Read Malditos Online

Authors: Josephine Angelini

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Malditos (53 page)

BOOK: Malditos
6.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Toda su piel chisporroteó con energía desesperada, pero aún no tenía fuerza suficiente para generar un relámpago. Haciendo caso omiso al salvaje dolor que le causaba, se las ingenió para dejarse caer sobre sus antebrazos rotos y empezar a gatear hacia ellos.

—¡Helena, no lo hagas! —dijo Zach, sorprendido.

El chico intentó detenerla, pero, en cuanto la rozó, salió propulsado de un salto, medio electrocutado.

—¡Deja de luchar con él! —intentó gritar mientras se arrastraba como una serpiente. Aunque se estaba curando rápido, las cuerdas vocales seguían dañadas. El único sonido que podía emitir era ronco, áspero.

Automedonte levantó la espada con seguridad y empezó a oscilarla sobre su cabeza.

—Prepárate —le dijo Orión a Lucas.

Y antes de que Automedonte pudiera dejar caer su espada sobre ellos, el suelo tembló con violencia.

Un sonido atronador emergió a través del gigantesco abismo que se abrió entre el esbirro y Lucas. Orión había partido la tierra en dos. Automedonte se derrumbó sobre sus rodillas y empezó a gatear como un histérico por la cueva antes de que la grieta lo engullera. Lucas se deshizo de su gravidez y se quedó flotando en el aire. Por lo visto, Automedonte había conseguido recobrar el equilibrio, lo cual era un milagro. Al parecer podía sobrevivir a un terremoto como un surfista a una gigantesca ola. Al ver que el esbirro no se había ni inmutado, Orión y Lucas perdieron toda esperanza.

Cuando el temblor amainó, Lucas aterrizó delante de Orión, ajustó su agarre alrededor de la espada y volvió a enfrentarse a Automedonte. Al parecer, tanto Orión como Lucas eran conscientes de que no podrían ganar esta batalla, pero ninguno estaba dispuesto a rendirse sin más.

Automedonte se colocó frente a los dos vástagos y después realizó una cortés reverencia.

—Desde luego, sois los tres que llevo miles de años esperando —dijo desde el otro lado del profundo abismo—. Le agradezco a Ares que me haya entregado estos mil años de guerras y batallas para entrenarme; de lo contrario, no estaría preparado. Pero el momento ha llegado, y estoy preparado.

Automedonte saltó hábilmente por encima de la brecha, aterrizó y se dio media vuelta para ponerse cara a cara con Lucas y Orión. En cuestión de tres movimientos, el esbirro desarmó a Lucas. Con dos más, lo obligó a arrodillarse, protegiendo a Orión con su propio cuerpo. Unos chorros de sangre manaban de una profunda herida en el hombro.

Helena oyó a Lucas gritar y su dolor se esfumó. Se levantó y su pálida piel se tornó azulosa por la electricidad que fluía por debajo.

—¡No te atrevas a tocarle! —murmuró con voz ronca, llena de rabia y rencor.

Alargó la mano izquierda y un rayo de luz blanca cegadora brotó de la palma y, formando un arco deslumbrante, conectó con Automedonte, quien de inmediato se derrumbó sobre el suelo, convulsionando de agonía.

Helena dejó caer el brazo y se tambaleó hacia un lado.

Cuando por fin consiguió ponerse en pie después del tremendo terremoto que Orión había causado, Zach se dirigió a trompicones hacia Helena y procuró evitar que se cayera, pues tras generar el rayo estaba a punto de desfallecer. Volvió a sentir una corriente eléctrica al rozar a la joven, pero apretó los dientes y se mantuvo aferrado a ella y se encaminó hacia el lugar donde se hallaba Lucas.

Helena se derrumbó junto a Lucas y le presionó la herida del hombro con la mano, confiando en que de ese modo podría amortiguar el dolor. Apenas prestó atención a las descargas eléctricas que emitía; a pesar de saber que su sangre se estaba mezclando con la del chico, poco le importó. No podía evitar tocarlo. Y lo único de lo que debía ocuparse era de alejar al joven Delos de Orión antes que dos gotas de su sangre se unieran. Así pondría punto final al ritual que ella misma había iniciado.

De repente, notó que alguien le agarraba del tobillo desnudo. Al volverse, distinguió a Automedonte, que no dudó en arrastrarla por el suelo para impedir que interfiriera en el proceso.

—Es demasiado tarde, princesa —dijo con voz calmada.

Helena echó la vista atrás y distinguió a Orión ayudando a Lucas a incorporarse. Los dos vástagos tenían los brazos extendidos hacia ella, como si quisieran arrebatársela al esbirro. La herida del pecho de Orión estaba empapándose de la sangre que manaba del hombro de Lucas. Un increíble relámpago iluminó el cielo por tercera y última vez.

—Ya está hecho —anunció Automedonte, cerrando los ojos, como si se hubiera quitado un peso de encima.

Helena observó a Lucas y a Orión. A juzgar por sus expresiones confundidas, sospechó que ambos habían notado un cambio en sí mismos, aunque todavía no sabían cómo describirlo.

—Y ahora me encargaré de ti, esclavo —dijo Automedonte antes de saltar con destreza, del todo recuperado de la descarga de Helena—. Juraste sobre esta espada que servirías o morirías. Y, al final, no fuiste fiel a tu promesa.

Desenvainó una daga de bronce con joyas ensartadas de su funda de cuero. Antes de que Helena pudiera desplomar su cuerpo maltratado sobre las rodillas en un intento de proteger a su buen amigo, Automedonte atravesó el pecho de Zach.

Helena no permitió que el cuerpo sin vida del chico cayera sobre el suelo y lo cogió entre sus brazos. De repente, se acordó fugazmente de un día, en segundo curso de primaria, en que Zach se cayó de un columpio y se torció el tobillo. Aquel niño tenía la misma mirada de perplejidad que ahora. Por un instante, Zach pareció volver a tener siete años, a ser el mismo crío que intentaba comerciar con el bocadillo del almuerzo.

—Oh, no, Zach —susurró Helena, recostando al joven mortal sobre el suelo con el mayor cuidado posible.

Automedonte dio la espalda a la carnicería que él mismo había provocado y levantó las manos hacia los primeros destellos azules del alba.

—He cumplido mi parte del trato, Ares —dijo con entusiasmo—. Ahora concédeme mi petición. Déjame reunirme con mi hermana.

—Helena —resolló Zach con cierta urgencia mientras Automedonte le hablaba al amanecer—. Su hermano de sangre… No era un dios, como Matt pensaba.

Agarró la empuñadura de la espada que el esbirro le había clavado en el pecho y empezó a tirar de ella, haciéndose aún más daño.

—No, déjalo. ¡Podrías morir desangrado! —le reprendió Helena con un áspero susurro, pero Zach no se rendiría hasta que ella decidiera ayudarle a extraer el filo de la espada. El muchacho envolvió las manos de su amiga alrededor de la empuñadura y, con solo una mirada, le dio a entender que le suplicaba que le arrancara el puñal.

—Era Aquiles.

Zach dejó caer la cabeza hacia atrás. El joven moribundo se quedó mirando los pies de Automedonte, que estaban a tan solo uno milímetros de su mirada agonizante. Sin pensárselo dos veces, Helena volteó la espalda sobre su mano, sujetó la empuñadura con firmeza y la clavó directamente en el tobillo de Automedonte.

Acto seguido, el esbirro se dio media vuelta para mirar a Helena. Su rostro era una máscara de estupefacción e incredulidad absolutas. En cuestión de fracciones de segundo, todo su cuerpo se solidificó hasta convertirse en una estatura de piedra que empezó a agrietarse y después a desmenuzarse hasta al final desintegrarse en una pila de cenizas. Helena desvió la mirada hacia Zach. El chico estaba sonriendo.

—Aguanta —graznó mientras miraba a su alrededor en busca de algo con que tapar la herida de Zach. Vio su camiseta, manchada de sangre, a unos metros de distancia y decidió ir a buscarla, por muy cansada que estuviera.

—No te vayas —suplicó Zach, sujetando a Helena por el brazo. Con la otra mano, hurgó en el cúmulo de cenizas que había dejado Automedonte hasta encontrar la hermosa daga, que entregó a su amiga—. Dile a Matt que siempre le consideré un gran amigo.

El cuerpo de Zach por fin se relajó y su mirada perdió ese brillo vital.

Había muerto.

—¿Ves?, Eris; no le engañé. Al esbirro se le ha concedido su deseo —se rio una voz que encogió el corazón de Helena, que, durante un segundo, dejó de latir—. Se ha reunido con Aquiles. ¡Pero no en la Tierra, donde le hubiera gustado, claro!

—Al menos su esclavo estará junto a él en el Submundo —bufó una voz femenina.

Helena cerró los párpados de Zach, prometiéndole en silencio que ella misma se aseguraría de que consiguiera cruzar los Campos Elíseos, beber de las aguas del río de la Alegría y de que jamás volviera a estar bajo las órdenes de nadie. Después se volvió hacia la criatura, cuyo aroma había infestado la atmósfera.

La figura de Ares se alzaba el otro lado del abismo, flanqueado a ambos lados por su hermana Eris y su hijo Terror. Helena agachó la cabeza y empezó a resollar. Era cierto. Los Doce Olímpicos eran libres. Notó una mano sobre el hombro y, al alzar la vista, observó a Lucas y a Orión acuclillándose junto a ella.

—¿Cómo? —mustió Orión boquiabierto haciendo señas a Ares.

—Los tres —respondió Helena—. Nos hemos convertido en hermanos de sangre.

Lucas y Orión intercambiaron una mirada afligida, pues ya era demasiado tarde. Se habían dado cuenta de que habían utilizado su buena voluntad en contra suya.

—¿Puedes volar? —susurró Lucas, abrazándose el abdomen con el brazo herido.

Orión estaba junto a él, pálido y temblando después de perder una cantidad considerable de sangre. Ninguno estaba en condiciones de luchar. Helena miró al otro extremo de la profunda grieta que partía el suelo, clavando su mirada en Ares.

Había sentido rabia antes, peor esta sensación era distinta. Pensó en lo vulnerable e impotente que se había sentido cuando estaba maniatada, en los tremendos golpes que le propinó el dios a sabiendas de que estaba desamparada. Seguramente no era la primera persona a la que le propinaba tal paliza. Y ahora volvía a estar en libertad. Helena se sentía responsable de asegurarse de que jamás volviera a torturar a nadie. Ella había dejado suelto a ese monstruo, y ahora tenía que matarlo.

—No pienso irme a ningún sitio —anunció mientras se levantaba.

Una de las piernas no le respondía demasiado bien, pero para lo que tenía planeado no importaba.

—¿Has perdido la cabeza? —espetó Orión, sujetándola del brazo para obligarla a agacharse.

La chica le apartó la mano sin dudarlo.

—Helena, no te fíes, no puedes vencerle —dijo Lucas con resignación, como si supiera de antemano que había perdido aquella discusión. Se alzó junto a ella, la tomó de la mano y miró a Orión—. ¿Cómo estás? —preguntó.

—Fatal —reconoció con un gesto de insoportable dolor al levantarse del suelo—. Y mucho me temo que mi estado de salud va empeorar.

Helena quería dedicarles una sonrisa y decirles lo mucho que los quería, pero le dolía tanto la maldita cara que apenas podía hablar, así que se conformó con estrecharles las manos en un gesto de agradecimiento.

—¿Tenemos un plan? —le preguntó Lucas. Suponía que la respuesta sería negativa, pero de todas formas quiso confirmarlo.

—¿De veras vais a intentar enfrentaros a mí, diosecillos? —gritó Ares desde el otro lado del abismo con tono incrédulo.

Helena ignoró su comentario.

—¿Qué profundidad tiene esa fisura, Orión? —murmuró Helena.

—¿Qué profundidad necesitas que tenga?

—¿Alcanza las cuevas? ¿Las grutas con los portales? —continuó.

Orión asintió, todavía confuso.

—¿Y puedes «ensancharla» cuanto te lo pida?

—Claro, pero… Orión enmudeció cuando, de forma repentina, intuyó qué pretendía Helena. Frunció el ceño y empezó a menear la cabeza, pero no tuvo tiempo de expresar en voz alta sus objeciones.

Ares alzó su espada de filo dentado y oxidado sobre su cabeza hasta que estalló en llamas. Sin embargo, si su intención era aterrorizar a Helena con el fuego, se había equivocado, y de qué manera. Antes de que el dios pudiera ahogar su grito de guerra, la joven se lanzó hacia la sima y aterrizó sobre él en su estado de máxima gravidez.

Le hundió al menos un metro en el barro que asomaba por el borde del abismo. Ares trató de degollarla en más de una ocasión, pero Helena arrancó el filo de su espada con el dorso de su mano, como si hubiera apartado a una mosca molesta. El arma abominable salió disparada por los aires y aterrizó justo en el canto de la grieta. Ares contemplaba el arco que dibujó la espada en el aire con la mandíbula casi desencajada.

Antes de poder recuperarse de tal impacto, Helena clavó las rodillas alrededor de la caja torácica del dios y hundió los dedos en su garganta para ahogarle. Las llamas ardían con más intensidad, como si Ares quisiera chamuscarla, pero eso solo sirvió para que ella le asfixiara con más fuerza. Sus relámpagos eran diez veces más ardientes que cualquier hoguera y, para demostrárselo, lanzó dos rayos directamente al cuello de aquel monstruo.

Mientras Ares se convulsionaba bajo la implacable y despiadada arremetida de la joven, Lucas y Orión se abalanzaron sobre Eris y Terror.

Ambos dioses se habían despistado por el espectáculo que estaban presenciando, lo cual los chicos aprovecharon para empezar a golpearlos sin cesar. Ningún vástago podía matar a un inmortal, pero a Helena le daba igual. La muerte hubiera sido una bendición para Ares, de todos modos.

—¡Orión! ¡Ahora! —gritó cuando tuvo agarrado a Ares en un abrazo de oso.

Notó que el dios crecía a pasos agigantados, haciéndose cada vez más y más grande mientras bramaba de ira. Desesperada, Helena trató de no soltarle. Por un momento, pensó que Orión no lo lograría.

El suelo retumbó bajo sus pies y empezó a temblar y, de repente volvió a ceder. Abrazados, Helena y Ares se deslizaron hacia el profundo abismo, dando volteretas y girando hacia el gélido portal que resplandecía tenuemente al final.

La chica no sabía si funcionaría o no. Mientras dormía podía ir y venir del Submundo siempre que se lo propusiera, pero esta era la primera vez que lo intentaba despierta. No sabía si, cada vez que descendía sumida en un profundo sueño, abría un portal permanente o si creaba portales nuevos cada noche. Se concentró para mantener la calma, tal y como hacía cuando se relajaba hasta dormirse para descender. «Que sea lo que Dios quiera», se dijo. Justo antes de alcanzar el fondo de la grieta, Helena exclamó:

—Abre, Tártaro; toma a Ares y enciérrale para siempre con todas las almas malignas a las que ha engañado —dijo.

No podía matar a un inmortal, pero estaba bastante segura de que, si conseguía que Ares cruzara un portal, podría encarcelarle en el Tártaro hasta la eternidad. Sabía por propia experiencia que eso era mucho peor que la muerte.

BOOK: Malditos
6.82Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Belle Weather by Celia Rivenbark
Before We Go Extinct by Karen Rivers
Ransom by Terri Reed
The Substitute Wife by Kennedy, Keegan
Ghost Messages by Jacqueline Guest
Some Like it Wicked by Stacey Kennedy
Kaitlyn O'Connor by Enslaved III: The Gladiators