Authors: Chufo Lloréns
—Apenas ha cumplido los quince años. ¡Es sólo un muchacho!
Gombau de Besora permaneció en silencio. Una pausa tensa se estableció entre ambos caballeros. Gombau de Besora decidió zanjar la conversación sin dar pie a más requerimientos.
—Lo siento, no está en mi mano complaceros. Vos perdisteis esta guerra y debéis sufrir las consecuencias.
Folch de Cardona bajó la mirada ante la verdad incontestable y exhaló un hondo suspiro.
—Está bien —dijo por fin—. Decidme si os quedáis o preferís partir. Lo que tenga que ser, que sea pronto —concluyó con voz ronca.
—Si me ofrecéis esa disyuntiva, prefiero partir.
La tensión entre ambos hombres era patente.
El vizconde tomó una campanilla de plata que estaba encima de la mesa y con un ligero movimiento de la muñeca la hizo sonar. Al punto se abrió la puerta y el capitán de la guardia asomó la cabeza.
—Mandad, mi señor.
—Decid a Bertran que se prepare para un largo viaje. Cuando esté listo, enviádmelo… Nada digáis a la vizcondesa y procurad que no se entere de nada hasta que hable yo con ella.
Partió el soldado a despachar la encomienda y ambos hombres quedaron en silencio.
—¿Os puedo ofrecer una copa de vino? —dijo el anfitrión, que pese a la circunstancia no quería pasar por alto las normas de cortesía.
—Os lo agradeceré —aceptó Gombau de Besora. Para aliviar la tensión del momento, añadió—: Tened por cierto que nada le sucederá a vuestro hijo mientras se halle en Barcelona. Tanto el conde como la condesa Almodis se ocuparán de ello.
El de Cardona se hizo traer una jarra de vino y dos cuencos, escanció el ambarino líquido en ambos, a la vez que decía al desgaire, como sin darle importancia:
—No es lo que tengo entendido sobre el trato que la condesa dispensa a su hijastro Pedro Ramón, el hijo de la difunta Elisabet.
Gombau de Besora encajó el golpe. Era notoria y pública la hostilidad de la tercera esposa del conde hacia el hijo mayor de Ramón Berenguer I.
—Eso son comadreos de mercado en los que ni debo ni quiero entrar —dijo, adoptando una expresión impasible—. Creedme, son habladurías de viejas cotillas que a nada conducen. Os puedo asegurar que vuestro hijo será tratado con el respeto que merece alguien de su estirpe.
En ésas estaban cuando se abrió la puerta y entró en la estancia, acompañado del capitán, un muchachito de unos quince años, mediana estatura, pelo castaño ensortijado, mirada noble y despierta, y facciones que denotaban su alta cuna, que sin rubor alguno se acercó a su padre y preguntó:
—¿Me habéis mandado llamar?
—Sí, hijo mío. —Entonces, dirigiéndose al huésped, añadió—: Quiero que conozcas a Gombau de Besora, embajador y senescal del conde de Barcelona —y señalando con un gesto al muchacho, aclaró—: Éste es mi hijo, Bertran.
El muchacho, adelantándose con paso firme y seguro de sí mismo, inició una leve reverencia interrumpida por el emisario condal.
—Bienvenido, señor, al castillo de Cardona. Los huéspedes de mi padre siempre son bien recibidos, si vienen en son de paz.
Al noble barcelonés le extrañó la fórmula del protocolario recibimiento y el desparpajo del joven.
—Los emisarios del conde de Barcelona no desean otra cosa que la paz y la prosperidad en los condados de sus vasallos.
El rostro del joven adquirió una tonalidad púrpura.
—Mi señor padre, el vizconde de Cardona, no es vasallo de nadie. Los avatares de la guerra no le fueron propicios, eso es todo, y tiene que cumplir su palabra, pero aparte de pagar las parias hasta liquidar su deuda no es, ni será jamás, vasallo de nadie. Confundís, señor, los términos: una cosa es ser tributario y otra vasallo.
El vizconde de Cardona miraba orgulloso a su hijo en tanto que a los ojos del de Besora asomaba un vivo destello, mezcla de asombro e ironía.
—Sería una interminable disquisición entrar ahora en terreno tan incierto. De lo que no cabe duda alguna es de que vos vais a residir durante unos cuantos años en el palacio del conde de Barcelona.
El muchacho dirigió la mirada a su padre.
—Como ya te expliqué, hijo mío, irás a la corte de Barcelona. Espero que dejes nuestro noble apellido y la alcurnia de esta casa al nivel que debió estar siempre. No olvides quién eres y el linaje al que perteneces. —Dulcificó un poco el tono para añadir—: Hoy te has hecho un hombre, digamos que prematuramente, pero quiero que sepas que he depositado en ti todas mis esperanzas. Partirás de inmediato y morarás en Barcelona.
Un silencio espeso se instaló entre los presentes. Al cabo de un tiempo, Bertran lo quebró.
—Está bien, prepararé mis pertenencias y, tras despedirme de mi madre, la vizcondesa, partiré.
—Todas tus cosas están ya en el patio de armas —repuso su padre—. En cuanto a despedirte de tu madre, es mejor evitarle ese trago tan amargo. Ya le explicaré luego tu partida. —Al ver que el muchacho dudaba, el vizconde añadió—: Ésa será la primera prueba de tu hombría.
Bertran intentó que su tono no revelara su pesar.
—Imagino, padre, que podré llevar conmigo a Blanc.
—Tu corcel irá contigo, hijo mío.
Para aliviar la tensión del momento, Gombau intervino.
—En la corte hallaréis, sin duda, corceles que ahora ni podéis imaginar.
—Como el mío no hay otro. Por más que no quiero contraer deuda alguna con el conde de Barcelona, os ruego que no lo olvidéis.
—No veo ningún impedimento para ello, aunque tendréis que ocuparos de él personalmente —advirtió Gombau de Besora.
—Nada puede producirme mayor placer —replicó Bertran.
Tras esta réplica, el muchacho hincó la rodilla en tierra demandando la bendición de su padre, y una vez obtenida, abandonó la estancia, no sin antes inclinar secamente la cabeza ante el emisario barcelonés, que no salía de su asombro ante la actitud del joven.
Al poco se alzaba el rastrillo y la tropa partía hacia Barcelona. En la ventana germinada del dormitorio principal, el perfil de una dama de largas trenzas asomaba medio oculto tras el grueso cortinaje.
Marta en palacio
Aquel año de gracia de 1071 que recién empezaba había traído más novedades a la vida de Marta que los doce anteriores. Su padre se había mostrado inflexible y antes de partir para aquella larga y al parecer complicada expedición, la había depositado en palacio en compañía de su amiga y servidora Amina. Cuando, desde una de las ventanas del primer piso, lo vio partir, sintió que el mundo se desmoronaba. Su padre se alejó, acompañado del capitán Munt y de Eudald Llobet, montado en su caballo y sin volver la vista atrás. En aquel instante sintió que únicamente la mano de Amina apoyada en su hombro la enlazaba con su pasado.
Durante los primeros días en su nueva morada los ecos de las grandes estancias, la multitud de rostros desconocidos, y las diferencias entre las costumbres palaciegas y las de su antiguo hogar, la habían turbado profundamente. Añoraba la libertad de movimientos de su vida anterior. En palacio, las damas debían seguir una rutina que comenzaba con los rezos del alba y terminaba con las clases de bordado a última hora de la tarde. Marta se percató enseguida de que, en contra de su costumbre, allí no era el ama, sino una más entre las jovencitas de buena familia que formaban el cortejo de la condesa Almodis. Ésta, a la que había visto sólo un instante rodeada de su gente en su pequeño camarín, se había mostrado con ella gentil y amable. Lionor, su primera dama, le había mostrado parte del palacio y, por supuesto, su habitación y la pequeña antecámara donde, en un catre, descansaría Amina. Ella misma le había informado también de sus deberes y del trato que debía usar con el conde y sus hijos. Y, finalmente, le había presentó a Delfín, el enano bufón de Almodis que, sin quererlo, le arrancó la primera sonrisa de su estancia en palacio: doña Brígida, una de las damas de la condesa cuyo peculiar rostro caballuno había llamado la atención de Marta, le preguntó si le habían mostrado las inmensas cuadras; Delfín, al desgaire, como quien no quiere la cosa y en tanto jugaba con los bolillos de hacer encaje de la condesa respondió, cuidando de estar lo suficientemente alejado para que su integridad no peligrara: «Señora, Marta está muy bien educada y es incapaz sin duda de irrumpir en vuestras habitaciones sin que estéis vos presente».
Las damas, ocultando su rostro tras sus respectivas labores, no pudieron evitar una sonrisa ante la malintencionada ironía del enano, en tanto doña Brígida, ofendida, lanzaba a Delfín una mirada asesina. Él, por si acaso, ya se había refugiado tras las faldas de la condesa.
Ya al anochecer, después de la cena, Marta había tenido ocasión de conocer a los dos hijos gemelos, Ramón y Berenguer, y a la condesita Sancha, dos años mayor que ella, que le dirigió una cálida sonrisa.
En las primeras noches le costó mucho conciliar el sueño. Amina y ella agotaban las candelas hablando hasta la extenuación, se despertaba varias veces y a tientas, guiada únicamente por la luz de la luna que entraba por la ventana, iba a comprobar, casi con miedo, que su amiga dormía junto a ella. Ya de madrugada caía rendida, y en sueños se le aparecía el severo rostro de su padre, disgustado ante su resistencia de entrar en palacio, recomendándole que fuera buena y aprovechara aquella ocasión única que le ofrecía la vida de educarse entre gente tan importante. Despertaba compungida, con el corazón encogido y lágrimas en los ojos.
Sin embargo, a medida que fueron pasando las semanas, la curiosidad fue reemplazando a la añoranza y Marta, ya habituada a la rutinaria vida plena de obligaciones que llevaban las damas de palacio, empezó a observar lo que la rodeaba con ojos perspicaces. A sus doce años, había vivido toda su existencia rodeada de adultos, y los moradores del palacio condal le ofrecían un abanico inesperado de personajes a los que estudiar. Por un lado estaban sus compañeras al servicio de la condesa, todas ellas de noble alcurnia: Araceli de Besora, Anna de Quarsà, Eulàlia Muntanyola, Estefania Desvalls y Adelais de Cabrera. El nombre de esta última le resultó enseguida familiar, aunque tardó unos días en caer en que se trataba de la joven a quien la criada Gueralda había servido antes de entrar en la casa de Barbany y a quien siempre ponía como ejemplo de buena conducta. Sin embargo, lo que centraba su atención, y la de todas las damas, eran los hijos de los condes, Ramón y Berenguer, y sus hermanas, Inés y Sancha, de las cuales la primera estaba ya prometida en matrimonio con Guigues d'Albon. Marta apenas había cruzado una palabra con Inés, pero empezó a intuir que podría trabar con la amable Sancha una buena amistad. En cuanto a los gemelos, lo primero que sorprendió a Marta fue que nadie que ignorara esa condición se atrevería a aseverar que eran ni tan sólo parientes. Sus físicos eran francamente dispares: Ramón era alto, atlético y proporcionado, lucía una melena rubia, heredada sin duda de la familia de su madre procedente de allende los Pirineos, cortada a lo paje, ojos claros, mirada franca, y una simpatía natural que encandilaba a propios y extraños, sobre todo a las damas. Según le habían comentado, era aficionado a la caza, particularmente a la cetrería, y un consumado adiestrador de halcones. Decían que su otra pasión era la música y era asimismo un consumado tañedor de vihuela cuya maestría lucía en las veladas trovadorescas que organizaba su madre, Almodis, todos los años. No podía decirse, pensaba Marta, que la naturaleza hubiera sido igual de generosa con Berenguer, el otro gemelo. Era éste bajo y moreno, de pelo ralo y cetrino de piel; había algo torvo en su mirada; sin embargo, y pese a su escasa estatura, era sin duda tremendamente fuerte. Nada lo distinguía como de noble cuna. A pesar de lo poco que llevaba en el palacio, Marta había oído hablar de sus repentinos ataques de furia, su afición al vino y a los tugurios, a los que acudía disfrazado por temor a ser descubierto, y su gran pasión por las mujeres, de cualquier estado y condición. Ambos mellizos nada tenían que ver y mentira parecía, pensaba Marta, que fueran de la misma madre y del mismo padre.
Marta era la más joven del séquito de la condesa y en sus primeros días en palacio su semblante era tan triste que Almodis, informada por doña Lionor de la añoranza que sentía la muchacha, le permitió ir a su casa en un par de ocasiones, ya que lo cierto era que se encontraba muy cerca de palacio. Eso sí, siempre que hubiera cumplido con sus obligaciones, fuera acompañada por una de las damas y alguien de la guardia. Visitas que se fueron espaciando a medida que la joven se iba acostumbrando a su nuevo hogar y a sus nuevas obligaciones. Dejando a un lado las propias de las damas al servicio de la condesa, tres días por semana seguía recibiendo instrucción del padre Llobet, quien, con el fin de mantenerla ocupada, le imponía toda una serie de lecturas. Adelais de Cabrera, sin dirigirse a ella, había comentado en voz alta que aquel afán de ilustrarse poco iba a servirle a «una plebeya como Marta Barbany». Fue la primera vez que Marta oyó ese comentario en tono decididamente despectivo. Aunque su padre le había recalcado el honor que suponía que una joven que no procedía de la nobleza fuera aceptada en palacio, hasta ese momento no se había planteado que ella fuera inferior en modo alguno al resto de las damas de la corte. El comentario malintencionado la hirió y durante días sólo pensó en regresar a su casa, al lugar donde se sentía protegida, cuidada y querida. Por las noches comentaba esos deseos con Amina, quien se encargaba de consolarla y repetirle que ella valía mil veces más que esa Adelais, por nobles que fueran sus progenitores… Sin embargo, en honor a la verdad, no habían sido las tranquilizadoras palabras de Amina las que la habían conformado con su nueva vida en palacio. El motivo, en realidad, era otro. La tarde que el emisario condal regresó de Cardona, lo hizo con un nuevo huésped. Marta estaba en el salón privado de la condesa, junto a Sancha y dos de las damas, recibiendo clases de bordado de doña Lionor: trabajaban con hilos de colores, sobre un tapiz de tirante cañamazo tensado en un cuadrado bastidor de madera, cuando oyeron, a una hora inusual, voces y ruido de cascos en el patio de caballos. Las cuatro se precipitaron a la vez y se asomaron por la abertura del lobulado ventanal, atraídas por tan anómala circunstancia. Al frente del grupo iba la imponente figura de Gombau de Besora, que en aquel instante descabalgaba de su poderoso caballo y entregaba las bridas al menescal de cuadras. Los soldados hacían lo propio a la voz de mando del sargento. Una figura permanecía quieta sobre un hermoso corcel cuando la palabra del capitán sonó rotunda y autoritaria.