Jaucinet se ajustó el yelmo, montó su caballo y se marchó.
Transcurrió una hora mientras el sol se ponía en el oeste. Twisk oyó un silbido y pronto vio a un muchacho campesino que regresaba a su casa después de un día de trabajo en el campo. Como Jaucinet, se detuvo asombrado, luego se acercó despacio. Twisk le sonrió amargamente.
—Como ves, estoy atada aquí. No puedo irme ni resistirme, no importa lo que desees.
—Mi deseo es muy simple —dijo el labriego—. Pero no nací ayer y quiero saber qué dice el letrero.
—Dice: Haz lo que quieras.
—Ah, está bien. Temía que hubiera un precio o una imposición. Sin más trámites, levantó su blusón y se unió a Twisk con tosco entusiasmo.
—Y ahora, si me disculpas, debo irme, pues esta noche hay tocino con nabos, y me has dado hambre.
El labriego se perdió en el atardecer, mientras Twisk miraba con inquietud la llegada de la oscuridad.
Pronto el aire se enfrió y las nubes taparon las estrellas, dejando la noche completamente a oscuras. Twisk se acurrucó, tintando de congoja, y escuchó temerosa los ruidos nocturnos.
Las horas pasaron despacio. A medianoche Twisk oyó un ligero sonido: pasos lentos en el camino. Los pasos cesaron, y algo que podía ver en la oscuridad se detuvo para inspeccionarla. Se le acercó, y a pesar de su visión de hada, tan sólo distinguió un alto perfil.
Se paró junto a ella y la tocó con dedos fríos.
—¿Quién eres? —preguntó Twisk con voz trémula—. ¿Puedo saber tu identidad?
La criatura no respondió. Temblando de terror, Twisk tendió la mano y notó una ropa, como un manto, que al moverse despedía un aroma inquietante.
La criatura se acercó y sometió a Twisk a un frío abrazo, que la dejó aturdida.
La criatura huyó por el camino y Twisk cayó al suelo, sucia pero libre.
Corrió en la oscuridad hacia Thnpsey Shee. Las nubes se entreabrieron; gracias a la luz de las estrellas, que la guió en su camino, llegó a su casa. Se limpió como pudo y fue a su cuarto de terciopelo verde a descansar.
Las hadas, aunque nunca olvidan una ofensa, son flexibles ante el infortunio, y Twisk pronto olvidó la experiencia. Sólo recordó el episodio cuando notó que estaba encinta.
En su momento dio a luz una niña pelirroja que ya en su cesto de mimbre, bajo la manta de plumaje de búho, miraba el mundo con precoz sabiduría.
¿Quién o qué era el padre? La incertidumbre atormentaba a Twisk, y la niña le disgustaba. Un día, Wynes, la esposa del leñador, llevó un niño al bosque. Sin pensarlo dos veces, Twisk se apoderó del niño rubio y lo reemplazó por esa niña extrañamente sabia.
Así fue como Dhrun, hijo de Aillas y Suldrun, llegó a Thripsey Shee, y así fue como Madouc, de origen incierto, llegó al palacio Haidion.
Los bebés de las hadas son muchas veces vengativos, revoltosos y malignos. Dhrun, un niño alegre y encantador, sedujo a las hadas con su bondad, así como con sus lustrosos rizos rubios, sus oscuros ojos azules, y su boca siempre sonriente. Lo llamaron Tippit, lo colmaron de besos y lo alimentaron de nueces, néctar y pan de semilla de hierba.
Las hadas son impacientes con la torpeza; la educación de Dhrun fue rápida. Aprendió a reconocer las flores y los sentimientos de las hierbas; trepó a los árboles y exploró el prado de Madling, desde Loma Herbosa hasta el lago Twankbow. Aprendió el idioma de la tierra y el idioma secreto de las hadas, que a menudo se confunde con los trinos de los pájaros.
El tiempo pasa rápido en un palacio de hadas, y un año sideral fueron ocho años en la vida de Dhrun. La primera mitad de este tiempo fue dichoso y sencillo. Cuando alcanzó lo que podríamos considerar la edad de cinco años (tales determinaciones son bastante vagas), le preguntó a Twisk, a quien consideraba una especie de hermana indulgente aunque esquiva:
—¿Por qué no tengo alas para volar como Digby? Es algo que me gustaría hacer, si te parece bien.
Twisk, sentada en la hierba con un ramillete de velloritas, dijo gesticulando:
—Volar es para los niños-hada. Tú no eres hada, aunque eres mi adorable Tippit, y te entretejeré estas velloritas en el cabello y quedarás muy guapo, mucho más que Digby, con esa taimada cara de zorro.
—Pero si no soy hada, ¿qué soy? —insistió Dhrun.
—Bien, eres algo muy importante, sin duda: quizás un príncipe de la corte real. Y tu verdadero nombre es Dhrun. —Se había enterado de esto de manera extraña. Sintiendo curiosidad por la situación de su hija pelirroja, Twisk había visitado la casa de Graithe y Wynes y había presenciado la llegada de los delegados del rey Casmir. Después, escondida en el techo de paja, había escuchado los lamentos de Wynes por el perdido niño Dhrun.
Dhrun no quedó del todo satisfecho con la información.
—Pues preferiría ser hada.
—Ya veremos —dijo Twisk, levantándose de un brinco—. Por ahora, eres el príncipe Tippit, señor de las velloritas.
Durante un tiempo todo siguió como antes, y Dhrun trató de no pensar en ello. A fin de cuentas, el rey Throbius dominaba una poderosa magia. Con el tiempo, si se lo pedía cortésmente, el rey Throbius lo convertiría en hada.
Sólo un individuo del lugar le tenía animadversión: se trataba de Falael, con cara de niña y cuerpo de niño, cuya mente hervía de malicia. Comandaba dos ejércitos de ratones y los vestía con espléndidos uniformes. El primer ejército vestía de rojo y oro; el segundo vestía de azul y blanco con cascos plateados. Marchaban gallardamente desde lados opuestos del prado y libraban una gran batalla, mientras las hadas de Thripsey Shee aplaudían los actos de valor y lloraban por los héroes muertos.
Falael también tenía talento para la música. Reunió una orquesta de erizos, comadrejas, cuervos y lagartos y les enseñó a tocar instrumentos musicales. Tocaban con tanta destreza y tan agradables eran sus melodías, que el rey Throbius les permitió actuar en la Gran Pavana del Solsticio de Verano. Luego, Falael se cansó de la orquesta. Los cuervos echaron a volar; dos comadrejas bajistas atacaron a un erizo que había batido el tambor con demasiado entusiasmo, y la orquesta se disolvió.
Por aburrimiento, Falael transformó la nariz de Dhrun en una anguila larga y verde que al girar clavaba sus extraños ojos en Dhrun. Éste pidió ayuda a Twisk, quien se quejó indignada ante el rey Throbius. El rey hizo justicia y condenó a Falael a absoluto silencio por una semana y un día: un triste castigo para el verborrágico Falael.
Al concluir el castigo, Falael guardó silencio tres días más por pura perversidad. Al cuarto día se acercó a Dhrun:
—Por tu desprecio sufrí humillación. ¡Yo, el talentoso Falael! ¿Te asombra mi enfado?
—Yo no te pegué una anguila en la nariz —repuso Dhrun.
—Lo hice sólo para divertirme. Además, ¿por qué ibas tú a querer arruinar mi hermosa cara? En cambio, tu cara es como un puñado de estiércol con dos ciruelas por ojos. Es tosca, escenario de estúpidos pensamientos. ¿Qué otra cosa se podría esperar de un mortal? —Falael brincó triunfalmente en el aire, hizo una triple cabriola y pavoneándose se alejó por el prado.
Dhrun fue a buscar a Twisk.
—¿De veras soy mortal? ¿Nunca podré ser hada? Twisk lo examinó un instante.
—Eres mortal, sí. Jamás podrás ser hada.
La vida de Dhrun cambió desde entonces. Se puso tenso y perdió su despreocupada inocencia; las hadas lo miraban de soslayo; cada día se sentía más aislado.
El verano llegó al prado de Madling. Una mañana Twisk se acercó a Dhrun y, con voz tintineante como campanillas de plata, dijo:
—El momento ha llegado. Debes abandonar nuestro palacio y abrirte paso en el mundo.
Afloraron lágrimas a los ojos de Dhrun.
—Ahora tu nombre es Dhrun —dijo Twisk—. Eres hijo de un príncipe y una princesa. Tu madre se ha ido del mundo de los vivientes, y no sé nada de tu padre, pero no servirá de nada buscarlo.
—¿Pero adonde iré?
—¡Sigue el viento! ¡Ve adonde te lleve la fortuna!
Dhrun dio medio vuelta y, lagrimeando, se dispuso a partir.
—¡Espera! —exclamó Twisk—. Todos se han reunido para despedirse de ti. No te irás sin nuestros regalos.
Las hadas de Thripsey Shee se despidieron de Dhrun con musitada amabilidad.
—Tippit, o Dhrun, como te llamarán a partir de ahora —dijo el rey Throbius—, ha llegado el momento. Ahora lamentas la partida, porque nosotros somos reales, verdaderos y entrañables, pero pronto nos olvidarás y seremos como chispas en el fuego. Cuando seas viejo te maravillarás ante los extraños sueños de tu niñez.
Las hadas se apiñaron alrededor de Dhrun, riendo y llorando. Lo vistieron con finas ropas: un jubón verde oscuro con botones de plata, pantalones azules de resistente sarga, calzas verdes, zapatos negros, un sombrero negro con ala recogida, pico puntiagudo y penacho escarlata.
El herrero Flink le dio una espada.
—Esta espada se llama Dassenach. Se agrandará mientras creces, y siempre irá a pareja a tu estatura. Su filo no fallará jamás y acudirá a tu mano cada vez que la llames por el nombre. Boab le puso un collar en el cuello.
—Esto es un talismán contra el miedo. Usa siempre esta piedra negra y nunca te faltará coraje.
Nismus le llevó una gaita.
—Aquí hay música. Cuando toques, los talones se echarán a volar y nunca te faltará alegre compañía.
El rey Throbius y la reina Bossum besaron a Dhrun en la frente. La reina le dio una bolsa portamonedas con una corona de oro, un florín de plata y un penique de cobre.
—Ésta es una bolsa mágica —le dijo—. Nunca se vaciará. Más aún, si das una moneda y la quieres de vuelta, sólo tienes que tamborilear sobre la bolsa y la moneda regresará volando.
—Ahora márchate sin temor —dijo el rey Throbius—. Sigue tu camino y no mires atrás, so pena de siete años de mala suerte, pues así es como uno abandona un palacio de hadas.
Dhrun dio media vuelta y echó a andar clavando los ojos en el camino. Falael, que no había participado en la despedida, estaba sentado a cierta distancia. Envió detrás de Dhrun una burbuja de sonido que nadie pudo oír. La burbuja atravesó el prado y estalló en el oído de Dhrun, sobresaltándolo.
—¡Dhrun, Dhrun! ¡Un momento!
Dhrun se detuvo y miró hacia atrás, sólo para descubrir el eco burlón de la risa de Falael en el prado vacío. ¿Dónde estaba el palacio, los pabellones, los orgullosos estandartes con los pendones ondeantes? Sólo se veía un montículo en el centro del prado, con un roble achaparrado que crecía en la cima.
Turbado, Dhrun se alejó del prado. ¿Le infligiría el rey Throbius siete años de mala suerte cuando la culpa era de Falael? ¡Qué inflexible era la ley de las hadas!
Nubes estivales cubrieron el sol y el bosque se tornó sombrío. Dhrun se desorientó y en vez de viajar al sur, hacia el linde del bosque, caminó hacia el oeste, luego hacia el norte, internándose cada vez más en la floresta: bajo antiguos robles con troncos nudosos y extensas ramas, por musgosas estribaciones de roca, junto a serenos arroyuelos bordeados por helechos; y así pasó el día. Hacia el atardecer preparó un lecho de hierbas, y por la noche se acostó en él. Permaneció despierto durante mucho tiempo escuchando los ruidos del bosque. No temía a los animales, que intuirían la magia de las hadas y le ofrecerían refugio. Pero otras criaturas deambulaban por el bosque, y si una lo rastreaba, ¿qué sucedería? Prefirió no pensarlo. Se tocó el talismán que le colgaba del cuello.
—Es un gran alivio estar protegido del miedo —se dijo—. De lo contrario, la angustia me impediría dormir.
Al fin le pesaron los párpados, y se durmió.
Se despejaron las nubes; una media luna asomó por el cielo y su reflejo se filtró por el follaje acariciando el suelo del bosque, y así pasó la noche.
Al amanecer, Dhrun se despertó y se incorporó en su nido vegetal. Miró alrededor y luego recordó su exilio. Desconsolado, se rodeó las rodillas, sintiéndose solo y perdido. A lo lejos oyó un trino, y escuchó atentamente. Era sólo un pájaro, no un hada. Dhrun se levantó y se sacudió el polvo. En las cercanías encontró un saliente donde crecían fresas y se preparó un buen desayuno. Pronto se sintió más animado. Tal vez todo era para mejor. Ya que no era un hada, era hora de enfilar hacia el mundo de los hombres. ¿Acaso no era hijo de un príncipe y una princesa? Sólo tenía que descubrir a sus padres, y todo iría bien.
Examinó el bosque. Sin duda el día anterior se había equivocado de camino. ¿Qué dirección sería la correcta? Dhrun sabía poco acerca de las tierras que rodeaban el bosque, y no había aprendido a orientarse por el sol. Echó a andar y llegó a un arroyo a cuya orilla parecía haber un camino.
Dhrun se detuvo para mirar y escuchar. Los caminos implicaban viajeros; en el bosque, esos viajeros podían ser peligrosos. Tal vez fuera conveniente cruzar el arroyo y continuar el viaje por zonas poco frecuentadas. Por lo demás, un camino tenía que llevar a alguna parte, y si actuaba con cautela, podría eludir el peligro. ¿Y qué peligro no podría enfrentar y dominar con la ayuda del talismán y de su buena espada Dassenach?
Dhrun irguió los hombros y echó a andar por el camino, que giraba hacia el nordeste y lo internó más en el bosque.
Caminó durante dos horas y descubrió un claro donde había ciruelas y albaricoques, que se habían vuelto silvestres tiempo atrás.
El claro estaba desierto y tranquilo. Volaban abejas entre los ranúnculos, el clavo rojo y la verdolaga; no se veían señales de población por ninguna parte. Dhrun se quedó quieto, disuadido por una hueste de advertencias inconscientes. Gritó:
—¡Al dueño de estas frutas, que me escuche! Tengo hambre. Me gustaría recoger diez albaricoques y diez ciruelas. Por favor, ¿puedo hacerlo?
Silencio.
—Si no me lo prohíbes —dijo Dhrun—, consideraré que la fruta es un regalo, y te lo agradeceré.
De detrás de un árbol cercano salió un gnomo de frente angosta y una gran nariz roja de la que surgía un bigote de vello. Llevaba una red y una horquilla de madera.
—¡Ladrón! ¡Te prohíbo tocar mi fruta! Si hubieras tocado un solo albaricoque, tu vida habría sido mía. Te habría capturado, te habría engordado con ellos y te habría vendido al ogro Arbogast. Por diez albaricoques y diez ciruelas, exijo un penique de cobre.
—Un buen precio, por fruta que de lo contrario se pudriría —dijo Dhrun—. ¿No te basta con mi gratitud?