Authors: Chufo Lloréns
Martí la mostró orgulloso.
—¿Qué os parece mi hija, Rashid?
La voz de este último sonó profunda y, con poética delicadeza oriental, respondió:
—Si su alma es tan bella como su rostro, señor, sois un hombre afortunado.
Tras los consabidos comentarios de «en verdad que vuestra casa merecía tal ama», y «si no andáis presto, pronto os la robarán», Martí ordenó a Andreu Codina que los dejara solos. Marta también se retiró, aunque justo antes de salir paseó la mirada por los preocupados semblantes de los hombres allí reunidos. Algo le decía que su padre preparaba un largo viaje…
Los cuatro hombres estuvieron reunidos hasta que las campanas de las iglesias tocaron la llamada a oración de la tarde. La luz diurna se había agotado y Andreu Codina entró con un cabo de vela para encender los candelabros. Cuando hubo partido, Rashid al-Malik tomó la palabra.
—Señor, vuestra explicación ha sido prolija y detallada. Me he podido dar cuenta del problema que os acucia y del plan del capitán Manipoulos; conocéis perfectamente las premisas del juramento de mi familia sobre el fuego griego. Os lo ofrecí en su día y hoy reitero que nada hay que pueda negaros: el sello que me regalasteis y que llevo en mi anular proclama que os debo la vida de mi hermano. Soy hombre religioso y fiel servidor de Alá, el Clemente, el Misericordioso. Espero que Él me perdone y comprenda que he de allegar los medios para conciliar el cumplimiento con mi religión y el deber de amistad que os debo y que, asimismo, exige el Libro Sagrado. Si os parece, os propongo lo siguiente: me daréis el lugar oportuno y los medios necesarios, junto con un hombre de vuestra total confianza que me ayude en mi laborar; yo os fabricaré el fuego sin que nadie más conozca su secreto y os será enviado allá donde estéis. Evidentemente tenéis que suministrarme los componentes, pero nadie más que yo sabrá las proporciones; eso no impide que, una vez elaborado, os lo pueda entregar para un uso que, no me cabe duda, será justo y adecuado para el fin que perseguís.
Los tres hombres intercambiaron una mirada.
Martí tomó la palabra.
—No solamente me parece bien, sino que estoy orgulloso de vuestra amistad. Ya en su día me hicisteis el gran honor de confiarme ese peligroso secreto, pero debo deciros que, como hombre de paz, decidí confiar dicha fórmula al olvido. Espero que comprendáis que obré así no porque no valorara vuestro obsequio, sino precisamente porque lo aprecié en su justa medida, al punto de que me negué a transcribirlo en un pergamino, por miedo de extraviarlo y de que cayera en manos desaprensivas, causando en la humanidad un daño irreparable. —Luego, tras una pausa prosiguió—: El lugar que ya he elegido, contando con vuestra amistad y benevolencia, reúne todas las condiciones que exige la discreción y el secreto; es seguro, pues es una gruta horadada en la montaña, y sumamente discreto, pues está alejado de todos los caminos. Podréis trabajar tranquilo sin que nadie asome las narices para husmear quién sois y qué hacéis; también he pensado en la persona que os puede ayudar: Ahmed es su nombre. Se ha criado en mi casa, es de absoluta confianza y le irá de perlas trabajar en el proyecto, que le distraerá del mal paso que está atravesando. Mañana haré que venga a conoceros: seguro que será de vuestro agrado. Y ahora, Rashid, creo que deberíais dar al capitán Munt la lista de los componentes necesarios; imagino que reunirlos todos no será tema baladí ni cosa de un día.
—Efectivamente, señor, algunos estarán a mano, pero otros sin duda tendréis que traerlos de otros mercados.
En tanto los tres hombres seguían hablando, Martí se levantó y acercándose a una mesita del rincón, tomó una pequeña campanilla de bronce y la hizo sonar.
Al cabo de un momento los pasos del mayordomo resonaban en la escalera.
—¿Qué deseáis, señor?
Martí, en tanto regresaba a su sillón, ordenó:
—Andreu, trae recado de escribir, tintero, cálamo y pergamino; y avíate, que es urgente.
—Al momento, señor.
Partió el hombre cerrando la puerta tras él y al cabo de un poco regresó portando lo ordenado por Martí.
—¿Alguna cosa más, señor?
—Nada, Andreu, puedes retirarte.
Nada más quedarse solos, Martí habló.
—Felet, ocúpate tú de hacer la lista.
Tras retirarse el capotillo del hombro, el capitán Munt se acercó a la mesilla y comenzó a preparar los útiles de escritura. Con su navaja afiló los calamos, abrió el tinterillo, derramó en él el polvo cárdeno de una probeta y lo agitó; luego preparó los pergaminos, y con un gesto de la cabeza indicó a los tres que estaba preparado.
—Adelante, Rashid —dijo Martí, dirigiéndose a su viejo amigo.
Éste, acariciándose con el pulgar y el índice de la diestra el puente de su nariz, comenzó:
—Dejadme proceder con orden, ya que de no hacerlo así se me puede olvidar algo. La fórmula está en mi cabeza y la he repasado miles de veces; siendo el secreto de mi familia, como comprenderéis no está escrito en papiro alguno: sus proporciones únicamente están aquí.
Al decir esto último palmeó su frente suavemente.
El silencio era total, hasta el punto de que el chisporroteo producido por el minúsculo cuerpecillo de un insecto al quemarse en uno de los candiles, produjo el efecto de un trueno.
Rashid al-Malik habló con voz segura:
—En primer lugar, petróleo en bruto; eso hace que el preparado flote sobre el agua; luego azufre, que al entrar en combustión emite vapores tóxicos; cal viva, que al contacto con el líquido elemento reacciona liberando mucho calor, suficiente para prender materiales combustibles; resina, para activar el fuego de los ingredientes, grasas animales para aglutinar todos los elementos, y salitre, que desprende oxígeno al prender, permitiendo de esta forma que el fuego continúe bajo el agua. Finalmente, cera de abejas y lacre. Las cantidades… creo que con dos libras de cada producto sobrará para vuestro plan.
El capitán Munt se hizo repetir varias veces aquella lista de componentes para no olvidar ninguno. Después de leer el texto en voz alta varias veces y tras la aprobación de Rashid, Manipoulos comentó:
—¡Por todos los dioses del Olimpo! La de veces que por esos puertos de mis pecados he oído hablar de esto, pero jamás creí que llegara a conocerlo. Pensé que era una de esas historias que cuentan los viejos marinos, al igual que las sirenas que con sus cantos atraen a los acantilados a los infelices o las serpientes de inmensas fauces que se han tragado naves enteras. Vos, Rashid, ¿lo habéis visto en activo?
—Una sola vez; no sólo lo han visto estos ojos, sino que lo elaboramos mi hermano y yo.
—¿Y cuándo fue eso? —preguntó Martí.
—Antes de que Hasan partiera al destierro. —El anciano entornó los ojos, como si hiciera un esfuerzo por recordar, y se acarició la barba—. Éramos muy jóvenes y teníamos curiosidad por saber si el legado de nuestros ancestros era realidad o mera fantasía. De modo que en el tinglado que había al lado de nuestra casa nos pusimos a ello. Cuando culminamos nuestra obra, fuimos a una gran balsa que había en un campo adyacente y arrojamos a ella un viejo tronco. Luego le lanzamos una pequeña olla de barro colmada con el preparado. Lo que pudimos ver jamás se nos olvidó. El tronco ardió como la yesca y pese a que lo hundimos en el agua, aun sumergido continuó ardiendo hasta su total combustión.
Un denso silencio atrapó a los cuatro hombres. Luego Martí habló de nuevo.
—Si vuestro secreto sirve para rescatar a mi amigo el capitán Jofre, mi vida no tendrá días suficientes para agradecéroslo.
—Si el secreto de mi familia sirve para vuestros fines, apenas habré comenzado a pagar mi deuda —dijo solemnemente Rashid al-Malik.
El padre Magí
Magí seguía frecuentando la mancebía de los aledaños de Montjuïc, evocando los apasionados momentos de su iniciación. Allí había conocido el tormento y el éxtasis. Aquella mujer le había conducido a través de las rutas del placer, desde el séptimo cielo hasta la sima de los infiernos. Al terminar cada una de las visitas, él le hacía la misma pregunta: «¿Me queda algo por aprender, Nur?». Y ella, mientras se lavaba en una palangana, respondía invariablemente: «Estás al principio». «¿Cuándo lo sabré todo?» «No tengas prisa, es un largo camino que no tiene fin y que hay que recorrer despacio.» Y hasta aquel momento la mujer había cumplido su promesa: cada vez buscaba una manera nueva y una forma diferente de saciar su pasión. Su sufrimiento cuando no podía ir al encuentro, era únicamente comparable a la gloria que alcanzaba en el momento supremo. Su conciencia le recriminaba todas las noches y en sus atormentados sueños siempre veía su alma sumergida en las calderas del Averno. La confesión del sábado era un suplicio. Obligado a hacerlo, mentía invariablemente, lo cual aumentaba su sensación de culpa. Y últimamente había cometido el más vil de los pecados: al no tener de dónde sacar dinero para calmar su lujuria, no había tenido más remedio que hurtar el dinero del cepillo de las limosnas.
Nueve habían sido las veces que había acudido al lupanar, y cada una de ellas había reclamado a la misma mujer, hasta el punto que a partir de la segunda vez, el encargado ya no volvió a preguntarle a quién quería: tras reclamarle el pago por adelantado, le introducía en una habitación y llamaba a voces a Nur. Ella, si no estaba ocupada, comparecía al punto. Sin embargo, él sabía que la espera era señal indudable de que estaba con otro cliente, circunstancia que le atormentaba el alma y lograba que un sudor frío empapara sus sienes.
Maimón, el eunuco servidor de Bernabé Mainar, andaba asaz ocupado. De una parte le honraba la confianza que su amo había depositado en él. Sin embargo de la otra, la carga del trabajo le agobiaba. Amén de ocuparse del orden de la mancebía situada en el caserón que en tiempos perteneciera a Martí Barbany, estaba al cargo del otro lupanar, ubicado en la falda oriental de la montaña de Montjuïc. Aunque su amo confiaba en él y le había dado amplios poderes, había dejado muy claras un par de cosas. Por un lado, si llegaba a su oído algo referente a Martí Barbany o a Eudald Llobet, debía comunicárselo inmediatamente; asimismo, debía señalar si alguien de calidad o algún eclesiástico iba a aliviar allí sus ardores. Ése era el motivo de que aquella mañana el jinete fuera a lomos de un pollino en busca de su amo. Llegó a su destino y al abrir la puerta del huerto se topó con Pacià, que cuidaba la huerta.
—¿Sabes si está el amo en casa?
—Debe de estarlo pues hace un momento ha venido Rania en busca de provisiones para preparar su comida.
Maimón dejó el pollino al cuidado del criado, entró en la casona por la puerta de atrás y se dirigió al gabinete de su amo; llegó hasta la artesonada puerta y golpeó con los nudillos, en aquel momento salía Rania llevando una bandeja vacía. Maimón, que conocía los humores y las costumbres de Mainar, le preguntó bajando la voz:
—¿Está de buen talante?
—¿No te han enseñado primero a saludar? —replicó ella—. Sí, hoy está de buen talante.
Una voz sorda sonó en el interior.
—Pasa.
El eunuco asomó la cabeza.
Mainar, al ver quién era el visitante, dejó a un lado lo que estaba haciendo.
—¿Qué te trae por aquí, Maimón?
El eunuco se introdujo en la estancia y quedó respetuoso al borde de la mullida alfombra.
—Amo, he seguido atentamente vuestras instrucciones y al hilo de las circunstancias, creo que tengo algo que contaros.
Mainar lo observó con interés.
—Siéntate, Maimón. Intuyo que es muy interesante.
El criado obedeció, extrañado y complacido, y pensó que de todo aquello iba a sacar rédito. Se sentó al borde del sillón y comenzó su explicación.
—El caso es, amo, que hará ya unos seis meses comenzó a acudir a la casa de Montjuïc un jovencito que desde el principio y por las maneras sospeché que era un clérigo. La sospecha se convirtió en certeza cuando, al segundo día, se quitó la especie de gorra que llevaba y pude observar su corte de pelo: una corona rubia de cabello finísimo rodeando una redonda y afeitada calva. A lo primero entró desconfiado, mirando a uno y otro lado, pero al paso de los días se fue aplomando y excepto la rareza de no querer acudir a la estancia general, se comportaba con más soltura. Como uno ya tiene experiencia sobre el ganado que viene a pastar, que es una de las principales virtudes que debe tener el regente de un negocio como éste, desde la primera vez le asigné a Nur, que más que esclava obligada, es hetaira que goza con su oficio y que me confirmó sin la menor duda que el jovenzuelo era un joven cura. Las visitas fueron menudeando y sin embargo el curita no quería conocer a otra mujer que no fuera Nur. Alguna vez que no pudo atenderlo enseguida, pues estaba ocupada, amén de rechazar la que yo le ofrecía, su rostro cambió y sus pasos midieron la estancia arriba y abajo, nerviosamente, una y otra vez. Y el último día se me reveló algo que creo puede ser importante.
—¿Y de qué se trata?
El eunuco, por el brillo del único ojo de su señor, intuyó que estaba en el buen camino.
—Instruí a Nur al respecto, y ella, siguiendo mis instrucciones, condujo el diálogo, antes y después de la cópula, por los vericuetos que, según me habíais dicho, más os interesaban.
—Te escucho atentamente, Maimón, si las cosas resultan ser como pienso, además del sueldo te habrás ganado una buena propina.
Los ojos del eunuco brillaron con avaricia.
—Señor, lo que supuse el primer día era cierto. Nuestro hombre es de parva condición: su madre, humilde viuda, ejerce de partera y malvive en Montjuïc, cerca de las canteras; para ahorrarse la comida y dar algo de cultura a su hijo, lo metió en la Pia Almoina, a fin de que, contagiado por el ambiente, pudiera surgir la vocación sacerdotal; si así era, mejor, y si no, lo tendría alimentado y vestido, al menos durante ocho o diez años y adquiriría una cultura que bien le habría de servir después en la vida. Al parecer, con el tiempo lo asignaron a la biblioteca y además ejerce de adjunto del arcediano y confesor de la condesa, Eudald Llobet.
Ahora el que se instaló al borde del sillón fue Mainar.
—Maimón, si resulta que el pececillo que ha caído en la almadraba sirve para mi plan, te habrás ganado el pan de tu vejez.
El gordo eunuco sonrió complacido.
—No es mérito, señor. Cumplir vuestras órdenes es obligación.