Mar de fuego (33 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—Os escucho, señora.

—El caso es, mi fiel amigo, que como gobernante debo cuidar de mis súbditos; pero, además, mi calidad de madre me exige velar por mis hijos. Sopeso mucho las cosas, pero cuando ambas circunstancias coinciden, pongo todo mi empeño en que el proyecto salga adelante.

—No alcanzo a comprenderos, señora —dijo Martí, desconcertado.

—Enseguida me entenderéis, y a la vez os daréis cuenta de por qué he querido quedarme a solas con vos.

Instintivamente Martí acercó su cabeza a la de la condesa. Ésta prosiguió en voz más tenue.

—Sabéis que tengo dos hijos varones. Debo velar por los intereses de ambos; y en esta ocasión corresponde hacerlo por el mayor de mis gemelos, Ramón.

—Señora, os comprendo perfectamente, pero ¿qué puedo hacer yo?

—Mucho más de lo que imagináis, Martí. —La condesa permaneció en silencio unos instantes, escogiendo bien las palabras que iba a decir—. Como sabéis, el hijo de mi esposo, Pedro Ramón, es el primogénito, y como es lógico, de su boda y en su momento se ocupará el conde. En mi opinión ya es tiempo, pero no es a mí a quien compete el asunto. Sin embargo, el tiempo pasa para todos y a mi vez debo cuidar de mis hijos para los que también va llegando la edad de comprometer futuros enlaces.

El rostro de Martí denotaba la máxima atención.

—Soy además madre de dos hembras. Mis hijas me preocupan menos, pues están destinadas, como es lo propio, a establecer nuevos lazos o estrechar los viejos con poderosas familias de los condados de uno y otro lado de los Pirineos; sin embargo es mi obligación ampliar mis ambiciones a tierras más lejanas para reforzar las alianzas de la casa de Gerona y Barcelona con ultramar, cosa que se descuidó en tiempos de la gloriosa condesa Ermesenda de Carcasona, cuyo carácter le ganó más malquerencias que otra cosa de parte de los reinos, señoríos francos e hispanos. Muchas son las cortes que desean emparentar con nosotros, pero es misión mía acertar en la elección. Mi hijo Ramón está en sazón y pese a que evidentemente tiene la misma edad que su gemelo en años, lo adelanta y mucho en el buen criterio y en la madurez de carácter. —Una sombra nubló el semblante de la condesa—. En confianza, Martí, no puedo decir lo mismo de Berenguer que, aunque me pese decirlo, es a veces violento e impredecible y según para qué cosas terriblemente inmaduro. ¿Me vais siguiendo?

—Atentamente, señora. Nada nuevo me descubrís y abusando de la confianza que me dais, os diré que ésta es la opinión de la calle —se atrevió a decir el naviero.

Almodis de la Marca lanzó un suspiro profundo.

—Mi conciencia está tranquila: yo los eduqué en igualdad y les dediqué la misma atención y los mismos maestros. Sin embargo, mientras Ramón aprovechó su tiempo, Berenguer, aunque igualmente bien educado, fue un mal aprendiz.

—¿Y cuál es mi misión, señora? —preguntó Martí, levemente incómodo ante las muestras de confianza de la condesa y sus confidencias sobre sus hijos.

En aquel momento se abrió la puerta una cuarta y asomó la cabeza del capitán de guardia.

La voz de Almodis sonó iracunda.

—¡He dicho que nadie me interrumpa!

La respuesta del capitán fue titubeante.

—El que pide audiencia es el heredero, señora.

—¡Sólo a mi marido, el conde, le asiste el derecho de interrumpir! —Y en voz más baja aunque igualmente audible, añadió—: ¡Y de nombrar a quien le plazca como heredero!

De un fuerte empellón, la puerta se abrió del todo y apareció en el quicio la figura de Pedro Ramón.

—¡Nadie, ni mi padre es quién para decidir! ¡Mi primogenitura es un hecho incontestable pese a vuestros turbios manejos! Y os lo advierto… ¡nadie es eterno, condesa, y día llegará en el que me pediréis en vano audiencia y seré yo quien os la niegue!

—¡Por el momento sois vos quien la solicitáis y yo quien la he de otorgar, y en este momento no procede! Os retiráis u os mando llevar por la guardia.

Tras lanzarle una mirada cargada de odio, Pedro Ramón se retiró. El capitán se excusó con un gesto y cerró de nuevo la puerta, ante un atónito Martí.

—Prosigamos, Martí; ya veis el ambiente que se respira en este palacio, que más parece una cueva de víboras… Me preguntabais cuál sería vuestra misión y os la voy a explicar. Mi hijo Ramón es uno de los más preclaros príncipes de la cristiandad, el yerno deseado por todas las testas coronadas y, ¿por qué no decirlo?, el marido soñado por todas las princesas casaderas. Es, sin pasión de madre, un espejo de virtudes. Su esposa será una princesa afortunada, ya que a la vez que con su boda servirá a su pueblo, no tendrá que soportar en la cama a un viejo gotoso al que la habrán entregado por conveniencias de Estado. —Almodis se estremeció al pensar en su propio pasado—. Y creedme, Martí, yo sé mucho de eso —añadió, al recordar a su primer y anciano marido, Hugo de Lusignan.

—Sin embargo, señora, no se me alcanza ver cuál es la misión que queréis encomendarme.

—A fe mía que sois impaciente, Martí. Como os he explicado, conviene a la casa de Barcelona estrechar lazos con otros reinos que nos proporcionen buenos aliados. A veces para llegar a Roma los caminos se complican. Es del común conocimiento que a causa de la abuela de mi esposo, mi persona no ha gozado de gran predicamento ante el Santo Padre, quien llegó a excomulgarme años atrás como bien sabéis. Ahora la silla de Pedro la ocupa Nicolás II, quien para romper los lazos con el Sacro Imperio se apoyó en Roberto Guiscardo, el Normando, al que nombró y cito textualmente, «por la gracia de Dios y de san Pedro duque de Apulia y Calabria y de ahora en adelante con la ayuda de los dos, duque de Sicilia». Ni que deciros tengo que para tal distinción ha de ser muy amigo del Santo Padre. Y ahí radica, Martí, el quid de vuestra misión. Tiene el duque una hermosa hija, llamada Mafalda. Convendría que tantearais el terreno para acordar en su día un matrimonio entre ella y mi hijo Ramón. Al santo se le adora por la peana. A vuestras naves les conviene el paso franco por la punta de la bota itálica y a nos, que el Papa, que tanto poder tiene sobre todos los príncipes del mundo, dirija su clemente mirada sobre este condado.

—Es una misión que me honra, condesa —dijo Martí, sorprendido—, pero yo no soy noble ni embajador.

—Pero sois un hombre de negocios, y muy astuto por cierto, y me consta que la desempeñaréis con tacto y mesura. Además, si queréis visitar aquellos mares, el conocimiento y la protección del Normando os vendrán de perlas.

Martí asintió con el semblante serio.

—Sin duda, señora. Las costas de Apulia que dan al Jónico y al Adriático están llenas de cuevas donde se refugian los piratas, y si, como os decía antes, mi información es correcta, ha sido Naguib, el pirata tunecino, el que ha osado hurtar mi barco y con quien supongo que debo tratar el rescate de mi tripulación.

—Entonces, sin duda, el conocimiento de Roberto Guiscardo os será de gran utilidad. Vais a ganar por ambos lados. Además de rendirme un gran servicio vais a ayudar a vuestra causa. Y que vuestra condesa os deba un favor no es algo baladí.

—Señora, contad con todo lo que yo pueda hacer al respecto y aun en el supuesto de que el éxito corone mis afanes, seguiré siendo yo quien esté en deuda con vos por ocuparos de mi hija Marta.

—No os preocupéis, Martí, el hecho de que la condesa Almodis resuelva los problemas de los súbditos fieles forma parte de su responsabilidad. Nada me debéis… Únicamente que no seáis tan caro de ver. Traedme a la niña cualquier día; la recuerdo bien de la jornada de la botadura del barco que lleva su nombre y me gusta conocer más de cerca a las gentes que han de morar en palacio.

—No es por decirlo —repuso Martí, con la voz henchida de orgullo paterno—, pero Marta es una jovencita encantadora que alegrará vuestra casa.

—Y hablando de casas, Martí, recuerdo que aquel día tratamos varios temas; y que al no poder complaceros al respecto de una petición que me hicisteis, y para compensaros, prometí devolveros la casa que fue de vuestro suegro Baruj Benvenist, para lo cual di órdenes al chambelán. ¿Habéis tomado posesión de ella?

—Me entregaron todos los documentos, señora, y dediqué una tarde a visitarla; sin embargo por el momento no he decidido qué hacer con ella. Son demasiados los recuerdos tristes y no quiero que mi hija cargue con ellos.

Un silencio se estableció entre ambos personajes; luego la condesa habló de nuevo.

—Creo que está todo dicho. Martí, vuestra hija será admitida en palacio y vos tendréis la amabilidad de acudir la próxima semana y os entregaré una carta credencial para Roberto Guiscardo; seréis, oficiosamente, mi embajador plenipotenciario.

—Gracias, condesa —dijo Martí, con una inclinación de cabeza—. Lo que sí soy seguro es vuestro más fiel y rendido servidor.

Y tras un cortés saludo Martí abandonó palacio con el alma henchida de gratitud.

38

La solución de Manipoulos

Los tres hombres estaban reunidos en el redondo aposento que coronaba el torreón donde Martí tenía instalado su gabinete, cuya peculiaridad residía en el hecho singular de que lo había mandado decorar por hábiles artesanos cual si fuera el camarote del armador ubicado bajo la toldilla de popa de uno de sus barcos, hasta el punto de que el ventanal trilobulado que había detrás del sillón estaba tallado en madera y se inclinaba hacia afuera, sobre la calle, como si estuviera instalado en el espejo y sobre el codaste de la embarcación, luciendo inclusive su fanal de popa.

El capitán Rafael Munt, al que llamaba Felet, amigo de su infancia y el griego Basilis Manipoulos habían acudido a su llamada.

El que en esta ocasión hablaba, era este último.

—La cosa ya es segura; si mis informaciones son ciertas, Naguib el Tunecino es el pirata que abordó el
Laia
. Los hechos fueron los que paso a relataros. La noche se había echado encima, la mar estaba encrespada y Jofre, prudentemente, se refugió en una cala, aguardando a que el tiempo mejorara al día siguiente. Dos aguadores fueron a tierra a bordo de una chalupa cargados con odres para hacer aguada; por ellos sabemos lo que sucedió. Cuando iban a regresar, el barco del Tunecino ya había abordado al
Laia.
Ellos escondieron los odres y se adentraron en la espesura, huyendo hacia el interior, sospechando que los forajidos, al echar en falta la falúa, irían a tierra a por ellos. Apenas amanecido se llegaron a la población más próxima, en demanda de auxilio. Las buenas gentes a cuyo frente estaba el regidor de la ciudad, acudieron a la playa en armas, pero el pirata ya había partido llevando al
Laia
.

Los tres hombres quedaron en silencio. Luego Martí interrogó.

—Los aguadores que bajaron a tierra ¿dónde están?

—En estos momentos regresan a Barcelona en uno de nuestros bajeles —respondió el griego.

—¿Cuándo han de estar aquí?

—Si los vientos nos son favorables, antes de una semana.

—Entonces, esperemos a oír de primera mano los pormenores del asunto.

—Me parece bien conocer el suceso a fondo —intervino el capitán Munt—, eso nos dará idea del lugar y de los detalles, pero el propósito está claro. Los piratas buscan dos cosas: un rescate o galeotes para sus naves y hacer dinero con la venta del barco, por lo que lo retendrán y también a la tripulación hasta que pagues. La forma y el modo de ponerse en contacto con nosotros, ya se verá, pero intuyo, Martí, que no queda otra solución.

La vieja amistad que le unía a Martí le permitía el tuteo.

El rostro curtido y surcado de arrugas del griego era una máscara; sin embargo, en sus astutos ojos lucía un brillo que Martí conocía bien.

—¿Opináis lo mismo, Basilis?

—Yo sí pienso que queda otra. Veréis: no es la primera vez que este malnacido nos busca las cosquillas, y si nos dejamos hurgar la entrepierna, no será la última.

—¿Qué sugerís?

—Desde que supe la noticia le he estado dando vueltas al tema.

—¿Qué se os ocurre? —preguntó Felet.

El griego puso en orden sus pensamientos antes de contestar.

—Desde luego, no cabe duda de que, de un modo u otro, se pondrán en contacto con nosotros. Entonces, y según las circunstancias, habremos de decidir, pero si pagamos rescate una sola vez, seremos pasto de su ambición y el escenario se repetirá. Estos perros sólo muerden donde hay carne.

—¿Entonces? —indagó Martí.

—En vez de rescate, lo que hay que darles es un escarmiento.

—No olvidéis que tienen a Jofre y a la tripulación —apuntó Felet.

—No lo olvido. Muy al contrario, lo tengo muy presente y es para mí lo principal.

—Basilis, no me habléis en clave de misterio —advirtió Martí.

El griego se regodeó en su idea y se dispuso a explicar su plan.

—Desde que llegó la noticia, no he dormido: he dedicado las noches a darle vueltas al asunto, cuidando todos los detalles. Lo primero que se me ocurre es que hemos de ganar tiempo. Lo segundo, que debemos buscar una excusa para visitar la región sin despertar sospechas. Siempre les será más fácil ponerse en contacto con nosotros si estamos cerca de sus bases.

Martí pilló al vuelo la sugerencia.

—La excusa para el viaje ya la tengo. Y ahora pregunto, ¿por qué pretendéis ganar tiempo cuando lo primero sería intentar rescatar a nuestra gente lo antes posible?

—Mi plan requiere cierta preparación. El pirata ha de pensar que queremos negociar con él y pactar un rescate cuando lo que haremos, en verdad, será ganar tiempo a fin de buscarle una ruina que sirva de escarmiento para otros ambiciosos desaprensivos.

—Soltadlo ya, Basilis, ¿cuál es ese plan? —La voz de Martí sonó denotando un interés creciente y un punto de impaciencia.

—Como bien sabéis, siempre triunfa el mejor informado. Por lo tanto, en primer lugar debemos enterarnos de todo cuanto nos interese, como el lugar donde se ha refugiado esa cuadrilla de forajidos, que seguramente será una rada oculta de cualquiera de las islas que abundan en el Adriático y que fácilmente pueda ser defendida con los medios naturales que brinda una naturaleza apropiada y los comunes de las naves.

—¿Y eso cómo se consigue?

—Como se ha conseguido desde que el mundo es mundo: abriendo la cinta de la bolsa en todos los puertos y tabernas de la costa adriática. Y ya sabéis que no hay en el mundo gente más locuaz que un marinero lleno de hipocrás ante la perspectiva de una bolsa de monedas.

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