Authors: Chufo Lloréns
El caballero Marçal de Sant Jaume intervino:
—Déjate de circunloquios y vayamos al grano. Me dijiste el viernes que convocabas esta reunión a instancias de Bernabé Mainar, que el asunto era trascendente y que valía la pena molestar al heredero haciéndole venir a tu casa. ¡Espero que así sea o de lo contrario perderás algo más que tu credibilidad!
Ahora el que habló fue Mainar.
—Espero no hacer perder el tiempo a vuestras excelencias ni defraudar su curiosidad, ya que la historia tiene un final feliz.
Pedro Ramón tomó la palabra.
—Ya sabes, Mainar, que desde el primer día tu historia me interesó, y todavía más el resultado de la misma. Soy todo oídos.
Bernabé Mainar tomó aire y comenzó su relato:
—No en el final, que os adelanto es glorioso, pero sí en el trayecto, he de reconocer que os he mentido… Mejor diré, no os he contado toda la verdad.
Los dos principales interlocutores cambiaron entre sí una mirada que nada bueno auguraba para Mainar.
—Rogaría a vuestras excelencias que no me juzgaran hasta el final de mi narración.
—Jamás me agradaron los embusteros e intuyo que al caballero Marçal de Sant Jaume tampoco —dijo el heredero.
Entonces Bernabé Mainar, inclinándose, tomó del suelo la escarcela de cuero que estaba a su lado y, retirando la cubierta, extrajo de ella dos saquitos de considerable volumen, que depositó sobre la mesa.
—Las circunstancias me obligaron a mentir en las formas pero ya os he dicho que el final, que es lo que interesa, ha sido el que os anuncié.
—¿Qué es lo que nos traes?
—Lo prometido, señor. Dos mil mancusos de oro.
Mainar aflojó el cordoncillo que cerraba la embocadura de los sacos y abriendo la misma, abocó sobre la mesa un montón de monedas que tintinearon cantarinas.
En esta ocasión las miradas del heredero y de Marçal de Sant Jaume, al cruzarse, tuvieron un brillo especial.
—A este precio, Mainar, estoy dispuesto a escuchar cuantas mentiras quieras contarme —exclamó Pedro Ramón.
—Os juro por mi vida, señor, que esta vez os contaré la verdad —prometió el tuerto.
—Está bien. Dos mil mancusos bien valen el beneficio de la duda.
El misterioso hombre del parche comenzó su relato.
—Mi verdadero nombre seguramente no os dirá nada: me llamó Luciano Santángel, al igual que mi padre.
—A decir verdad ese nombre nada me dice. Pero prosigue: tengo una inmensa curiosidad por saber el resto de la historia —le conminó el heredero.
—Cuando la acabe entenderéis muchas cosas, pero vayamos por partes. ¿Recordáis al consejero Bernat Montcusí?
Al oír este nombre el caballero Marçal de Sant Jaume y el heredero intercambiaron una mirada.
—Evidentemente. Su cargo fue demasiado importante para que no recordemos su historia.
—Bien, pues mi padre fue su más fiel y seguro servidor.
—¿Y puede saberse en qué y cómo le servía? —indagó el de Sant Jaume.
—Dejad que os cuente la historia de mi padre, tal y como él me la contó a mí en su día, y entenderéis exactamente en qué consistían sus servicios.
Pedro Ramón miró de soslayo a Marçal, pero la reciente donación de dineros para su causa le hizo hacer acopio de paciencia. Mainar hizo una pausa antes de proseguir.
—Mi padre, Luciano Santángel, vivió en muchos lugares, tanto en los reinos de la cristiandad como en Levante. Siendo él muy joven, sus pecados lo llevaron a Egipto, donde llegó a ser muy apreciado en la corte del califa del Nilo, que se considera heredero de la hija del falso profeta de los sarracenos.
»Las envidias que eso provocó le forzaron a huir aguas arriba del gran río. Cerca de una vieja ciudad de los emperadores paganos que había antes de los mahometanos y que llamaban Tebas, entró en contacto con una extraña sociedad, de la que, sin embargo, le impresionaron su piedad ciega, la adoración que sentían por su jefe, al que llamaban Supremo Guía, y sobre todo, su desprecio por la vida humana, la suya y la de los demás.
»Con el tiempo mi padre se enteró de que la sociedad era muy antigua, pues procedía de las enseñanzas de ciertos filósofos paganos de Grecia, sobre todo uno llamado Pitágoras y otro que se llamaba Platón, que creían que existe un Dios superior a los falsos dioses de los griegos y que, a través de los números, asegura la armonía del universo. Ellos le llaman Demiurgo, que en la lengua de los griegos quiere decir «el que crea». También mantenían la falsa idea de que las almas pasan de un cuerpo a otro cuando éste se muere.
—¡Qué idea más peregrina! —se admiró Pedro Ramón, cada vez más interesado en aquel relato.
—Pues hay más, mis señores —continuó Mainar—. Según me contó mi padre, los miembros de esta sociedad fueron perseguidos y huyendo del peligro se instalaron en Alejandría de Egipto, ciudad mucho más proclive a nuevas corrientes de pensamiento. Allí convivieron con otros filósofos.
»Cuando las predicaciones de los discípulos de Nuestro Señor llegaron allí, aceptaron las enseñanzas de Nuestro Maestro, como le llaman, pues para ellos Jesucristo es un dios mediador entre los hombres y el Demiurgo, a cuyo conocimiento no pueden acceder directamente los humanos. Entonces se dieron el nombre de Ordo Divinae Essentiae, ya que se consideran los más sumisos siervos del Demiurgo y creen que su Supremo Guía puede interpretar sus deseos, lo que le aproxima a la esencia de la divinidad.
Mainar hizo una pausa para ordenar sus ideas. Sus interlocutores respetaron su silencio.
—Por eso —continuó— fueron perseguidos por los cristianos, lo que les obligó posteriormente a huir a Tebas, donde se instalaron. Allí empezaron a comerciar por el río, con tanto éxito, ya que no se preocupaban por el medro personal y sí por el de la Orden, que pronto lograron estar presentes en todos los mercados de Levante. Los emires y los califas de Egipto los protegían porque pagaban buenos impuestos y les servían de otras maneras que ahora explicaré.
—Esto es apasionante. —Pedro Ramón estaba completamente absorbido por el relato.
—Los miembros de la Orden no se consideran sujetos a ley alguna porque afirman que su Demiurgo está por encima de todas ellas y que a la grandeza de su Orden no pueden ponerse trabas. Así que empezaron a matar a todos cuantos se oponían a ella, ya fuera como competidores en el comercio, ya fueran enemigos que deseaban que los gobernantes actuaran contra ellos o religiosos que pretendían que, como herejes, debían ser castigados. Pronto, muchos miembros de la Orden se convirtieron en asesinos muy hábiles en el arte de matar de mil maneras distintas, de modo que mucha gente de calidad, sobre todo soberanos de Levante, que llaman emires, buscaban sus servicios, cuando les convenía eliminar a alguien de forma discreta y eficaz, cuestión que ellos aceptaban encantados porque proporcionaban a la Orden dineros e influencia.
—¡Parece increíble! —murmuró el de Sant Jaume—. Pero decidme, ¿cómo reclutan a sus seguidores? ¿Quién es ese Supremo Guía?
—Nadie conoce su nombre —respondió Mainar—. Siempre se presenta ante sus adictos totalmente enmascarado, de forma que éstos lo creen eterno, aunque yo personalmente lo dudo. Y sus miembros, caballero de Sant Jaume, siguen en ella porque entrevén que en su seno alcanzarán la verdadera salvación. Los seguidores de la Orden no siguen otra ley que no sea la del Supremo Guía. Viven entregados a él y le obedecen ciegamente.
—Pero ¿qué tiene que ver tu padre con esa sociedad? ¿Acaso…?
—La Orden le pareció algo digno de encomio, por su piedad y sus riquezas, de modo que pidió que le iniciaran en sus secretos. Eso no quiere decir —se apresuró a aclarar— que ni él ni yo compartamos todas sus ideas, ya que él, hasta su muerte, y también quien os habla, nos consideramos buenos cristianos.
—¿Acaso formas parte de esa Orden? —preguntó Pedro Ramón, súbitamente atemorizado.
—Mi padre, Luciano Santángel, nunca formó parte de la comunidad, aunque estuvo sometido a ella y al Supremo Guía por un juramento de fidelidad. Eso fue lo que me contó ese día, antes de decirme que había llegado el momento de que también yo, como hijo suyo, fuera introducido en sus secretos. Y, como es lógico, le obedecí. —Mainar hizo una pausa y prosiguió—: Ahora soy, como fue él antes, un miembro externo de la Orden. Eso me permite obtener ganancias de los servicios que hago a la Orden y no vivir en el «campamento», como llaman al lugar donde residen, a pesar de su magnificencia, porque consideran que su vida no es más que un tránsito hacia otras.
—Eso espero, pues por lo que me habéis contado, podría hacer que os apresaran por herejía —dijo malévolamente Pedro Ramón. Y ni al caballero de Sant Jaume ni al propio Mainar les pasó por alto que de repente había cambiado su tratamiento hacia aquel siniestro, pero admirado personaje.
—No es tan fácil, mi señor, porque, como os he dicho, no comparto sus ideas —replicó con falsa mansedumbre Mainar—. Además, la Orden tiene un brazo muy largo y una de sus normas es vengar a aquellos hermanos que caigan en su empeño. Y creedme, nunca dejan de hacerlo.
»Os voy a ejemplificar la forma de proceder de esa secta. Sois sabedores que las gentes atribuyeron la muerte del rey Aben Sulaiman de Jabea a su visir Muley Ben Abas.
El de Sant Jaume asintió.
—Así es sabido.
—Mi padre fue el autor del hecho —prosiguió Mainar—. Sin embargo, su mérito fue que las gentes creyeran la historia que todo el mundo conoce. El eunuco principal del harén, por orden de su ama, fue el instigador. El eunuco odiaba al rey y al visir: al primero porque había abandonado el tálamo de la vieja reina a la que servía desde niño, y al segundo porque conocía sus ambiciones al respecto de heredar el trono y no dudaba en promocionar a su hija para que ocupara el cargo de favorita; para lo cual mantenía encelado al monarca velando para que éste no cumpliera su capricho y le arrebatara la virginidad antes de declararla oficialmente su primera concubina. A la reina y a él convenía deshacerse de ambos. La Orden aceptó el trabajo y se lo encomendaron a mi padre. Él sustrajo la daga del visir en cuya hoja estaba grabado su nombre, y la usó para asesinar al rey. El eunuco celoso lo citó mediante engaños a una hora de la noche en la antesala donde reposaba la hija del visir, mujer de gran belleza; mi padre surgió en la oscuridad detrás del rey y lanzando la daga, lo asesinó. Todos creyeron que el visir había acudido en defensa del honor de su hija. El resultado de la historia fue doble. Primeramente, el rey murió y el hijo mayor de la vieja reina subió al trono y su primer acto fue destituir al visir y cargarle la culpa de la muerte de su padre, ya que la daga le señaló como culpable con la consecuencia que comporta el hecho de cometer un regicidio. El gran consejo lo condenó y a la semana le cortaron la cabeza.
—Me tenéis asombrado, Mainar —exclamó Pedro Ramón—. ¿O debo llamaros Santángel?
—Creo, señor, que es mejor que uséis el nombre con el que me habéis conocido hasta ahora.
—Decidme ahora dónde entra en la historia el que fue administrador de mi padre y su asesor financiero, Bernat Montcusí.
—Ahora llegamos a otra cuestión. Yo tendría unos veinte años cuando conocí personalmente a Bernat Montcusí, al que sin duda habéis tratado. Mi padre le había servido un par de veces y desde la muerte de mi madre siempre tuvo conmigo grandes atenciones. Tras las jornadas horribles de la
litis honoris
, el que había sido consejero del conde cayó en tan profunda melancolía que paseaba por la casa como alma en pena. Ya sabéis que cuando alguien cae en desgracia y la miseria entra por la puerta, los amigos salen por la ventana. Los que estaban cerca de él hicieron lo imposible por rescatarlo del triste páramo en el que había caído su espíritu, pero todo fue inútil: ni las pócimas de los físicos, ni el consuelo de los íntimos hacían mella en su ánimo. Una noche bajó al sótano donde almacenaba el aceite negro que alimentaba los faroles de la ciudad y queriendo acabar con el deshonor y desaparecer después para rehacer su vida en otro lugar y con otro nombre, prendió fuego a todo. Pero algo falló en su plan. Cuando se dieron cuenta las gentes del servicio, ya era tarde y la casa ardía por los cuatro costados. Temiendo lo peor, todos huyeron, cada cual donde pudo. Un mozo de cuadra y su secretario Conrad Brufau lo hallaron ardiendo con la ropa trabada en un clavo de la pared del sótano; entonces lo sacaron de aquel silo ardiente, lo pusieron en una carreta tirada por dos caballos, tras ungir su quemado cuerpo en aceite y envolverlo como una momia, con hilas de lino, y huyeron al amparo de la noche hacia una de las casas que el amo tenía a las afueras de la antigua Egara cuyo guarda era de toda confianza. Milagrosamente sobrevivió al desastre hecho una momia irreconocible hasta que, siete años atrás, Brufau me envió un mensajero portando una vitela con los deseos del moribundo y con el ruego de que acudiera junto al lecho de su amo al que, me dijo, quedaban pocos días de vida. —La atención de los tres era absoluta y Mainar era consciente de ello—. Tiempo me faltó para montar un caballo y acudir junto al lecho del agonizante. Al llegar allí y ver el estado en que se hallaba nuestro valedor, el alma me cayó a los pies. En una estancia de la que emanaba una peste indescriptible, bajo unas frazadas, yacía el cuerpo del hombre que había ostentado más poder en la corte de vuestro padre. Me acerqué al lecho venciendo la repugnancia que me embargaba y, en cuanto Brufau le dijo que estaba yo allí, sacó de entre las sábanas una garra casi sin carne y la clavó en mi brazo derecho.
»—Luciano —me dijo con una voz apenas audible—, has venido, loado sea Dios.
»—Aquí estoy para lo que tengáis a bien mandar —le respondí. Entonces habló en voz tan baja que pese al repugnante olor, no tuve otro remedio que pegar mi oreja a sus labios:
»—Luciano, lo he perdido casi todo y no me refiero a los bienes terrenales, que nada me importan, sino a mi buen nombre y al lugar que ocupaba en la corte, junto a mi señor, el conde de Barcelona. Antes de irme de este mundo, pues sé que mi hora ya ha sonado, quiero encomendarte una misión que sabré recompensar. —Su respirar era fatigoso y entrecortado—. He caído ante tres enemigos poderosos. La condesa Almodis, su protegido Martí Barbany y su confesor particular, Eudald Llobet, que unieron sus fuerzas contra mí para conseguir mi ruina. Quiero que me vengues, pues sé que eres el más capaz. Para ello necesitarás medios y me he preocupado de que los obtengas. Mi fiel secretario Conrad Brufau, al que ya he gratificado cual corresponde, te proveerá de los mismos, a él compete cumplir mis condiciones.