Authors: Chufo Lloréns
Y el conde, que llevaba ya un rato deseando posar sus labios en los de su esposa, puso fin a la conversación con un beso, el preludio de una larga noche.
La naviera
El viento soplaba invariablemente a favor de las actividades comerciales de Martí Barbany. Siempre había sido así: cuanto más duras eran las circunstancias de su vida sentimental mejor marchaban sus negocios. En aquellos días se podía decir que ningún ciudadano de Barcelona acumulaba las riquezas que atesoraban sus múltiples y diversos negocios. Las viñas de Magòria producían excelentes vinos. El agua de sus pozos manaba incesante, y su canalización para suministrar el valioso líquido a sus vecinos se había convertido en un negocio óptimo. Sus molinos trabajaban día y noche moliendo el trigo que portaban los campesinos de los señoríos cercanos y del que le reservaban una quinta parte. El movimiento de mercaderías en las bodegas de sus naves era continuo, el trabajo en sus atarazanas era incesante, el sonido del martillo de sus herreros y la sierra de sus carpinteros junto a las órdenes de sus maestros de hacha eran la música dominante del barrio de la ribera, pero sin duda el negocio que le había hecho legendario entre sus convecinos y que había rebasado las fronteras del principado, había sido la importación del aceite negro desde el lejano Oriente. Dicho producto, que cada día se empleaba en más usos, alumbraba, además de las calles de la ciudad, una inmensa cantidad de hogares de los condados catalanes. Sus negocios no podían ir mejor y Martí creía que era esa incesante actividad lo que le había impedido enloquecer de dolor. Para él, el único asueto comenzaba cuando, al nacer el día, se dirigía al torreón de la ribera junto a las atarazanas donde tenía su
scriptorium
y en cuya antesala una ingente multitud de personas que deseaba acercarse a él aguardaba pacientemente ser recibida. A partir de ahí, variados asuntos le ocupaban el día entero, de manera que casi nunca tenía tiempo de detenerse ni tan siquiera a la hora de comer.
Un torrente de sentimientos encontrados asaltaba su corazón cuando al llegar a la casa observaba a hurtadillas los juegos y peleas de la pequeña Marta, su bien más preciado, con Amina, la hija de sus libertos. De una parte estaba su orgullo de padre ante aquella espléndida criatura, y de otra un oscuro dolor al recordar que sería ella la heredera de su imperio en lugar del varón que había costado la vida a su querida esposa, el ser que más había amado en este mundo.
Muchas mañanas, mirando hacia el exterior por el ventanal bilobulado de su gabinete, pensaba qué sería de aquella niña cuando él ya no estuviera en este mundo, cosa que, a pesar de las reconvenciones del padre Llobet, poco le importaba.
La llamada de Omar, su fiel ayudante, sonó en la puerta.
—Pasa, Omar.
La cancela se abrió y en la abertura asomó el oscuro rostro de aquel hombre a quien había comprado junto con toda su familia en el mercado de esclavos de la Boquería, en un tiempo que se le hacía muy lejano.
—¿Dais vuestra venia?
—Pasa y siéntate.
El hombre se introdujo en la amplia pieza con un rollo en la mano y tras aguardar que él hiciera lo propio, se situó frente a la gran mesa repleta de pergaminos y contratas.
—Te conozco bien, Omar; tu rostro me indica que algo ocurre.
El hombre se revolvió inquieto.
—Nada importante, señor, asuntos domésticos intrascendentes pero ya sabéis: cuando a la mujer le entra entre las cejas que su hijo se puede descarriar no desiste ni día ni noche de dar la vara.
—¿Cuál es ese asunto doméstico que preocupa a Naima?
—Las andanzas de Ahmed la tienen inquieta.
—¿Ha hecho algo inadecuado acaso?
—No, pero anda tocado del mal de amores y su madre no puede con él.
Martí sonrió.
—¿Y qué de extraordinario hay en ello? Lo raro sería que a su edad no anduviera detrás de unas sayas.
Omar asintió, ya que en el fondo él era de la misma opinión. Y maldecía que su esposa se hubiera enterado de ese tema por culpa de Gueralda. La criada, que no gozaba precisamente de las simpatías de nadie en la casa, había informado a Naima de que su hija, Amina, y el ama Marta habían salido en pos de Ahmed una tarde de ese verano. Naima había puesto el grito en el cielo al saber que ambas habían deambulado solas por las calles y no paró hasta descubrir el motivo de esa escapada. Y a partir de ese momento, tampoco había parado de lamentarse de que su Ahmed hubiera perdido la cabeza por una joven que no era libre.
—Lo sé, señor —afirmó Omar—, pero a su madre no le agrada la muchacha: es una esclava y sabe que va a sufrir.
—Deja que madure: nada hay que reafirme más a un hombre que un amor contrariado… —Hizo una pausa antes de proseguir—: Si llega el momento y el tema se pone grave, házmelo saber.
—Gracias, señor, siempre apuntaláis las pilastras antes de que se hundan los puentes.
—Pues entonces pasemos a despachar el parte del día.
El secretario desplegó la vitela que portaba entre las manos y tras consultarlo brevemente, informó:
—Hoy no todo son buenas noticias.
—Habla claro. No quieras que adivine las nuevas. El tiempo es oro y no estoy de humor para adivinanzas.
—Está bien, señor, el
Sant Tomeu
y el
Albatros
han llegado a sus respectivos destinos en Chipre y en Alejandría y sus cargamentos han sido almacenados.
—¿Entonces?
—Parece ser que la piratería berberisca se está adueñando de nuevo de las aguas meridionales de Italia y que Naguib el Tunecino vuelve a crear problemas.
—¿Ha atacado alguna de nuestras naves? —inquirió Martí.
—Todavía no se ha atrevido, pero ese maldito pirata lo hará en cuanto se sienta lo suficientemente fuerte. Y si mis noticias son ciertas, pronto lo será.
—¿Por qué dices eso?
—Han llegado nuevas y parece ser que goza de la protección del walí de Túnez y de que le ha asignado una rada protegida de los vientos donde está construyendo un tipo de barcos mixtos de remo y velas que han de ser muy rápidos y de poca mota o capacidad de carga, de lo que el capitán Manipoulos infiere que están concebidos para incursiones en la costa y para llevar a cabo ataques a naves comerciales que transiten las rutas habituales.
—Nos ocuparemos de él oportunamente. No quiero ser yo el que declare la guerra, pero mejor será que estemos alerta. —Permaneció unos momentos ensimismado y luego añadió—: Dime las buenas nuevas, si es que las hay.
—Me comunica el capitán Manipoulos que ha llegado noticia de que vuestro hombre en Kerbala, Rashid al-Malik, del que tanto hemos oído hablar, ha aceptado la invitación de venir a Barcelona.
La expresión del rostro del naviero varió profundamente. Hacía ya años que había invitado a su hombre en la lejana Kerbala a visitar Barcelona y éste se había excusado por la edad. Apreciaba profundamente a Rashid y no olvidaba que éste se hallaba en el origen de su fortuna, ni tampoco la confianza que en él había depositado al compartir con él la fórmula del «fuego griego», aquel secreto ancestral de valor incalculable que su familia había guardado tan celosamente a través de los siglos; un secreto tan peligroso que Martí había preferido olvidarlo.
—¿Debo hacer algo al respecto?
—Sí, dile al capitán Manipoulos que le prepare la más calurosa acogida que jamás haya hecho y que me tenga al corriente de su llegada. Es una de las más agradables noticias desde hace mucho tiempo.
—Ahora mismo me pongo a ello.
—¿Algo más?
—Señor, pide audiencia un hombre que muestra gran interés en hablar con vos.
—Que haga el correspondiente turno —replicó Martí—, son muchas las personas que me buscan todos los días. Ya deberías saberlo.
—Lo sé bien, señor, —se excusó Omar—, pero viene recomendado por el caballero Marçal de Sant Jaume.
—¿Cuál es su nombre?
—Bernabé Mainar, señor.
Martí consultó unas notas que estaban en la mesa frente a él.
—Lo recibiré el miércoles de la próxima semana después de la comida del mediodía.
Llegó el día fijado. A la hora señalada un atildado comerciante guardaba antesala en el amplio salón que acogía a los visitantes de Martí Barbany. El hombre destacaba entre los otros, además de por su cuidado atuendo, por el parche negro que, sujeto por una cinta, le cubría un ojo. Vestía una capa sobre una corta sobreveste azul; por la escotadura y por las aberturas laterales asomaban las mangas grises de una camisa ajustada a su cuello; cubrían sus piernas medias de hilo de un añil más claro y calzaba buenos borceguíes de piel de jineta. En la cabeza lucía un casquete adornado por un broche de perlas. El extraño individuo destacaba del resto de los visitantes que aguardaban en la antesala para poder entrevistarse con uno de los hombres más poderosos del condado: Martí Barbany.
Un ujier salió por una puerta lateral con una ristra de nombres anotados en un papiro y en alta voz nombró al peculiar personaje. Éste se alzó del banco del fondo y tras coger un cartapacio de piel se dispuso a seguir al subalterno. A su paso, oyó los murmullos de los presentes. El hombrecillo le condujo por un corto pasillo y con un gesto le indicó que aguardara un instante, el tiempo que requeriría anunciarlo a su señor. Ni tiempo tuvo de desprenderse de la capa cuando ya el hombre asomaba su cabeza por el quicio de la puerta y abriéndola de par en par anunciaba su nombre.
—El ciudadano Bernabé Mainar acude a la cita que tiene demandada.
Martí Barbany alzó su mirada del pergamino que estaba examinando y se puso en pie para recibir al visitante.
El otro se llegó hasta la mesa con paso firme, se destocó y procedió a presentarse.
—Vuestro ujier ha elevado mi categoría, cosa que agradezco, pero debo aclarar que todavía no soy ciudadano de Barcelona aunque ésa es mi aspiración.
Martí, atento, le indicó con el gesto que tomara asiento ante él. Mientras lo hacía, el visitante tuvo tiempo para observar detenidamente la estancia. Ésta destilaba riqueza y buen gusto y era la copia exacta, aunque muy ampliada, del castillo de popa de una galeaza. En las paredes y estantes un sinfín de reproducciones en miniatura de galeotas, trirremes, fustas y otras embarcaciones ornaban la estancia y en el lugar de preferencia, destacaba la del
Laia
, el primer barco de la flota de Martí Barbany.
—Vuestro deseo es justo y os honra. Creedme si os digo que la ciudadanía no es condición fácil de adquirir y que no es un logro al alcance de cualquiera, aunque sea la pretensión de todo aquel que llega a esta ciudad.
—Sé de su dificultad y lo comprendo: son muchas las ventajas que tal título otorga, y para los que no nacimos de noble sangre es un hito que ofrece gran honra. En mi caso esa dificultad, más que de impedimento, me servirá de acicate.
Una pequeña pausa se estableció entre ambos interlocutores. Tras ella, el visitante abordó un tema que Martí, por su prudencia y buen criterio, jamás habría tocado.
—En primer lugar —empezó, con aire levemente humilde—, y dado que mi presencia acostumbra a inquietar a aquellos que no me conocen, quiero aclararos el porqué de mi parche. Me consta que es de buena educación mostrar el rostro a aquellas personas que tienen a bien recibirme. Por otra parte mi percance no es nada deshonroso y si llevo medio rostro cubierto es por no mostrar la cuenca vacía de mi ojo izquierdo, cosa que puede producir rechazo en ciertas gentes.
Martí se sorprendió del sesgo que tomaba la entrevista, pero su curiosidad pudo más que su prudencia.
—No tenéis por qué. Dados los tiempos violentos que nos ha tocado vivir, raro es el que no tiene alguna anomalía, más aún entre las gentes de la mar, medio en el que, como imagino sabéis, se mueven gran parte de mis negocios. Amputaciones de brazos, piernas o dedos son el santo y seña de gran porcentaje de mis hombres, de manera que si os place explicaros hacedlo… Pero sabed que a mí nada me importa de un ser humano más que su corazón y la rectitud de sus intenciones, aunque en honor a la verdad debo deciros que vuestro aspecto es asaz peculiar.
—Mi nombre, como sabéis, es Bernabé Mainar. Mi vida no ha sido precisamente anodina, desempeñé en mi juventud muchos oficios y por circunstancias fui soldado. En una batalla contra el infiel la piedra de una culebrina cayó sobre el caldero en el que se cocinaba el rancho de la tropa, con tan mala fortuna que al hacerlo el líquido ardiente me salpicó el rostro. Perdí casi la vista, pero la ciencia de un físico árabe me la salvó. Perdí un ojo, mas salvé el otro y de alguna manera recompuso mi rostro, es por ello que llevo esta especie de media máscara que, si deseáis, me retiraré.
Ante la franqueza de su interlocutor, Martí no tuvo reparo en decir:
—No ha lugar si de esta guisa estáis más cómodo; el hecho de explicar vuestra peripecia da medida de vuestro afán de daros a conocer. Sin embargo, si no os importa, mi tiempo es limitado y creo que es momento de hilvanar el asunto que os ha traído hasta mí.
El visitante se acomodó en su asiento y comenzó su discurso.
—Veréis, señor, el caso es que por una suerte de circunstancias que harían prolija mi explicación, he decidido establecerme en Barcelona tras largos años de andar haciendo negocios por estos mundos de Dios. Mi periplo ha sido largo y diverso, he mercadeado con infieles y cristianos, en las Españas, en tierras sarracenas y, cómo no, también en Génova, Milán, Pisa, países francos y he llegado hasta las tierras del califa de Bagdad. Como podéis imaginar he conocido en mis viajes todo tipo de personas y he tenido tiempo de aprender oficios que, por desconocidos, aquí no se estilan. Es mi intención establecerme e intentar una actividad harto común entre los súbditos de los príncipes de Levante. —Hizo una pausa tras tan largo discurso, y añadió, bajando un poco la voz—: Sé que ante un hombre de honor como vos puedo explayarme sin temor a que intentéis aprovecharos de mi idea.
Martí Barbany se extrañó del singular prólogo y antes de que el forastero prosiguiera intervino:
—No se me alcanza saber el motivo por el que tengáis que explicarme vuestro negocio ni qué es lo que pretendéis de mí, pero si os cabe la menor duda de que no soy la persona adecuada o que tal vez pueda hurtaros vuestra idea, no tenéis por qué proseguir.
—Si os he demandado audiencia es porque necesito de vos para llevar a cabo mi proyecto y de igual manera me he informado de vuestra probidad, no exenta de firmeza, al tratar temas de negocio. Por ello he acudido a vos en primera instancia, pero en el caso de que nuestros pactos no llegaran a buen fin, intentaría otros itinerarios.