Mar de fuego (12 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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Mainar examinó el tablero buscando un nombre. Éste no aparecía. Girando el rostro observó sesgadamente que el portero estaba ocupado en alguna tarea. Entonces, en silencio y rápidamente, fue volviendo las tablillas que indicaban la ausencia del clérigo correspondiente. Al tercer intento cumplió su propósito. El nombre de Eudald Llobet figuraba en la madera con una historiada letra esculpida por un hábil amanuense.

Salió tal y como había entrado y, satisfecho por haber comprobado que el odiado sacerdote seguía en la ciudad, se dirigió a su posada.

El hombrecillo que atendía el ingreso de viajeros y que por la mañana le había indicado la ruta que deseaba realizar a cambio de una generosa suma, en cuanto lo divisó, se agachó y del anaquel de debajo del mostrador tomó un pergamino sellado que le entregó al instante, aguardando su gratificación. Mainar sacó del fondo de su escarcela una moneda y se la entregó. Acto seguido se dirigió a la ventana que daba al patio interior y tras rasgar con la navaja que llevaba en su bolsón el sello de lacre se dispuso a leer la misiva.

A la atención de Bernabé Mainar:

Mi señor: Paso a anunciaros que la encomienda que he hecho acerca de la persona que os ha de facilitar el negocio que tanto os interesa ha sido positiva. Como no es cuestión de dejar ciertos asuntos escritos, os cito en mi casa, ya conocéis dónde está, luego de la comida del miércoles, día en que no tengo subasta en el mercado, a fin de que podamos hablar largo y tendido del tema.

Vuestro afectísimo,

Simó

La entrevista entre Simó lo Renegat y Bernabé Mainar se desarrolló el miércoles siguiente en la casa que el subastador tenía en el
camí
del Cogoll junto al Areny, cuya torrentera desembocaba en el Cagalell. Para acudir a ella se tenía que atravesar la puerta del Castellnou junto al
Call
y seguir la muralla, pero por la parte exterior de la misma, hasta que el camino se desviaba hacia el Palau Menor. Su ubicación convenía a su cargo pues le acomodaba la proximidad del Pla de la Boqueria donde se desarrollaban las subastas de esclavos. Simó, por mor de su provecho, se había hecho bautizar y hacía gala de su nueva condición de converso: al punto de ordenar a sus esclavos que «hicieran sábado», con las puertas de par en par, a fin de que los transeúntes pudieran ver que allí no se respetaba el día sagrado de la comunidad judaica. Así pues, ya no vivía en el
Call
donde moraban, intramuros, las setenta familias judías con sus comercios: carnicería, baño público, cambistas, físicos… Se podía decir que aquella comunidad extremadamente trabajadora se había rehecho de la escabechina a que fuera sometida a final del siglo anterior cuando Almanzor asoló la ciudad.

La casa del subastador gozaba de una buena situación, exactamente a la altura del tercer torreón de defensa de aquella parte del lienzo amurallado entre los burgos del Pi y de la Vilanova dels Arcs. Su exterior era discreto, como correspondía al gusto de una persona a la que no convenía llamar la atención, pero su interior nada tenía que envidiar a la casa de cualquier acomodado comerciante. La entrada daba a un jardín umbrío circunvalado por una tapia, que abarcaba un cuidado huerto en cuyo centro se alzaba una estructura de dos pisos rematada a dos aguas por una techumbre hecha de teja curva árabe. En la planta había un recibidor decorado con el recargado gusto de su propietario, un saloncillo junto a la pieza donde se comía y al fondo, dando al huerto, la cocina. En la parte superior se hallaban los dos dormitorios y un lujo del que pocos podían presumir en aquel tiempo: un baño de agua corriente, un ingenioso artilugio manejado por un esclavo que hacía subir el valioso líquido desde un pozo hasta el caño por el que manaba.

Bernabé Mainar, que había abandonado ya los ropajes con que había dado sus primeras vueltas por la ciudad, se presentó en la casa de su futuro socio ataviado como un rico hombre de negocios.

El criado, un etíope que tenía un cuarto de sangre árabe, anunció al recién llegado.

—Amo, en la entrada está el visitante que aguardabais… mas debo deciros que su aspecto no es el que corresponde a una persona normal: un parche negro cubre su ojo izquierdo.

—Eso no es de tu incumbencia, ¡necio!

El criado, sin inmutarse, replicó:

—Siempre me habéis dicho que si observo alguna anomalía os la cite.

—¡Retírate y no me repliques!

Simó se precipitó a recibir a su huésped y lo hizo con la ampulosidad y el exceso del avaro que presiente una buena oportunidad.

—Mi querido amigo, imagino que no habéis tenido dificultad para encontrar mi humilde casa.

—Ni siquiera he tenido que preguntar.

Simó, mientras cerraba la cancela, argumentó:

—Siendo éste un barrio nuevo, es común que la gente lo desconozca. Esta ciudad está creciendo tanto que pronto será la más próspera del Mare Nostrum, de noche hasta a mí mismo me cuesta a veces hallar el camino. Hasta aquí no han llegado todavía los fanales que iluminan el centro de Barcelona. Pero pasad, vais a creer que no soy buen anfitrión: os voy a mostrar mi humilde morada y luego pasaremos al jardín. En esta época de calores es donde estaremos mejor y resguardados de oídos indiscretos. —Y haciendo un amistoso guiño, añadió—: Para ciertos asuntos toda precaución es poca.

Ambos personajes pasaron al interior y Simó le mostró orgulloso su casa haciendo hincapié en su innovadora sala de baños.

—En verdad, curioso —comentó Mainar—. Únicamente recuerdo algo parecido en tierras de moros.

—¿Habéis vivido entre infieles? —preguntó Simó, siempre ávido de información que pudiera serle útil.

—Sí. Y por cierto de ellos tengo gran concepto: sus filósofos y sus poetas superan en mucho los toscos empeños de los cristianos.

—Y si no es indiscreción, ¿qué circunstancia os llevó entre esas gentes de infausto recuerdo para Barcelona desde los tiempos de Almanzor?

—Sí, es indiscreción —replicó Mainar, e hizo una breve pausa—, pero no obstáculo. Necesité en cierta ocasión al mejor de los cirujanos para una reparación harto compleja y tuve que aprovechar la coyuntura de la visita a Toledo de Omar al-Qurtubi, el mejor físico cordobés, que estaba de paso por aquella ciudad. A él le debo el ojo que aún conservo… Pero dejemos esto, que me trae malos recuerdos. Es allí donde pude ver un artilugio semejante al vuestro.

Simó no quiso insistir sobre la cuestión: sabía cómo salir airoso de esos momentos.

—No sólo los árabes tienen gusto por la limpieza: los miembros de mi antigua religión también. No así los cristianos, que hieden a muerto en cuanto se arrejuntan cuatro. ¡En verdad que no son amantes del agua! Yo he sabido escoger lo mejor de las tres religiones para subsistir en los procelosos tiempos que corremos.

—Ciertamente —convino Mainar—, saber navegar entre dos aguas es virtud y me confirma que sois vos la persona que me conviene.

—Sois muy amable, y espero no defraudaros… pero prosigamos.

Tras presumir de sus propiedades y mostrar su frondoso jardín, el subastador condujo a su huésped hacia unos bancos dispuestos bajo un árbol de alta copa.

—Sentaos a vuestra entera comodidad. Habéis tomado posesión de vuestra casa.

Ambos se acomodaron bajo las acogedoras ramas y al poco un vientecillo suave, huésped de aquellos pagos, sopló meciendo las hojas del gran árbol y aligerando la calima.

Simó dio dos fuertes palmadas para reclamar la presencia del criado.

Apareció éste al punto portando en sus manos una bandeja con una jarra en la que brillaba un licor rojo ambarino con el que colmó dos copas. Dejó ante ellos también un cuenco con dos racimos de uvas.

—Espero sea de vuestro agrado, es el mejor licor del condado. Lo hago hacer ex profeso por un experto y las grosellas vienen directamente de la Cerdaña.

El criado se retiró y ambos hombres cataron el delicioso brebaje con fruición. Mainar, tras chasquear la lengua como tenía por costumbre, creyó oportuno hacer un elogioso comentario.

—En verdad, es insuperable. Si todo lo que tocáis lo hacéis con el esmero con el que este licor está tratado, será sin duda una delicia hacer negocios con vos.

—Eso espero y creo que es hora ya de que tratemos de lo nuestro.

El recién llegado comenzó:

—Me decís en vuestra nota que habéis hablado con alguien que ha de facilitar nuestro ambicioso proyecto.

—Cierto. Ya os dije que no es fácil entrar en palacio, pero yo tengo los medios de acceder a través de alguien que tiene el paso franco —alardeó Simó.

—¿Y puedo, si no es óbice, saber de quién se trata?

—No hay impedimento. Como es lógico, él figurará en el negocio, pero sólo desea hacer tratos conmigo —dijo Simó, aunque se guardó mucho de relatar el desprecio que teñía aquellos tratos.

—Desde luego, y no dudéis que sé cuál es mi lugar.

—Se trata del caballero Marçal de Sant Jaume, que fue en su día favorito del conde Ramón Berenguer y que por circunstancias de la vida cayó en desgracia ante la condesa, cosa que le hizo cambiar de bando.

—Yo, aunque de lejos, seguí esta historia. ¿No fue acaso por el desgraciado incidente de los falsos maravedíes del rescate del hijo de al-Mutamid?

—¿Conocéis tal circunstancia? —se asombró el subastador.

—Llegó a mis oídos. Por aquel entonces, yo residía en Urgel y como sabéis el conde Armengol es primo del de Barcelona.

—Pues ése es nuestro hombre en palacio.

—¿A qué os referís al decir cambiar de bando? —indagó Mainar.

Simó bajó un poco la voz y se lanzó de lleno a exponer todo cuanto sabía de la corte ante un interlocutor que le trataba con tanta cortesía.

—En la corte existen dos facciones enfrentadas: la de la condesa Almodis, que maneja a voluntad al conde, y la del primogénito Pedro Ramón, nacido de la primera esposa de Ramón Berenguer, la añorada Elisabet de Barcelona. Los que viven del pasado se suman a la primera y los que creemos en el futuro, lo hacemos a la segunda. Por el momento somos pocos pero selectos y el que nos aglutina es mi protector, el caballero Marçal de Sant Jaume, que tiene, como os he dicho, la llave del camarín del auténtico heredero, de quien solicitaremos permiso y protección para nuestro delicado menester.

—Entiendo. ¿Y cuál es la causa del enfrentamiento?

—Todo son rumores, amigo Mainar… pero ya sabéis que éstos a veces resultan ser los heraldos del futuro. —Hizo una pausa para conferir mayor efecto a lo que iba a decir a continuación—: Según ha llegado a mis oídos, la condesa pretende cambiar el orden dinástico y favorecer a su predilecto, el mayor de sus gemelos, en detrimento de Pedro Ramón, que es el auténtico primogénito.

Bernabé Mainar quedó en silencio un instante en tanto ordenaba sus ideas.

—Aunque lo que decís sea cierto, imagino que el otro gemelo también tendrá algo que alegar.

—Aún es pronto… No olvidéis que son ambos muy jóvenes, pero lo que es irrefutable es que la madre tiene un favorito y que siempre beneficia a Ramón en menoscabo de Berenguer.

—¿Y tiene esa actitud algún fundamento? —se interesó Mainar.

—Tal vez. En la corte se dice que el primero es juicioso en su criterio, diligente en sus trabajos y aplicado en los estudios, en tanto que Berenguer, que fue el segundo en nacer, es caprichoso, cruel y soberbio en el trato con los servidores de palacio.

—Entonces la predilección de la condesa no es de extrañar. ¿Qué mal hay en que se ocupe del futuro por el bien de sus súbditos?

—No se trata de esto. Lo que haga con los gemelos, lo mismo que con sus hijas, las condesitas Inés y Sancha, no viene al caso; lo que se impone en justicia es que el condado lo herede el hijo mayor del conde y ése no es otro que Pedro Ramón, que ya empieza a estar harto de los manejos de su madrastra para apartarlo del trono. Además, eso no nos interesa, ya que es nuestro auténtico valedor y quien, en su día, me otorgó el derecho de preferencia a la hora de escoger esclavos, claro es, que para su beneficio y al que ahora, a través del caballero de Sant Jaume, solicitaremos protección.

—Voy entendiendo y me congratulo de haber dado con vos, parece que el moverse en la corte a la sombra de los poderosos es todo un arte.

—Cierto. Todo consiste en saber la cuerda que hay que pulsar en cada circunstancia para que el laúd suene afinado, y esa virtud se adquiere con el tiempo —se ufanó el subastador.

—Bien, vayamos pues al segundo punto. ¿Dónde se os ocurre que se deben instalar nuestros negocios? En el bien entendido que ha de ser más allá de los muros, pero sin embargo en un sitio accesible.

—Primeramente os debo preguntar, y perdonad por la obviedad, ¿contáis con suficiente numerario o crédito para afrontar semejante dispendio?

—No os preocupéis por tal cosa: mi bolsa está saneada.

—En tal circunstancia nada más tengo que objetar.

Simó se entretuvo un instante en dar un sorbo a su copa de licor y luego prosiguió:

—He andado pensando en todo ello y he llegado a dos conclusiones. Primeramente los sitios escogidos han de estar bien comunicados y por ende sus caminos expeditos y seguros, pese a estar extramuros; y en segundo lugar, no sería buena la proximidad de la Santa Madre Iglesia.

—Me admira vuestra sagacidad. Entonces, decidme, ¿adónde conducen vuestras palabras?

—Dos de cuatro son los
ravals
o villas nuevas que pueden acoger vuestras ventas de amor y ahora os explico los motivos Las preferidas son, en primer lugar, Sant Cugat del Rec, que está al paso de la vía Francisca, por la que circulan numerosos viajeros que se dirigen a Barcelona o a sus mercados.

—Buena elección, sin duda. Proseguid.

—Luego estaría la Vilanova dels Arcs, a la entrada de la puerta norte de la ciudad que controla la salida de la vía Augusta: el tráfico es abundante y los viandantes que por ella transitan acostumbran a ser gentes de los condados del norte, mejor dispuestos a gastar sus dineros en la gran ciudad.

—Me asombra lo rápida y sagazmente que habéis interpretado mis deseos —le elogió Mainar.

—Mi cargo me ha acostumbrado a ello. Desde mi tribuna siempre acierto a descubrir al licitador que está dispuesto a aumentar el nivel de la apuesta por cualquier esclavo y casi nunca me equivoco.

—Decidme, por curiosidad, ¿por qué habéis descartado los otros dos?

—En primer lugar, Vilanova de la Mar es barrio de pescadores: chusma, miseria y compañía, y en sus aledaños se halla la capilla de Santa Maria de les Arenes, mala vecina sin duda para vuestro comercio carnal.

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