Authors: Chufo Lloréns
La explicación fue meticulosa y detallada y las preguntas se sucedieron sin interrupción. Una vez que Martí y el griego fueron impuestos de la peligrosidad que encerraban las cajas transportadas en el sollado del
Sant Tomeu
, tomaron varias decisiones; la principal fue designar a Ahmed como acompañante de Manipoulos en el periplo de inspección que el griego se había propuesto realizar. Martí fue a decírselo al joven y a expresarle su más sentido pésame por la muerte de quien había sido uno de sus más fieles servidores: Omar, cuya alma, estaba seguro, había alcanzado la paz.
Apenas se anunciaba la madrugada y un tono rosáceo iluminaba el horizonte, Ahmed y el griego Manipoulos, vestidos ambos como pescadores chipriotas, descendían por una escalerilla de gato hasta la falúa de vela latina, todavía enrollada en la botavara, que les aguardaba amarrada al costado del
Santa Marta
. Un grumete ágil como un gato descendió a su vez para ayudarles en el aparejo, en tanto que Martí, apoyado en la barandilla del castillo de popa, aguardaba junto a Felet a que todo estuviera a punto para despedir a su amigo y al joven liberto. Cuando todo estuvo en su sitio, estibados los avíos, recogidas en cajones las redes con sus respectivos corchos, con la vela enrollada y con los cabos que la izaban pasados por las poleas, el muchacho regresó a bordo y, empujando el costado del
Santa Marta
con uno de los remos, obligó a la falúa a separarse, mientras el griego izaba la vela. Ahmed colocó de nuevo los remos en las chumaceras y sentándose en el banco comenzó a bogar para salir de la rada y buscar la empopada del viento. El día amaneció hermoso; el Tirreno, cosa rara en aquella estación, estaba en calma y una ventolina ligera les empujaba hacia la península.
Manipoulos manejaba el timón y Ahmed cuidaba, tensando la driza, de que el trapo estuviera tirante.
La voz del griego sacó a Ahmed de sus cavilaciones.
—Hemos tenido suerte. Si el viento sigue así, cubriremos la media legua en poco tiempo; antes de que el sol esté en su cenit habremos divisado la costa de Calabria.
Ahmed había podido comprobar en las largas jornadas de navegación, que la aventura y el conocimiento de ignotos horizontes aliviaba su mal, por lo cual se esforzaba en captar nuevas experiencias, ya que ello contribuía a apartar de su memoria el lacerante recuerdo de Zahira.
—Entonces, capitán Manipoulos, ¿cuál será nuestro plan?
—Verás, hijo. —El griego siempre sintió una especial predilección por aquel muchacho al que casi había visto nacer y lo trataba como tal, más aún conociendo por lo que había pasado en su joven vida—. Al llegar a la costa itálica navegaremos en cabotaje pescando durante el día y descansando en las playas que convenga al anochecer; viviremos de las capturas y en las subastas de los pueblos de la costa que visitemos, venderemos el sobrante. Somos pescadores y las noticias, que en estos pagos circulan a la velocidad del viento, deberán decir quiénes somos y a qué nos dedicamos.
—Pero, capitán, intuyo que no habré venido desde Barcelona trayendo la mercancía que he transportado para dedicarme a pescar, cosa que ya hacía de pequeño en las costas de nuestro condado.
—Hemos de vestir al muñeco, Ahmed. Quien corresponda, deberá saber que somos pescadores de paso hacia casa. Aunque sea otra nuestra finalidad.
—¿Entonces?
—Visitaremos todos los tugurios de marineros, pescadores y hombres de la mar que haya en el Tirreno, el Jónico y el Adriático y trataremos de encontrar quien nos pueda dar nuevas de dónde se esconde el malnacido que nos ha robado el
Laia
con toda su gente.
—No os sigo, capitán —dijo Ahmed—. El que tenga el barco y quiera cobrar el rescate, por fuerza tendrá que ponerse en contacto con el patrón. Si no, ¿de dónde podrá sacar beneficio?
Manipoulos, con la mirada en la punta del palo, argumentó:
—La vela te está flameando, tira de la driza en vez de hacer tantas preguntas.
Ahmed, que conocía el carácter del viejo marino, atendió la maniobra pero no se dio por vencido y volvió a insistir.
—Ya está hecho… Me habéis cogido en un renuncio porque hace tiempo que no navegaba, pero no volverá a ocurrir. ¿Cómo pensáis que pueda ser?
—Las noticias con las pretensiones de esta hiena las recibirá el patrón, en Mesina, de una forma u otra, y por la misma vía dispondrá la manera de responderle; Martí demorará la respuesta hasta nuestro regreso, que deberá ser, afortunado o no, más o menos en cuarenta días hasta que la luna cambie de nuevo. Nuestra misión es enterarnos de cualquier detalle que pueda favorecer nuestro intento de rescatar al capitán Jofre con el menor quebranto posible. Para ello contamos con la sorpresa y la ayuda que nos prestarán todas las autoridades de las provincias donde llega el brazo del duque Roberto Guiscardo.
Gueralda
Gueralda vivía amargada. A sus veintinueve años la esperanza de encontrar marido se agostaba, y su probabilidad de quedarse de sirvienta para siempre y sin casa propia se veía aumentada por el feo costurón que le desfiguraba la cara y que, partiendo del rabillo de su ojo derecho y bajando por su mejilla, hacía que su rostro fuera algo desparejo. Todo por culpa de la inconsciencia de la joven ama… Lo cierto era que jamás se había encontrado a gusto en aquella casa. El trabajo en las cocinas bajo la autoridad de doña Caterina, el ama de llaves, y de Mariona, la dueña de los pucheros, era monótono y largo; había entrado al servicio de la casa a sus veinte años, huérfana de madre y siguiendo a su padre, que había cambiado su tarea de jardinero en casa de los Cabrera por la de vigilante de las bodegas de su nuevo amo, Martí Barbany, con mucho mejor sueldo y una mayor consideración en su trabajo.
El amo, para compensar el feo aspecto del rostro de Gueralda a causa de la imprudencia de su hija, le había ofrecido una generosa cantidad de dinero, pero el beneficiario fue su padre, que puso a buen recaudo aquella cantidad.
Pero la necesidad de aquel dinero se había vuelto perentoria para la mujer en los últimos tiempos. Había tenido la oportunidad de conocer a un hombre, viudo con un hijo, que diariamente compraba productos del campo en Sant Martí dels Provençals y en Sarriá, y los bajaba a Barcelona en su carromato.
Lo vio por vez primera en el Mercadal. Lo que primero llamó su atención fue su cabellera cobriza, del color de las barbas de una panocha. El carretero fue amable con ella y entablaron conversación, de modo que la siguiente vez que acudió al mercado hizo lo posible por hacerse la encontradiza. Tomeu, que así se llamaba el hombre, dejó su carro y su mulo al cuidado de un amigo y la invitó a un vaso de hipocrás en un figón que abría al público de madrugada y cerraba en cuanto se terminaban las compraventas.
Las entrevistas se hicieron más frecuentes hasta que, día tras día, Gueralda aguardaba a que el hombre vendiera sus productos y acudiera a su encuentro. Su esperanza fue aumentando al darse cuenta, por lo que el carretero le contaba, de que en su casa hacía falta una mujer.
Luego, inesperadamente, el hombre dejó de verla y Gueralda pensó que algo malo le había ocurrido. Hasta que un día vio que había cambiado el puesto y lo había situado en un lugar más alejado y muy distante del que hasta entonces había ocupado. Aunque Gueralda tenía el rostro desgraciado, su cuerpo no era feo. Los hombres la miraban con ansia y aunque su cara torcida los desanimaba, no por ello sus pechos dejaban de encalabrinar sus pensamientos. Su instinto femenino había detectado que el carretero la miraba con ojos codiciosos y dadas las circunstancias, decidió actuar directamente.
Tras un par de noches de meditación, perfiló su plan y al día siguiente, nada más instalado el mercado, se dirigió al lugar donde el hombre plantaba su negocio y por vez primera vio que estaba ayudado por un niño.
—Tomeu —le espetó nada más verlo—, me gustaría hablar contigo.
—¿Cómo no? Tú me dirás.
—Pensé que éramos amigos. Nuestra confianza merece una explicación al respecto de tu cambio de lugar, y haberme rehuido. Pienso que el motivo no es el buen comercio y me gustaría que me explicaras si hay alguna otra razón.
En un principio, el hombre pareció renuente y sorprendido; luego, tras dejar el puesto al cuidado del muchacho, respondió a Gueralda:
—Tienes razón, te debo una explicación. Vamos a hablar donde siempre.
Y tras estas palabras, comenzó a caminar apartando a la gente hacia el figón donde habían tenido el primer encuentro.
Gueralda se colocó sobre la cabeza la pañoleta que llevaba sobre los hombros y se dispuso a seguirlo. El figón estaba lleno hasta los topes, la parroquia se agolpaba sobre el mostrador exigiendo sus bebidas, el humo de las velas había creado una neblina casi impenetrable; el ruido de las conversaciones cerrando tratos de última hora y ajustando precios era notorio. Tomeu, tras hacerse con dos vasos de vino áspero y aprovechando que junto a una de las arcadas había quedado una mesa libre, se hizo con ella rápidamente y tras indicarle que aguardara allí, pues únicamente había un banquillo para sentarse, se fue en busca de un escabel que estuviera libre. Al poco regresó defendiendo su conquista con uñas y dientes y se sentó frente a ella.
—Veamos, Gueralda, me alegro de verte.
Gueralda se demoró unos instantes.
—Vano me parece eso; conoces por dónde me muevo en el Mercadal y has cambiado de lugar sin dejarme noticia. He preguntado por ti varios días y nadie me ha dado razón. Poco interés me parece a mí para que me digas ahora que te alegras de verme.
El hombre parecía incómodo.
—Verás, mujer, uno tiene obligaciones y no siempre puede perder el tiempo en charlas que a nada conducen pese a que sean gratas. No sé si lo sabes, pero vivo de mi trabajo, me paso el día en el carro de feria en feria y no tengo quien me haga las faenas de la casa. Y tengo un hijo, hoy lo has visto, como te dije el primer día.
—Tomeu, ya soy muy mayor para ejercer de mocita; me he equivocado contigo, creí que eras un hombre hecho y derecho. Tu actitud me suena más a huida de bergante que a otra cosa, y no recuerdo haberte exigido nada ni esperaba otra cosa de ti que departir amablemente de vez en cuando y aliviar con una charla la monotonía de los días.
El hombre pareció recapacitar.
—Voy a serte franco, Gueralda, y me gustaría que no te tomaras a mal lo que voy a decirte. Busco mujer; pero creo que el matrimonio es como mi carro, que tiene dos varas y que marido y mujer deben tirar conjuntamente.
La mente de Gueralda comenzó a girar como una noria.
—Nada nuevo me dices. Así pienso yo también.
El hombre prosiguió.
—El caso es que, como sabes, soy viudo y tengo un hijo. Cuando te conocí me dije: esta mujer podría ser buena para mí, tiene un buen cuerpo, pecho generoso y anchas caderas y me podrá dar más hijos, que son la riqueza de los pobres. Te veía comprando por el Mercadal, de un puesto a otro, y colegí que eras una mujer acomodada, pues yo necesito a alguien que además pueda aportar una dote; eso pensaba hasta que un compadre me dijo que eras criada en la casa de Martí Barbany. Entonces, francamente, por no perjudicarte ni perjudicarme, cambié de lugar mi puesto y olvidé mi propósito. ¿Para qué proponerte algo sin futuro?
Gueralda, retirándose la pañoleta del rostro, preguntó:
—¿Te has dado cuenta de la cicatriz de mi cara?
—La vida deja señales en el cuerpo y en el alma. Cuando conoces a alguien a la mitad del camino no puedes pretender que no tenga algún arañazo.
Gueralda, con voz temblorosa, inquirió:
—¿Puedo entender que de aportar una dote me ofrecerías matrimonio?
El que ahora meditó fue Tomeu.
—Si la dote fuera suficiente para comprar una mojada de tierra en Sant Viçenç dels Horts y un carro con un par de mulas, podría ser.
—Y eso, ¿a cuánto puede ascender?
Tomeu ahora la observó con curiosidad.
—Tal vez dos onzas de oro.
Gueralda rumió unos instantes.
—Está bien. ¿Cuánto tiempo me das para reunirlas?
—Entonces, ¿he de suponer que aceptarías ser mi mujer y que puedes reunir el dinero? —preguntó él, francamente sorprendido.
—Has entendido bien. Lo único es que el trato es algo distinto: la que compra un marido soy yo. Te veré aquí mismo dentro de una semana.
Y sin añadir una palabra, Gueralda se colocó la pañoleta sobre la cabeza y partió con un montón de pájaros revoloteándole en el alma.
El último intento
Berenguer, tras su torpeza en la sala de armas, intentó ganar su otra batalla apelando al consejo que le había dado su madre.
En diversas ocasiones dio muestras a Marta de que quería ser su amigo y ésta, ateniéndose a las circunstancias y aun teniendo la certeza de que Berenguer era el enmascarado visitante de aquella infausta noche, no podía hacer otra cosa más que disimular su pánico y seguirle el juego.
Berenguer no perdía ocasión de halagarla. Ya fuera en la sala de música cuando ella tocaba algún instrumento, o alabando las rosas, sabiendo que era ella la que cuidaba del rosal de su madre, o poniéndose tras el tapiz que estaba trabajando y encomiando los colores y el dibujo. Cualquier situación era aprovechada por Berenguer para mostrarle su admiración.
Aquella tarde la abordó en el pasillo de la capilla, cuando ella salía de su turno de confesión, pues todas las damas estaban obligadas a practicar el sacramento las tardes de los sábados.
La muchacha lo vio venir con varios rollos de pergaminos en sus brazos y se dispuso a responder rápidamente a cualquier pregunta que le hiciera, por estar el mínimo tiempo con él.
—¿Tenéis prisa, Marta?
—Vuestra madre me aguarda —respondió ella, azorada—. Hago falta arriba… es sábado y las damas están en la capilla.
—Si es por eso, no penéis. Mi madre sabrá excusaros y si es necesario justificaré vuestra ausencia.
Y sin pausa, añadió:
—¿Os gusta la ciencia de los astros?
Marta se puso en guardia.
—Me limito a admirarlos.
—¿No os intriga saber cómo están colgados allá arriba?
—Escapa a mis capacidades, admiro en ellos el infinito orden que Dios dispuso, pero mi intelecto no da para más.
—¿Conocéis el «cuarto del sabio»?
—Sé dónde se encuentra, pero no he estado jamás en él.
—Ni vos ni casi nadie —le dijo él, con una voz que sugería complicidad—. Visitarlo es un verdadero privilegio. Al anochecer se puede observar el firmamento en todo su esplendor. Seguidme y os lo mostraré. Mi madre puede aguardar.