Mar de fuego (13 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—¿Y el otro?

—El burgo del Pi: la iglesia de Santa Maria del Pi está asimismo en su proximidad y además se halla en el camino del cementerio de Montjuïc y de las canteras. Por lo cual al primer inconveniente se une otro: las gentes, cuando recuerdan que este mundo es finito y que al fin del camino les aguarda la guadaña de la parca, acostumbran a retraerse pensando en el fuego eterno. Y por otra parte los canteros son poco dados a escarceos de la carne ya que a esas horas de la noche lo que sus machacados cuerpos requieren es un buen descanso, amén que su bolsa es cicatera y poco dada a abrir su embocadura por no perder lo que tanto esfuerzo les ha costado.

—En verdad, Simó, me asombra vuestra sutileza y vuestro buen criterio —dijo Mainar con una sonrisa—. ¿Cuándo enhebramos la aguja para comenzar nuestra común aventura?

—No vayáis tan deprisa: no es bueno poner el carro delante de los bueyes. Una de las casas que mejor convendría a vuestro propósito es una casa construida extramuros y que su propietario ni pudo estrenar, pues murió a manos de unos bandoleros yendo a la feria de Vic. Su viuda, mujer de hondas creencias, al no disponer de numerario para mantenerla, se la vendió a Martí Barbany. Creo que es difícil que éste esté dispuesto a deshacerse de ella, pero si así fuera… el lugar sería perfecto.

Al escuchar aquel nombre, un parpadeo sutil ensombreció la mirada de Mainar.

—¿Y dónde está?

—En la Vilanova del Arcs: el lugar es perfecto, accesible pero sin embargo apartado… En una palabra, reúne todas las condiciones que vuestro negocio requiere. Pero, os repito, su adquisición es complicada.

—Soy hombre tenaz, jamás cejo en mis empeños, cueste lo que cueste, en tiempo o en dineros.

—Creo que, en esta ocasión, será una inútil porfía.

—Es mejor fracasar que no intentarlo.

—Barbany siempre compra, jamás vende —sentenció Simó.

—Vos, que sois un experto en el tema, sabéis que eso siempre depende de los dineros que haya en juego, amén de saber presentar el asunto de forma apropiada.

—Os auguro un fracaso —le advirtió el subastador, meneando la cabeza.

—Todo lo resuelve el oro.

—No todo, si lo que queréis comprar lo posee alguien que nada necesita.

—Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo. Lo dijo Arquímedes.

—Y ¿cuál es el punto de apoyo que os debo proporcionar?

—Una carta de recomendación del caballero Marçal de Sant Jaume a fin de que me conceda una entrevista: lo demás correrá de mi cuenta —dijo Mainar con firmeza.

—Ignoro cuál será vuestra argucia, pero si se trata únicamente de dinero ya podéis pensar en otro lugar.

—Cada hombre tiene un flanco débil: se trata de hallar el de Martí Barbany.

—Por mis barbas que sois testarudo —dijo Simó, esbozando una sonrisa de complicidad—, pero contad con la carta.

15

Pláticas de alcoba

Los condes de Barcelona se hallaban juntos en sus aposentos, y Almodis comentaba, con entusiasmo, los detalles de la última reunión del consejo encargado de la redacción de los
Usatges
a su esposo, que normalmente sólo fingía escucharla con interés. Con el tiempo, Ramón Berenguer había cultivado una añagaza que le daba óptimos resultados: todas las noches, antes de que los criados apagaran velones, candelabros y lámparas, se hacía explicar por su esposa cómo había ido la sesión. Ella, que era minuciosa y prolija, explicaba los avatares de la misma detalladamente y él se ocupaba de fijar en su memoria algún dato que llamara su atención; luego su mente se iba a sus cosas abstrayéndose de esa voz que monótonamente le repetía los puntos que más le interesaban.

Súbitamente la condesa se quejaba argumentando que no la atendía; era entonces cuando Ramón se escudaba en su coartada.

—Estáis equivocada, señora. Me he quedado meditando aquello que tan inteligentemente habéis resuelto al respecto de…

Entonces recurría al punto memorizado, demostrando con ello que la atendía puntualmente. De esta manera ella quedaba satisfecha y así podían iniciar la noche en paz y concordia.

De cualquier modo, en esta ocasión era diferente, ya que los temas que sacó a colación la condesa captaron al punto su interés.

—Esposo mío, es mucha la responsabilidad que en mí depositáis para que ose tratar temas, si éstos son de particular enjundia, sin antes haberos consultado.

Por el tono de la condesa supo Ramón que su esposa preparaba el terreno para introducir algún tema importante y que más le valía estar atento.

—No debéis preocuparos. Soy yo, al fin y a la postre, el que deberá sancionar cualquier disposición.

Almodis meneó la cabeza, con aire dubitativo.

—Sin embargo, no es bueno que yo entre en temas que puedan suscitar opiniones contrarias sin vuestra autorización y tampoco es bueno que ilustres jueces y notarios expongan su sentir si dichos temas no debieran ser tratados.

—¿Y qué asuntos son ésos? —inquirió el conde, francamente interesado esa noche.

—Temas que no atañen a la codificación de las costumbres y sin embargo afectan directamente al futuro de vuestro pueblo.

—Me inquietáis, señora. Explicaos.

Almodis hizo una pausa y colocándose frente al bruñido espejo, comenzó a quitarse el tocado.

—Como comprenderéis, he meditado profundamente el asunto antes de veniros con mis cuitas, y gentes de toda mi confianza opinan al respecto igual que yo sobre ello.

El conde la miró, expectante. Almodis supo que tenía su absoluta atención y, con voz neutra, como si el asunto que trataba no la implicara personalmente, se lanzó a exponer sus afanes e inquietudes en lo tocante al primogénito, Pedro Ramón.

—No quiero influiros al escoger heredero, sino simplemente deciros que el carácter de vuestro primogénito le invalida para tan alta acción de gobierno; ignoro si deberíais nombrar una tutela de tres varones que juzgaran su madurez o designar a la Iglesia para tan alto cometido, pero insisto, él no es por el momento la persona indicada.

El conde, que conocía el talante de su mujer y que sabía que era mucho más conveniente dejar larga la cuerda que oponerse frontalmente, respondió:

—Lo que proponéis es casi imposible y en principio no soy partidario de tocar el tema. Sin embargo, me gustará saber la opinión de doctos jueces al respecto. Si todos coincidieran, no me opondría a considerar el asunto.

Almodis comprendió que la batalla, que presumía larga, no empezaba del todo mal para ella.

—Otra cuestión me inquieta, querido, y aunque quizá consideréis que es prematura, creo que sería conveniente comenzar a pensar en ello.

—¿Qué es ello, esposa mía?

—Creo que la labor de un estadista rebasa en mucho el tiempo finito de la existencia de un hombre.

—¿Acaso insinuáis que debo prepararme para la muerte?

—En modo alguno. Nadie en mayor medida que yo os desea una larga vida.

—¿Entonces?

—La historia nos pondrá en el lugar que nos corresponda según nuestras acciones y mi deseo es que vuestro nombre sea bendecido por las generaciones que nos sucedan.

—No comprendo adónde queréis ir —dijo el conde, algo fatigado y deseoso de zanjar ese espinoso tema.

—Yo os lo diré. Hemos de comenzar a preparar el futuro de nuestros hijos. Entiendo que con el vuestro obraréis como os parezca, pero con los nuestros —la condesa remarcó «nuestros»— me corresponde una parte importante de la decisión.

—Os rogaría una mayor claridad y que no os dilatarais en los preámbulos.

—Voy a ser diáfana y en mi propósito veréis que priva la imparcialidad y que el amor de madre no ciega mi criterio.

—Sigo sin comprender.

—Ya llego. Tenemos cuatro hijos, dos hembras y dos varones, y a los cuatro ama por igual mi corazón de madre.

—Almodis, nada nuevo me decís. Siempre he sabido que os habéis mostrado como una leona en su cuidado, pero sigo sin entender adónde queréis llegar.

—Veréis, esposo mío. Los cuatro se deben a sus obligaciones como hijos de la casa condal. Por eso sus bodas deberán ser tratadas con sumo cuidado. Vos sabéis la importancia del que ocupa el tálamo al lado de cada quien, y de la influencia buena o perniciosa que puede ejercer cada cual.

—Eso me consta, y bien sabe Dios las veces que he llegado a agradecer vuestros desvelos. Debo confesaros que tras los largos años de gobierno de mi abuela, la condesa Ermesenda de Carcasona, que el Señor haya acogido en su seno, y que tan bien veló por los intereses del condado, de no haberos cruzado en el camino de mi vida, en más de una ocasión hubiera elegido el rumbo equivocado.

—Dejemos en paz a vuestra abuela —repuso Almodis—, que más bien cuidó de los suyos que de los vuestros y volvamos al día de hoy. Mi obligación es desbrozaros el sendero y velar por aquellos asuntos domésticos que, si bien intrascendentes e incómodos, en ocasiones pueden llegar a tener mucha importancia.

—Está bien, centrémonos en el tema que os ocupa.

—Los matrimonios de nuestros hijos son algo de importancia capital para el condado y deben ser planeados con tiempo y cabeza.

Ahora el conde prestaba el máximo interés a las palabras de su esposa.

—Proseguid, señora, os lo ruego.

—Hablemos en primer lugar de nuestras hijas. Como cualquier enlace de mujer noble su misión no es otra que procrear hijos que a su vez proporcionen futuras alianzas con casas importantes. Si el elegido es gentil y bien parecido, como es el caso del segundo que nos ocupa, mejor, pero si no fuera así lo que debe primar es la conveniencia del condado.

El amor de padre salió a flote en aquel momento.

—¿De verdad creéis que es adecuado abordar este tema en estos momentos?

—¿A qué edad creéis que se pactó mi primer matrimonio con Hugo de Lusignan? Como todos los padres, os negáis a ver que vuestras hijas crecen… Inés y Sancha ya no son unas niñas.

—No desearía que los matrimonios de mis hijas fueran anulados por falta de madurez de la desposada como lo fue el vuestro —puntualizó el conde.

—Os consta que todo ello es fruto de pactos posteriores y si conviene a las partes se alega la causa de consanguinidad u otra excusa según convenga. Como bien sabéis —continuó Almodis con sorna—, la Iglesia de Roma lo admite todo, si bien argumentado está con buenos dineros, prebendas y beneficios. Pero estoy con vos: mejor es que nada de eso ocurra y que las gentes vivan felices, si es que este estado de cosas existe en este mundo de locos y de santos en el que nos ha tocado vivir.

—Veo claramente que el tema no es fruto de la improvisación y que algo hay en la trastienda que os ocupa hace tiempo. ¿En quiénes habéis pensado para nuestras hijas? —cedió por fin el conde.

—Me conocéis bien y sabéis que no me agrada dejar el futuro en manos de la providencia. Creo que quien mejor provee para uno es uno mismo, y no me gusta dejar cabos sueltos.

El rostro del conde denotaba el máximo interés.

—Creo que deberíamos cerrar alianzas a ambos lados del Pirineo —prosiguió Almodis con vehemencia—. No es bueno tener todos los huevos en la misma cesta. De esta manera y según sople el viento podremos decantarnos hacia un lado u otro de la Septimania, según convenga.

—Insisto —dijo el conde, ocultando una sonrisa—, ¿en quién habéis pensado?

—Del lado de acá, por así decirlo, en Guillem, conde de Cerdaña, que acaba de enviudar y que es ya un hombre maduro que se mostrará encantado de emparentar con el condado de Barcelona; y del lado de allá en el heredero del condado de Albon, Guigues es su nombre, que es joven y bien parecido.

—¿Y cuál de ellos será para Inés y cuál para Sancha? Ambos candidatos son bien distintos en porte y edad…

—Como comprenderéis, eso es lo que menos me preocupa. Se lo daremos resuelto y por no ser injustos lo podemos decidir a suertes. ¿O acaso vos, antes de conocerme, tuvisteis oportunidad de elegir?

El conde quedó en suspenso unos momentos admirando como siempre el agudo sentido práctico de su esposa y la forma expeditiva con que resolvía lo que para él era motivo de dudas y vacilaciones. La voz de Almodis interrumpió sus meditaciones.

—Pero ahora viene la más importante de las decisiones que debemos afrontar.

—Os sigo escuchando con suma atención.

—Aún no he pensado en nadie para Berenguer… —La condesa ahuyentó con un gesto las dudas que albergaba hacia ese muchacho, igualmente carne de su carne.

—Bien, entonces intuyo que vais a abordar el matrimonio del mayor de nuestros gemelos, Ramón.

—Efectivamente, y debemos poner en ello la máxima atención pues en la línea sucesoria es por el momento el segundo… Y a lo largo de una vida pueden acaecer muchas cosas.

El conde, asociando la frase de su mujer a lo hablado anteriormente al respecto de la primogenitura, adoptó una postura suspicaz y desconfiada. Almodis, que tan bien lo conocía, no se arredró ante su gesto adusto.

—Aunque no lo creáis —se apresuró a explicar—, no le deseo mal alguno a Pedro Ramón, pero nunca se sabe qué nos deparará el destino: puede haber guerra en la frontera, su esposa puede ser estéril… A lo peor el Señor no le otorga la bendición de un hijo. El condado, que debe ser un tronco con muchas ramas, está obligado a considerar todas las posibilidades sucesorias.

Al observar que se relajaba el entrecejo de su esposo, la condesa supo que había solventado el mal paso.

—Proseguid, habladme de los planes que habéis pergeñado para Ramón.

—Se me ocurre, esposo mío, que una de las alianzas que más conviene a Barcelona es la del Papa ya que nunca fuimos queridos por él. La Iglesia es un poderoso aliado.

—¿Y bien?

—Sabéis que todos los caminos conducen a Roma. También conocéis la predilección de que goza el duque Roberto Guiscardo en la Santa Sede.

Ramón Berenguer asintió con un gesto de cabeza.

—Pues bien. Si pactáramos el matrimonio de su hija Mafalda de Apulia y Calabria con nuestro Ramón, ganaríamos un aliado en las procelosas riberas del Mediterráneo y otro en las no menos enmarañadas de la diplomacia pontificia.

El conde sonrió con franqueza.

—Me admiráis, señora mía. Creo que si faltara y os instituyera como regente, el condado ganaría en cordura, discernimiento y buen gobierno.

—Yo únicamente soy la sombra que proyecta un gran árbol, sin vos no soy nada más que una pobre mujer asustada.

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