Mar de fuego (69 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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El criado tomó un hachón encendido de un ambleo que lucía a la izquierda y avanzó en primer lugar iluminando los escalones de piedra.

A Rashid le pareció que aquello era la entrada del averno y temblando pidió fuerzas para sobrellevar lo que se le avecinaba. El grupo llegó hasta el segundo sótano. Las paredes, que rezumaban humedad, se estrechaban al punto que, extendiendo los brazos, un hombre de regular tamaño podía avanzar tocando ambos lados. Cada cierto espacio había una puerta cerrada; el silencio en aquellas profundidades era absoluto. De esta guisa llegaron al fondo del pasillo; el criado buscó en el aro de llaves que pendía de su cintura, la apropiada. La cerradura no chirrió, prueba de que estaba engrasada y que se usaba con frecuencia. La puerta de hierro, reforzada con gruesos remaches, ante el enérgico empujón del gigante, se abrió, y éste se hizo a un lado, alzando el hachón, para que sus señores entraran en el reducto. La estancia estaba a oscuras; el criado fue acercando la llama del grueso cirio a las redondas jaulas de las paredes en cuyo interior se alojaba una palmatoria. Entonces poco a poco, ante los aterrorizados ojos de Rashid, se hizo la luz.

La voz del de Sant Jaume penetró en su cabeza. Rashid entendió sobrecogido cómo el hombre iba explicando lo que veían sus ojos como aquel que muestra sus piezas de caza taxidermizadas y colgadas en las paredes de su casa.

—Comencemos por el principio, mi querido y obstinado amigo. Esto que aquí veis —dijo aproximándose a un artilugio con cilindros, cuerdas y poleas que se hallaba en el centro de la mazmorra— es un banco de tortura, algo estropeado eso sí, pero todavía útil: se acuesta en él al recalcitrante y a la segunda vuelta de mancuerda, en cuanto siente que sus huesos comienzan a descoyuntarse, se aviene a hablar ahorrando de esta manera mucho esfuerzo al sirviente del aparato, y a sí mismo mucho sufrimiento. Seguidme, por favor. Eso es una picota: ya conocéis su uso, no hace falta que os lo explique, aunque sí el complemento. Ved ese rebenque de siete colas con pequeñas piezas de metal en cada una de ellas, que en manos de este hombre que veis produce un efecto asombroso: las colas van ablandando la piel del reo en tanto que los trozos de metal van rasgando la carne hasta dejar desollado al pobre individuo, al que de vez en cuando se refresca allí —indicó un barril lleno de agua sucia— para acostarlo en aquella cama: un catre de madera lleno de púas, como un puerco espín.

Ahora el que interrumpió fue el tuerto.

—Siempre, eso sí, vigilado por mí, que soy quien detiene el trabajo pues mi experiencia me ha enseñado cuándo se quiebra la resistencia de un hombre y eso no nos gusta; entonces requerimos la presencia del físico para que remedie en lo posible los desperfectos y poder seguir al día siguiente, y si no al otro, con el delicado trabajo, no fuera que el pobre se nos quedara entre las manos sin conseguir nuestro propósito.

En aquel instante Rashid tomó una decisión.

Hizo como si meditara unos instantes; luego, como si aquellos argumentos hubieran hecho mella en su espíritu, asintió despacio con la cabeza, aunque, para dar más verosimilitud a su capitulación, trató de poner condiciones.

—He intentado ser fiel a mis principios, pero no tengo alma de mártir. Si me proveéis del lugar idóneo y los elementos precisos fabricaré la cantidad que pactemos de fuego griego. Pero, al terminar mi trabajo, me dejaréis marchar.

El de Sant Jaume cruzó con el tuerto una mirada de triunfo.

—¿Veis como es mucho mejor atender a razones? Os doy mi palabra de que seréis libre en cuanto obre en nuestro poder la cantidad suficiente de vuestro invento y probemos su efectividad. Decidnos qué precisáis y nos pondremos a la tarea de proporcionároslos.

—Y el lugar, que debe ser cerrado y sin abertura alguna por la que pueda entrar la luz del sol.

—Contad con ello. Tengo en el fondo del huerto una gruta profunda que, debidamente acondicionada, servirá perfectamente para vuestro empeño.

Rashid había claudicado. Ambos sabían que aquello era únicamente el principio de una colaboración que no habría de finalizar hasta que ellos se hicieran con la ansiada fórmula. Lo que ignoraban era lo que alojaba Rashid en el fondo de su mente.

87

El regreso de Martí

El regreso de Martí a Barcelona había sido laborioso. La entrevista en Siracusa con Roberto Guiscardo fue forzosamente extensa y prolija y en ella perdió varios días. Tuvo que dar cuenta al Normando del fin de la aventura, agradecerle la ayuda impagable de Tulio Fieramosca al mando del
Sant Niccolò
, así como la de la escogida tropa que fue, al fin y a la postre, la que liberó a Jofre y a su tripulación; le relató cómo acabó sus días el pirata y le dio una explicación sobre el fuego griego, del que el almirante había ponderado sus asombrosos efectos. Cuando éste le preguntó si podía contar con tan portentosa maravilla, Martí evitó la respuesta directa y salió del paso lo más hábilmente que pudo, haciendo referencia a posibles colaboraciones futuras entre el duque de Sicilia y el conde de Barcelona cuando ambas casas se unieran por el matrimonio de sus hijos.

Finalmente el
Santa Marta
y el
Sant Tomeu
pudieron partir. En el primero iba con él Jofre, que tenía un sinfín de cosas que contarle, Ahmed y parte de la tripulación liberada; al mando del otro barco iba Felet. Manipoulos había partido en el
Sant Niccolò
para recoger al
Laia
y devolverlo a Barcelona.

Volvieron en cabotaje, pues el mar estaba revuelto y no convenía arriesgar nave alguna en tan peligroso intento; el golfo de León frente a Marsella era un implacable hacedor de viudas. Jofre, durante la travesía, puso a Martí al corriente de las peripecias vividas, del mal trato recibido y de lo duro que había sido el cautiverio. Llegó la cosa al punto que poco a poco su conciencia se fue adormeciendo y ya no le volvió a reprochar la visión del macabro espectáculo de Naguib colgado del mástil del
Sant Niccolò
.

La singladura era lenta; el barco, pese a su manga, daba bandazos y era muy dificultoso mantener un ritmo uniforme. Antes de la partida había arengado a la tripulación y parte de los liberados se ponían al remo turnándose con los galeotes que habían partido con él desde Barcelona. Todos estaban deseando llegar, los unos para recuperar la libertad prometida y los otros para cobrar el magnífico estipendio ofrecido por el patrón.

Martí quemaba los días imaginando mil cosas sobre su hija, deseando abrazarla y haciendo planes de futuro. Aquella mañana dejó a Jofre al mando en el gobernalle e hizo llamar a Ahmed a su cámara.

Al cabo de un poco unos discretos golpes sonaron en su puerta.

—Adelante.

—¿Me habéis mandado buscar, señor?

Martí se asombró una vez más del cambio experimentado por el joven. Del muchacho alegre que había visto crecer entre las paredes de su casa, al hombre que ocupaba el quicio de la puerta, mediaba un abismo y no principalmente debido a la reciedumbre de su físico sino al cambio de expresión de sus ojos en cuyo fondo se reflejaba una tristeza infinita mezclada con una decisión hacia algo que se le escapaba, pero que había visto en otros hombres y era como la luz de un propósito que iba a regir su destino.

—Pasa y siéntate, Ahmed.

El joven avanzó despacio y se situó frente a él.

—Siéntate, te he dicho.

Una vez instalados, en vez de sentirse cómodo tratando con alguien de su casa, sintió Martí en su interior la misma sensación que experimentaba al iniciar un negocio complicado con un extraño.

Para ganar tiempo volvió a levantarse y del pequeño mueble del rincón extrajo dos pesadas jarras, propias para aguantar el balanceo de la nave, y un pequeño odre de licor. Luego se llegó a la mesa, depositándolo todo, e invitó a Ahmed a beber.

—Lo he pensado mucho, Ahmed, y aunque es propuesta que en puridad debiera haber hecho a tu padre en vida, te la hago a ti en su recuerdo, pero no sustituyéndole. Creo que mereces por ti mismo lo que te voy a ofrecer.

—Os escucho, amo.

—Es una batalla que tengo perdida, te lo he dicho infinidad de veces, yo no soy tu amo, pero en fin, dejémoslo. El caso es, Ahmed, que a ti se debe en gran parte la salvación del capitán Jofre y de su tripulación. Con ello me hubiera dado por satisfecho, pero además has liberado a mi barco más querido, el
Laia
.

—Señor, he sido únicamente una ruedecilla del engranaje.

—Diría yo que la más importante. Ayudaste a fabricar el fuego griego y lo transportaste desde Barcelona; a tu sagacidad se debió que pudiéramos conocer el escondite y la manera de actuar del pirata, y además, por lo que sé y me han contado, el precio más caro del rescate lo has pagado tú. Los demás pusieron esfuerzo y valor, tú pusiste corazón y volviste de nuevo a pagar el precio perdiendo a ese valioso compañero que fue Tonò Crosetti. Sé que el dinero no compensa las pérdidas de los seres queridos pero ayuda a vivir y eso, aunque ahora no lo creas, me consta. He dado órdenes al capitán Manipoulos para que regrese a Santa María de Leuca y busque a María, la mujer a la que tan hidalgamente defendiste, y a su suegro, y se ocupe de que nunca jamás necesiten algo que se pueda pagar con dinero; creo que se lo debía.

Ahora de nuevo, Martí volvió a ver en el fondo de los ojos de Ahmed aquella calidez que había observado en otros tiempos.

—Gracias, señor, mil gracias.

—No he terminado. Tus padres fueron mis mejores aliados en mis duros principios, compartí con ellos inquietudes, afanes y sinsabores. Fueron mil veces mi paño de lágrimas. Por eso he tomado una decisión irrevocable.

Ahmed observaba a aquel hombre sin saber adónde quería llegar.

—En una ocasión me explicaste algo y en el interés que pusiste en ello colegí cuánto te importaba. Todo hombre tiene un punto de referencia adonde quiere regresar siempre, porque los hombres no son de donde nacen, ya que esto no se escoge: son de donde quieren morir, y mis años me dicen que tu lugar es el molino de Magòria.

Ahmed parpadeó visiblemente.

—Pasarán los años. Mi hija se casará. Lo lógico es que tu hermana Amina también lo haga. Dios dé a Naima, tu madre, larga vida, pero creo llegada la hora de que todos tengáis vuestra casa, aunque en la mía cabréis siempre.

—No alcanzo a comprender, señor.

—Déjame terminar y atiende. Desde este momento, y cuando lleguemos a Barcelona oficialmente, el terreno y el molino de Magòria son tuyos y de tu familia.

Ahmed palideció.

—Eso no es todo. Te haré construir una casa donde podáis vivir tú y los tuyos, presentes y futuros. Serás un hombre libre, aunque ahora ya lo eres, ante todas las gentes de Barcelona. Trabajarás conmigo y para mí y ocuparás en mis negocios y en mi corazón el lugar que ocupó tu padre.

A los tres días de esta conversación la costa catalana apareció ante sus ojos. El perfil de Montjuïc, el Tibidabo y el Carmel se dibujaron en el horizonte; finalmente las espadañas de la catedral, de las iglesias de los Sants Just i Pastor, Santa Maria del Pi, Sant Jaume y Sant Miquel, se perfilaron en la línea del cielo y la lengua de bronce de sus campanas repicando alegremente dio la bienvenida a su ilustre hijo.

88

Por fin en casa

La llegada del
Santa Marta
a Barcelona fue un clamor. La voz de que el barco estaba echando el hierro sobre el limo del fondo de la playa de la Barceloneta corrió entre las gentes como el fuego entre la paja. La precipitada llegada del padre Llobet, a quien todo el mundo conocía, acompañado del mayordomo y del jefe de la guardia al frente de un copioso número de criados de la casa Barbany, fue la confirmación oficial del hecho. De repente todo se tornó en febril actividad. Las barcas que a ello se dedicaban comenzaron a disponerse a transportar hombres y mercancías, las que ya estaban en el agua se acercaron al bajel y a gritos comenzaron a intercambiar información con los que acodados en la borda, demandaban noticias de familiares y amigos. La algarabía aumentó cuando al cabo de poco el
Sant Tomeu
fondeaba a treinta o cuarenta varas del
Santa Marta
. Entonces la nueva se había extendido ya por la ciudad y gentes de condición se llegaban a la playa. Gente de la hueste acordonó la zona para permitir la llegada del veguer Olderich de Pellicer y del senescal Gualbert Amat sin embarazo. La falúa privada de Martí partió del aserradero de las atarazanas para recoger a su patrón. Cuando las campanas de las iglesias tocaban a vísperas, la quilla de la embarcación que transportaba a Martí con sus capitanes llegaba a la orilla; un grupo de descargadores se disponía a transportar sobre sus espaldas a los ilustres viajeros. El arcediano no se contuvo y mojando el borde de su hábito se adelantó hasta donde el mar besaba la orilla para abrazar a su amigo, el capitán Munt acogió entre sus brazos a Gaufred y a Andreu Codina en tanto el capitán Jofre, con lágrimas en los ojos, se arrodillaba y besaba la arena de la patria que en más de una ocasión creyó no volver a ver. Tras los primeros momentos de saludos y efusiones, el veguer y el senescal se adelantaron y en nombre del conde y de la ciudad dieron la bienvenida a uno de sus más conspicuos ciudadanos y lo emplazaron en palacio tras el merecido descanso.

En el tercer viaje de la lancha llegó Ahmed. Varias cosas bullían en su cabeza: abrazar a Naima, su madre, y a su hermana Amina, ver a Marta y llegarse lo antes posible al molino de Magòria donde se edificaría su casa, para ver a su amigo Manel y luego quedarse solo ante la tumba de Zahira mirando al inmenso mar donde reposaba Tonò Crosetti, que había entregado su vida para que él pudiera vivir la suya.

A la anochecida, tras confirmar al senescal que a la mañana siguiente acudiría a palacio a rendir homenaje al conde y a abrazar a su hija, Martí se dirigió a su mansión que, tras tanto tiempo y tantas vicisitudes, le pareció la culminación de un sueño. La guardia estaba reforzada y en el amplio recibidor le aguardaban todos los suyos. Allí Andreu Codina le comunicó la triste nueva de que desde la muerte de Omar, Naima, su viuda, había perdido el interés por las cosas y no parecía conocer a nadie. Luego tuvo que secar en su hombro las lágrimas de doña Caterina y de Mariona la cocinera. Cuando ya hubo recibido la bienvenida de toda su gente y la servidumbre se hubo retirado, se dirigió Martí al primer piso con Eudald Llobet, el capitán Munt, Gaufred y Andreu Codina. Jofre se había ido a su casa con su familia, que había ido a la playa a recibirle. A su mujer la habían tenido que sujetar, pues tras abrazar a su marido, había pretendido besar los pies de Martí.

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