Authors: Chufo Lloréns
—¿Quién se lo ha dicho a Basilis?
—El capitán de la saetía es el que ha puesto al capitán Manipoulos al corriente. Me ha dicho que en cuanto le sea posible acudirá, que está arbitrando los medios oportunos para saber qué es lo que ha ocurrido exactamente.
En aquel instante la puerta se abrió de nuevo y apareció en ella la inconfundible imagen del viejo griego. Venía agitado. Martí, que tan bien lo conocía, supo que lo acontecido era grave. De no ser así, la actitud de Manipoulos hubiera sido otra.
El viejo marino, cuya devoción por Martí era probada, sin mediar palabra se sentó frente a su amigo. Y éste, que intuyó que el tema iba para largo, despachó a Omar.
—Omar, baja a las cocinas y envía un mensajero a la Pia Almoina… Que avise al padre Llobet de que la comida se ha anulado y de que yo iré a verlo en cuanto me sea posible. Vete presto y déjanos ahora.
En cuanto Omar se hubo retirado, Martí interrogó a Basilis.
—Algo grave ha ocurrido, ¡contad!
—Ha llegado el capitán Marimón desde Marsella rompiendo la espalda a los galeotes. Doblando la punta de la bota itálica ha desaparecido el
Laia
: tenía que llegar a Brindisi hace diez días para partir después hacia Rodas, y nadie sabe de él.
—Jofre estaba al mando —afirmó Martí deseando que le dijeran lo contrario.
—Sería la primera singladura en que Armengol no estuviera al mando.
—¿Habéis tomado alguna medida?
—He enviado la orden de que parta del puerto de Ostia una nao a seguir la ruta del
Laia
para que visite todos los puertos donde pudo haber recalado. No quiero pensar lo peor; de todas maneras, el tiempo ha sido malo desde el estrecho de Bonifacio hasta Mesina y puede haberse retrasado.
—¿Qué creéis que puede haber pasado? —peguntó Martí, y su rostro pedía la más absoluta franqueza en la respuesta.
—El
Laia
es un buen barco y Jofre un gran capitán. No creo que sea el mar el culpable. —El capitán hizo una pausa, mientras ponía en orden su razonamiento—. Por otra parte, es una presa apetecible y aquélla es una costa de forajidos. Pese al respeto que inspira el duque normando Roberto Guiscardo, los hay en todas las calas y cuevas de Sicilia, Calabria y Nápoles.
Martí asintió, pensativo.
—Jofre no es presa fácil. De cualquier manera prefiero eso a que el mar haya hecho de las suyas. Con los piratas se puede tratar un rescate, el mar no admite pactos. Tenedme al corriente y si hay nuevas, ya sea día o noche, hacedme avisar.
Eudald Llobet
Aquel lunes, el viejo clérigo andaba preocupado; no tenía noticias de su amigo Martí desde el sábado anterior cuando un criado de la casa de Barbany acudió con el mensaje de que la comida había sido anulada. Para distraer su ocio se dedicaba a cuidar los esquejes de las rosas que con mimo y dedicación cultivaba en macetas en el alféizar de la ventana de su alcoba. En ello estaba cuando un lego le avisó de que alguien demandaba su presencia en la entrada. Dejó al punto sus útiles de jardinería y acudió a la llamada.
Cuando ya enfilaba el pasillo que enfrentaba a la sala de visitantes, el rictus especial que mostraba el rostro de su amigo le advirtió que algo extraordinario pasaba.
El clérigo se llegó hasta su lado y le saludó afectuoso como siempre
—Bienvenido, Martí, qué grata sorpresa. Pensaba ir a veros por la tarde, con el buen deseo que la suspensión de la comida del sábado no se debiera a algo importante.
—Pues siento defraudaros.
—¿Entonces?
—Se me ha ocurrido que tal vez pudierais aliviar mis cuitas.
—Decidme qué es lo que os inquieta y si está en mis manos ayudaros, contad con ello.
Entonces Martí, ante la atenta escucha de su buen amigo, explicó con pelos y señales la desgracia habida con la desaparición del
Laia
.
—No permitáis que las circunstancia os abrumen —le aconsejó su buen amigo—. Tiempo habrá para ello si es necesario. Nuestra Señora protege a todos los hombres de la mar. Pero decidme, aparte de teneros presente en mis oraciones, ¿en qué puedo ayudaros?
—Eudald, voy a tener que viajar mucho… Intuyo que la pérdida del barco se debe más a los hombres que a la mar, y si es lo que sospecho tendré que negociar con quien lo tenga en su poder. Negociaciones que serán largas y tortuosas. —Hizo una pausa—. He estado pensando. En mi ausencia quisiera que Marta fuera a vivir al palacio, bajo la tutela de la condesa.
El clérigo meditó unos momentos.
—¿Estáis seguro de que es una buena decisión?
—Evidentemente. Mi ausencia será larga. Mi gente la adora, pero creo que ha llegado el momento de cuidar de su formación y, por ende, de su porvenir. La gente de mi casa han de ser sus criados, no sus amigos, como ocurre ahora con Amina, por ejemplo. En palacio se formará, conocerá muchachas de nobles familias… Mal que me pese va pasando el tiempo y ya es casi una mujercita —reconoció Martí, más para convencerse a sí mismo que por persuadir a su amigo—. Hora es por tanto que comience a velar por su futuro. Yo no voy a vivir siempre.
—Veo que tenéis el día pesimista, pero comprendo vuestra doble preocupación como padre y como naviero. Sin embargo, conozco bien aquella casa y no acabo de discernir si hay mejor beneficio dentro que fuera.
—¿Qué queréis decir?
—No es oro todo lo que reluce, y tal vez fuera mejor mantener cierta distancia con la casa condal.
—Me inquieta oíros decir esto —se alarmó Martí.
Eudald Llobet se lo pensó dos veces antes de seguir hablando. Era obvio que Martí Barbany pasaba por un momento complejo: su misión como amigo era ayudarlo, no sembrarle aún más dudas.
—Olvidadlo —dijo por fin—. Decidme, ¿qué queréis que haga?
—Veréis, Eudald, yo soy ciudadano de Barcelona pero no soy noble… La condesa Almodis tendría que hacer una excepción. Hasta ahora que yo sepa siempre han entrado a su servicio hijas de la nobleza.
—Os tiene en gran estima y podéis contar con que hablaré con ella. En cuanto tenga una respuesta, os la comunicaré para que obréis en consecuencia.
—Si puedo partir sabiendo que Marta está a buen recaudo y que os ve en palacio casi todos los días podré dormir tranquilo.
—En lo que a mí respecta, considerad que el recado está hecho. Mañana mismo hablaré con la condesa… Pero debo deciros algo —añadió.
—¿Qué es?
—Sabéis cómo son las cosas. Marta entrará en la edad de merecer y no es precisamente en palacio donde encontrará al que pueda ser su futuro esposo. Ya sabéis que la nobleza no suele mezclar su sangre con gentes del pueblo, por conocidos que sean sus merecimientos.
Martí interrumpió bruscamente el discurso de su amigo.
—¡Por Dios, Eudald! Todavía es pronto para eso; no pretendo otra cosa que no sea su educación y el conocimiento de gentes que pueden ser importantes a lo largo de su vida.
Los gemelos
En presencia de otros caballeros, los gemelos iban a librar una justa de adiestramiento en la sala de armas de palacio. Las gradas estaban ocupadas por nobles que acudían todos los días a realizar prácticas con diversos artefactos propios de la guerra. Espadas de madera, mazos de bola sin puntas, adargas y lanzas romas, eran escogidos a gusto de cada cual, para realizar simulacros de combate. El senescal de turno Gualbert Amat era el encargado de moderar las acciones de manera que, en el acaloramiento del envite, no fuera a llegar la sangre al río.
Los gemelos habían escogido para su particular justa diversas armas. Después de pertrecharse con perneras, Ramón se vistió con un gambax acolchado que le protegía el torso y que le alcanzaba hasta el muslo; escogió para el ataque una espada corta y para la defensa un pequeño escudo de madera de roble con el borde de cuero reforzado y manoplas y guanteletes para la protección de brazos y manos. Berenguer vistió una brigantina reforzada con escamas de hierro, y como armas de ataque y defensa escogió un mango con cadena y bola de madera, y una adarga que le llegaba hasta las corvas y la misma protección para las extremidades superiores. Ambos príncipes se aprestaban a la lid ayudados por sendos escuderos, en una sala adjunta que, provista de perchas, panoplias, bancos, aguamaniles y espejos de bruñido cobre, ofrecía toda clase de ayudas para antes y después de la liza.
El rostro de ambos mostraba una inusual seriedad. Berenguer, que en aquel momento se estaba calzando la manopla izquierda, fue el primero en hablar.
—Te veo raro, hermano… ¿Acaso no has dormido bien? ¿O tal vez se te ha descompuesto el vientre al tener que enfrentarte a mí?
Ramón, que se estaba ajustando las perneras, respondió con cautela:
—No me ataca mal alguno y he dormido perfectamente, ya que mi conciencia nada me recrimina. A lo peor éste no es tu caso o el de nuestro hermanastro.
Berenguer se había puesto en pie.
—Si tienes algo que decirme, mejor será que lo hagas antes de justar. De esta manera, si me siento ofendido, lo haré más fieramente.
—No soy yo quien ha iniciado este debate —repuso Ramón—. En cuanto a tu forma de justar, hazlo como mejor sepas, pero te recuerdo que en estos casos la ventaja es para el que mejor templa sus nervios.
Berenguer alzó la voz.
—¡Desde que éramos pequeños ya te refugiabas en las faldas de nuestra madre! Siempre haces lo mismo, siempre andas con circunloquios y medias palabras… Si tienes algo que objetar y el cuajo suficiente, ¡dilo ahora!
—No es momento y no hablaré de cuestiones que a nadie más que a nosotros competen.
La voz de Berenguer alcanzaba un tono excesivo.
—¡Eres tú el que ha insinuado algo al respecto de mi conciencia!
Ahora el que se puso en pie fue Ramón, que se dirigió a los escuderos.
—Salid los dos y aguardad afuera.
Los dos hombres dejaron lo que traían en las manos sobre los respectivos bancos y abandonaron precipitadamente la estancia.
Los hermanos se hallaron solos frente a frente.
—¿Qué mosca te ha picado, Ramón? ¿Por qué ha de remorderme la conciencia?
—Más pronto que tarde todo llega a palacio y cuando lo hace quiere decir que los mercados y ferias van llenos.
Berenguer soltó un bufido de falsa exasperación.
—¿Y qué es lo que llega a palacio? Vamos, estás deseando decírmelo.
—Hace una semana dos príncipes de la familia condal tuvieron una actitud de felones en cierta casa de mala nota que por lo visto es un pingüe negocio para sus amos.
—¡Ah! —exclamó Berenguer, con sarcasmo—. ¿Acaso sabes que existen ciertos lugares donde los hombres de verdad acuden a descargar sus humores?
—Los hombres de verdad deben proteger a los débiles y contener las malas pasiones, aunque al respecto de esto último cada quien es libre de hacer lo que su conciencia le dicte. Lo que en modo alguno es admisible es que se erijan en señores de la vida y de la muerte de pobres personas desarmadas.
El rostro de Berenguer se puso rojo como la grana.
—En primer lugar no era una persona sino pura escoria… Y sí, fui yo el que tuvo la caridad de apartarla de esa vida miserable. Además, no iba desarmada: me atacó a traición sin motivo alguno.
—No es eso lo que se dice por los mentideros del Mercadal.
—¡Veo que estás más al tanto que yo de los comadreos!
—Parece que te encaprichaste de una muchacha que no se hallaba entre las hurgamanderas de la casa y la quisiste forzar, y ella solamente defendió su pudor.
—En primer lugar no era virgen —se rió Berenguer—. De ahí mi ira, pues yo había pagado por su himen, y en segundo, las esclavas son bestias, a ellas los conceptos de la honra les son ajenos, les da igual hacerlo con un hombre que con un pollino.
—Si lo que dices fuera cierto no tendría que haberse ofendido —le rebatió Ramón—. ¡Eres un asno y me das asco! A veces me avergüenzo de ser tu hermano.
—Lo que peor me sienta es ese aire de superioridad moral que muestras siempre… cuando sólo eres un cobarde reprimido. —Hizo una pausa y añadió—: Hasta a veces dudo de que te gusten las mujeres.
Ahora el que palideció fue Ramón. Las caras de ambos estaban juntas.
Berenguer habló con voz contenida por la ira.
—Vamos a bajar a la sala de justas, allí podremos dirimir nuestras diferencias.
—Donde quieras y cuando quieras, con armas de entrenamiento o de combate.
—No olvides, Ramón, que eres el bueno y yo el malo. Y ya sabes cómo acabó lo de Caín y Abel.
Ambos tomaron sus armas y salieron a la alfombra. Los nobles estaban estupefactos ante la fiereza del combate, que el senescal tuvo que detener varias veces tras avisar a los gemelos que aquello era una pelea de caballeros y no una reyerta de rufianes.
La explicación
Al caer la tarde, cuatro conjurados se reunían en la casa de Simó. El lugar se había escogido por su discreción. Ni al caballero Marçal de Sant Jaume ni a Bernabé Mainar, y mucho menos al heredero Pedro Ramón, les convenía mostrarse juntos en público. Los medios para trasladarse hasta allí fueron diversos. Marçal de Sant Jaume llegó montado en un brioso corcel de sangre árabe, Bernabé Mainar en un pequeño carricoche de dos ruedas tirado por un mulo y el príncipe lo hizo en una discreta silla de manos que portaba gente de su confianza.
El gordo Simó no cabía en sí de gozo. Además del hombre que le había proporcionado el negocio, que tan ilustres personajes como Marçal de Sant Jaume y el heredero Pedro Ramón, acudieran a su casa, a él, que de liberto había llegado al cargo de primer subastador de esclavos, le proporcionaba una inmensa satisfacción.
Había preparado su vivienda con esmero y lo había hecho adecuando el salón de abajo como mejor le había parecido. En él había colocado sus mejores pertenencias. Quizá pareciera recargado pero, indiscutiblemente, quien poseyera aquellos objetos, sin duda debería ser considerado un ciudadano pudiente.
Cuando, tras los saludos de rigor, sus huéspedes se hubieron acomodado, los criados traído las bebidas y se hubieron cerrado puertas y ventanas, creyó llegado el momento oportuno para introducir la explicación correspondiente.
—Me siento sumamente halagado de que señores tan importantes hayan elegido a este humilde servidor como mediador necesario para este importantísimo asunto. Mi casa no merecía tal honor y espero que mi empeño y dedicación se hagan merecedores de tan alto trato.