré.

Y siguió contemplando las islas con mirada errante.

M
ette los había invitado a cenar. Lo hacía con frecuencia y fingía que era su turno, como si Madeleine le hubiese devuelto la invitación. Madeleine le seguía el juego, pese a que le dolía la humillación de no poder compensarla. Soñaba con poder decirle a Mette como quien no quiere la cosa: «¿Por qué no os venís a cenar esta noche? No prepararé nada del otro mundo». Pero no podía. No podía permitirse invitar a Mette y a sus tres hijos a cenar. Apenas tenía para comer ella, y para alimentar a Vilda y a Kevin.

—¿Seguro que no os importa? —preguntó mientras se sentaba a la mesa de la cocina tan agradable que tenía Mette.

—Pues claro. Si de todos modos, tengo que cocinar para estos tres tragones, así que tres más apenas se nota. —Mette le alborotó cariñosamente el pelo a Thomas, el mediano de sus hijos.

—Ya vale, mamá —replicó Thomas irritado, pero Madeleine se dio cuenta de que en realidad al chico le gustaba.

—¿Un poco de vino? —Mette sirvió una copa de vino tinto, sin aguardar la respuesta de Madeleine.

Se dio media vuelta y empezó a remover la olla que tenía en el fogón. Madeleine tomó un sorbito de vino.

—¿Tenéis controlados a los peques? —gritó Mette, que recibió dos «síí» por respuesta. Sus dos hijos menores eran una niña, de diez años, y Thomas, de trece, y Kevin y Vilda se les pegaban como lapas. El mayor, un chico de diecisiete, apenas estaba en casa.

—El peligro será más bien que los míos torturen a los tuyos —dijo Madeleine, y tomó otro trago de vino.

—Bah, si los adoran, ya lo sabes. —Mette se secó las manos en un paño de cocina, se sirvió una copa y se sentó enfrente de Madeleine.

Físicamente, no podían ser más distintas, pensó Madeleine que, por un momento, se vio desde fuera, como un espectador. Ella era pequeña y rubia, de constitución más bien infantil. Mette recordaba a la célebre figura de piedra que representaba a una mujer exuberante y que Madeleine recordaba de las clases de plástica de la escuela. Alta y llena de curvas, con una melena rojiza y abundante que parecía tener vida propia. Ojos verdes, siempre alegres, pese a que también ella había sufrido en la vida golpes que deberían haberle robado el brillo hacía tiempo. La debilidad de Mette parecía consistir en que siempre elegía a hombres pusilánimes, que pronto dependían de ella y al final se limitaban a exigirle cosas, como polluelos con la boca abierta. Finalmente, Mette se había hartado, según ella misma le contó. Pero el polluelo siguiente no tardaba en mudarse a su casa y a su cama. De ahí que los niños tuvieran un padre cada uno, y de no ser porque los tres habían heredado su color de pelo, habría sido imposible adivinar que eran hermanos.

—¿Cómo estás, querida? —preguntó Mette, haciendo girar la copa entre los dedos.

Madeleine se quedó helada. Pese a que Mette se había confiado a ella y le contó abiertamente su vida y sus apuros, ella jamás se había atrevido a hacer lo mismo. Estaba tan acostumbrada a vivir en un estado de terror permanente, al temor de haber hablado de más… De ahí que siempre mantuviera a todo el mundo a una distancia prudencial. A casi todo el mundo.

Pero precisamente en aquel momento y en aquel lugar, una noche de domingo, en la cocina de Mette, mientras bullía la comida en las cacerolas y el vino la calentaba por dentro, no tuvo fuerzas para resistirse. Y empezó a hablar. Cuando acudió el llanto, Mette acercó la silla y la abrazó. Y en la seguridad de su regazo, se lo contó todo. También le habló de él. A pesar de encontrarse en un país extraño, en una vida extraña, lo sentía muy cerca.

Fjällbacka, 1871

E
l odio de Karl hacia ella parecía crecer al mismo ritmo que el niño crecía en su vientre. Porque ahora comprendía que debía tratarse de eso, aunque no comprendía por qué. ¿Qué había hecho ella? Karl la miraba con los ojos cargados de odio. Al mismo tiempo, a veces creía ver en ellos cierta desesperación, como si fuera un animal atrapado. Se diría que estuviera prisionero y no pudiera liberarse, como si fuera tan prisionero como ella. Pero por alguna razón, él lo pagaba con Emelie, como acusándola de ser su carcelera. La actitud de Julian no mejoraba la situación. Su carácter sombrío influía en Karl, cuya indiferencia, que al principio podía confundir incluso con una amabilidad distraída, había desaparecido por completo. Ella era el enemigo.

Ya había empezado a acostumbrarse a la dureza de sus palabras. Tanto Karl como Julian se quejaban de cuanto hacía. La comida estaba o demasiado fría o demasiado caliente. Las raciones que servía eran demasiado grandes o demasiado pequeñas. La casa nunca estaba lo bastante limpia, su ropa nunca lo bastante ordenada. Nada estaba nunca a su gusto. Pero las palabras podía soportarlas, contra ellas había aprendido a protegerse. Con los golpes, en cambio, le costaba más reconciliarse. Karl nunca la había golpeado antes, pero desde que le contó que estaba en estado, su existencia en la isla cambió por completo. Había tenido que aprender a convivir con el dolor de las bofetadas y los golpes. Y también le permitía a Julian que le pusiera la mano encima. Eso la desconcertaba. ¿No era aquello lo que los dos querían?

De no haber sido por el niño que llevaba dentro, se habría hundido en el mar. Hacía mucho que se había derretido el hielo y el verano tocaba a su fin. Sin las pataditas que sentía en el vientre, que la animaban y le infundían fuerzas, se habría adentrado en las aguas desde la playa hasta que el mar se la hubiese llevado. Sin embargo, sentía tal alegría por el niño… A cada insulto, a cada golpe, ella siempre podía hallar consuelo en la vida que le crecía en las entrañas. El niño era su salvavidas. Eso sí, el recuerdo de la noche en que lo concibió prefería olvidarlo, apartarlo en lo más remoto de la memoria. Ya no importaba. El niño se movía en su vientre, y era suyo.

Con gran esfuerzo, se levantó después de haber fregado el suelo con jabón. Había colgado todas las alfombras para que se aireasen. En realidad, debería haberlas lavado a fondo en primavera. Se había pasado el invierno reuniendo ceniza fina de la chimenea para lavarlas. Pero con la barriga y el cansancio, aquella primavera y aquel verano tendría que contentarse con airearlas. El niño nacería en noviembre. Quizá tuviera fuerzas para lavarlas antes de Navidad, si todo iba bien.

Emelie estiró la espalda dolorida y abrió la puerta. Fue a la parte trasera de la casa y se permitió unos minutos de descanso. En uno de los laterales estaba su mayor orgullo: el huerto que con tanto esfuerzo había cultivado en tan árido terreno. Eneldo, perejil y cebollino mezclados con las malvarrosas y la dicentra. Era tan desgarradoramente hermoso en medio de aquella grisura y aquella aridez que cada vez que pasaba por ese lado de la casa y lo veía se le encogía el corazón. Era suyo, algo que ella había creado en aquella isla. Todo lo demás pertenecía a Karl y a Julian. Siempre estaban haciendo algo. Cuando no tenían turno en el faro o estaban durmiendo, arreglaban algo, daban martillazos y aserraban. No eran unos haraganes, eso tenía que reconocerlo, pero el modo en que trabajaban tenía algo de patológico, cómo luchaban imperturbables contra viento y marea por construir aquello que el viento y el agua del mar destruían en cuanto lo terminaban.

—La puerta estaba abierta. —Karl apareció en la esquina, y ella se sobresaltó y se protegió el vientre con las manos—. ¿Cuántas veces tengo que decir que debe estar cerrada? ¿Tanto te cuesta entenderlo?

Parecía tranquilo. Emelie sabía que se había pasado la noche de guardia en el faro y el cansancio le oscurecía aún más la mirada. Muerta de miedo, se encogió.

—Perdón, creía que…

—¡¿Que creías?! Mujer estúpida, ni siquiera sirves para cerrar la puerta. Y aquí estás, perdiendo el tiempo, en lugar de cumplir con tu deber. Julian y yo no paramos de trabajar las veinticuatro horas del día mientras que tú te dedicas a esto. —Dio un paso al frente y, antes de que ella pudiera reaccionar, arrancó un ramo de malvarrosas con raíz y todo.

—¡No, Karl, no! —No lo pensó, se quedó mirando el tallo que tenía colgando en la mano como si lo estuviera estrangulando despacio. Emelie se le colgó del brazo e intentó arrebatárselo.

—¿Pero qué haces?

Pálido y con aquella mezcla extraña de odio y desesperación en la mirada, alzó la mano para golpearla. Parecía confiar en que el golpe aliviara su propio sufrimiento, aunque la decepción era siempre la misma. Si supiera en qué consistía su sufrimiento y si era ella quien se lo causaba…

En esta ocasión no se apartó, se armó de valor y le dio la cara para recibir la bofetada que sabía que le daría. Pero la mano se detuvo en el aire. Lo miró sorprendida y se dio cuenta de que Karl tenía la mirada clavada en el mar, hacia Fjällbacka.

—Alguien se acerca —dijo Emelie, y soltó el brazo de Karl.

Llevaban cerca de un año viviendo en la isla y no habían recibido una sola visita. Aparte de Karl y Julian, no había visto un alma desde el día en que bajó del barco que los llevó a Gråskär.

—Parece el pastor. —Karl bajó despacio la mano en la que aún sostenía las malvarrosas. Miró las flores, preguntándose cómo habían ido a parar allí. Luego, las soltó nervioso y se limpió las manos en los pantalones.

—¿Y qué habrá venido a hacer aquí el pastor?

Emelie le vio la inquietud en los ojos y, por un instante, no pudo evitar alegrarse, pero se arrepintió enseguida de su inquina. Karl era su marido, y la Biblia decía que había que honrar al esposo. Hiciera lo que hiciera, y la tratara como la tratara, ella debía cumplir su mandato.

El barco del pastor se acercaba. Cuando solo faltaban doscientos o trescientos metros, Karl saludó con la mano y bajó para recibir al visitante. A Emelie le latía el corazón en el pecho. ¿Sería bueno o malo que el pastor se presentara allí inesperadamente? Volvió a protegerse el vientre con las manos. También ella sentía la inquietud en su interior.

P
atrik estaba irritado por la poca información que habían conseguido el día anterior. Pese a que era domingo, fue a la comisaría, redactó la denuncia del bote y comprobó que no lo hubieran puesto a la venta en la web de Blocket u otras páginas de anuncios, pero no encontró nada. Luego habló con Paula y le pidió que revisara el contenido del maletín. Él lo había abierto enseguida y comprobó que dentro estaba el ordenador, junto con un montón de documentos. Por primera vez en el transcurso de la investigación, les sonreía la suerte. En el maletín había, además, un teléfono móvil.

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