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Authors: Fredric Brown

Tags: #Cicncia Ficción, Humor

Marciano, vete a casa (5 page)

BOOK: Marciano, vete a casa
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—Bill, déjame intentar algo.

Ella se puso delante de él y miró con ojos suplicantes al marciano.

—No lo comprendes —dijo—. Nosotros... nos amamos sólo en privado. No podemos hacerlo, ni queremos, hasta que te vayas. Por favor, vete.

—Tonterías, Jane. Me quedo.

Y se quedó. Durante tres horas y media, los recién casados, sentados en el borde de la cama, trataron de ignorar la presencia del marciano, esperando que se cansara. Desde luego, sin decirse el uno al otro que intentaban conseguir que se cansara, porque ahora sabían que con ello sólo conseguirían que el marciano se mostrase más obstinado en quedarse.

En ocasiones hablaban o intentaban hablar, pero no era una conversación muy lúcida. A veces Bill iba hasta la radio y jugaba con el dial por un momento, confiando en que a aquellas alturas alguien habría encontrado una manera efectiva de tratar a los marcianos, o daría algún consejo más constructivo que simplemente decir que mantuviesen la calma y no se entregasen al pánico. Bill no sentía pánico, aunque tampoco estaba de humor para mantener la calma.

Sin embargo, todas las emisoras decían lo mismo —todas sonaban como manicomios mal organizados—, excepto aquellas que habían interrumpido sus emisiones. Y nadie había descubierto lo que se podía hacer con los marcianos. De vez en cuando daban un boletín de noticias, una declaración del presidente de los Estados Unidos, de la Comisión de Energía Atómica, o de otra figura pública igualmente importante. Todas las declaraciones aconsejaban al público que mantuviera la calma y no se excitase, que los marcianos eran inofensivos, y que debían mostrarse amistosos si era posible. Pero ninguna emisora informó de ningún caso en el que alguien en la Tierra hubiera conseguido la amistad de un solo marciano.

Finalmente, Bill dejó la radio por última vez y regresó para sentarse en la cama, olvidó que quería ignorar la presencia del marciano y le miró con ojos llenos de odio.

El marciano, al parecer, no prestaba ninguna atención a los Gruder. Había sacado del bolsillo un pequeño instrumento musical parecido a una gaita y se entretenía en tocar canciones, si es que se las podía llamar así. Las notas no podían soportarse por demasiado agudas, y no seguían ningún tipo de armonía conocida de la Tierra. Sonaba como una muela de afilador.

A veces dejaba la gaita y les miraba, sin decir nada, lo cual era probablemente lo más irritante que podía decir.

A la una de la madrugada, la impaciencia de Bill Gruder estalló.

—Al diablo con todo esto. Él no puede ver en la oscuridad, y si bajo las cortinas antes de apagar la luz...

La voz de Dorothy pareció preocupada.

—Querido, ¿cómo podemos saber que no ve en la oscuridad? Los gatos pueden hacerlo, y las lechuzas.

Bill vaciló, pero sólo por un instante.

—Maldición, querida; aunque pueda ver en la oscuridad, no podrá ver a través de las mantas. Hasta podemos quitarnos la ropa debajo de las sábanas.

Se acercó a la ventana y la dejó caer de golpe, y luego bajó las cortinillas, sintiendo una irritada satisfacción al atravesar al marciano en ambas operaciones. Bajó la cortina de la otra ventana y luego apagó la luz. Después regresó a la cama a tientas.

Y aunque el deseo de guardar silencio les inhibía en cierto modo, y ni siquiera querían hablar en susurros, aquélla fue una noche de bodas después de todo.

Se habrían sentido menos satisfechos —y estuvieron menos satisfechos al día siguiente— si hubieran sabido, como todo el mundo descubrió al cabo de un día o dos, que los marcianos, no solo podían ver en la oscuridad, sino incluso a través de las mantas. Hasta de las paredes. Algún tipo de visión de rayos X, o más probablemente alguna habilidad especial como la de kwimmar, les permitía ver a través de los objetos sólidos. Y debían tener excelente vista, porque podían leer la más pequeña letra de imprenta en los documentos plegados guardados en las mesas de despacho, en las cajas de caudales cerradas. Podían leer cartas y hasta libros sin necesidad de abrirlos.

Tan pronto como se supo esto, todos comprendieron que nunca volverían a sentirse seguros de su aislamiento mientras los marcianos estuvieran en la Tierra. Aunque no hubiera un marciano en la habitación con ellos, podía haberlo en la habitación contigua o fuera del edificio, contemplándoles a través de la pared.

Muy pocas personas supieron o adivinaron tal cosa la primera noche. (Luke Deveraux, por ejemplo, debería haberlo adivinado, porque su marciano había leído las cartas de Rosalind guardadas dentro de una maleta cerrada; pero en aquel momento Luke tampoco sabía si el marciano había abierto la maleta para coger las cartas. Y cuando Luke contó con aquellos dos hechos para llevar a cabo una deducción inteligente, ya no se encontraba en estado de hacer ningún tipo de deducción.) Y aquella primera noche, antes de que la gente se enterase de ello, los marcianos tuvieron oportunidad de ver muchas cosas. Especialmente los miles de ellos que kwimmaron de repente a habitaciones oscuras y se sintieron lo bastante interesados en lo que ocurría allí para mantenerse callados durante un rato.

5

El segundo deporte de puertas adentro más popular en Estados Unidos sufrió una derrota aún peor aquella misma noche, y desde entonces se hizo imposible.

Veamos lo que sucedió al grupo de amigos que jugaba al póquer cada jueves por la noche en la casa que George Séller tenía en la playa, unos cuantos kilómetros al norte de Laguna, California. George era soltero y vivía allí todo el año. Los otros vivían en Laguna, donde tenían sus empleos o negocios.

En la noche de aquel jueves se reunieron seis de los amigos, contando a George. El número ideal para una buena partida, y ellos podían jugar excelentes partidas, con apuestas lo bastante altas para que el juego fuese excitante, pero no hasta el punto de que las pérdidas fueran serias para ninguno. Para todos ellos el póquer era más una religión que un vicio. Los jueves por la noche —desde las ocho hasta la una o incluso las dos de la madrugada— constituían la emoción de sus vidas, esas brillantes horas hacia las que miraban con anticipación durante los aburridos días y noches de la semana. No se les podía llamar fanáticos, quizá, pero sí llenos de dedicación.

Pocos minutos después de las ocho ya se habían puesto cómodos, en mangas de camisa y con las corbatas aflojadas, y se sentaron alrededor de la gran mesa en el salón, dispuestos a empezar la partida tan pronto como George terminara de barajar las cartas nuevas que acababa de sacar del paquete precintado. Todos habían comprado fichas, y todos tenían burbujeantes vasos o latas de cerveza abiertas delante de ellos. Siempre bebían, aunque con moderación: nunca lo suficiente para embotar su juicio.

George terminó de barajar y repartió cartas, boca arriba, para ver quién sacaría la primera sota a fin de ser mano en primer lugar; fue a parar a Gerry Dix, cajero del banco de Laguna.

Dix dio y ganó la primera partida, con un trío de dieces. Sin embargo, no ganó mucho; sólo George había ido, pero luego no pudo apostar; había sacado una pareja de nueves de entrada y no logró mejorar sus cartas.

La mano siguiente, Bob Trimble, propietario de la papelería del pueblo, recogió las cartas para la siguiente partida.

—Haced las apuestas iniciales, muchachos —dijo—. Este juego va a ser mejor. Voy a dar buenas cartas a todos.

En el otro extremo del salón, la radio tocaba una música suave. A George Séller le gustaba la música de fondo, y sabía en qué emisora podía obtenerla a cualquier hora de la noche del jueves.

Trimble dio. George cogió sus cartas y vio dos modestas parejas, sietes y treses. Podía abrir, pero era un poco flojo para abrir al principio de la partida; sin duda algún otro mejoraría la mano. Si era así, podría quedarse y sacar otra carta.

—Paso —dijo.

Otros dos pasaron, y luego Harry Wainright, gerente de un pequeño almacén en South Laguna, inició las apuestas con una ficha roja. Dix y Trimble se quedaron y George hizo lo mismo. Los dos hombres que habían pasado entre George y Wainright volvieron a pasar. Así, quedaron solamente cuatro en la partida, y George sólo tenía que robar una carta para unir a sus dos parejas; si hacía un full probablemente ganaría.

Trimble volvió a coger la baraja y dijo:

—¿Cartas, George?

—Un momento —dijo George de repente.

Había vuelto la cabeza y estaba escuchando la radio. Ahora no emitía música, y de pronto se dio cuenta de que ésta había cesado hacía un minuto o dos. Alguien estaba hablando, con demasiada excitación para ser un anuncio; la voz parecía histérica. Además ya eran las ocho y cuarto, y el programa que había sintonizado, «La hora de las estrellas», sólo era interrumpido, a la media, para un breve anuncio.

¿Podría tratarse de un aviso de emergencia, una declaración de guerra, el aviso de un inminente ataque aéreo o algo parecido?

—Un momento, Bob —dijo a Trimble.

Dejó las cartas encima de la mesa y se levantó. Se acercó a la radio y elevó el volumen.

—... Pequeños hombres verdes, docenas de ellos, corriendo por toda la emisora. Dicen que son marcianos. Tenemos noticias de que están por todas partes. Pero no se alarmen; no pueden causar ningún daño. Son perfectamente inofensivos porque no se les puede coger. La mano, o cualquier cosa que se les tire, pasa a través de ellos, y ellos tampoco pueden tocarnos por la misma razón. De manera que no...

Continuó durante un largo rato. Los seis hombres prestaban atención. Finalmente, Gerry Dix dijo:

—¿Qué diablos te pasa, George? ¿Vas a interrumpir el juego para escuchar un programa de ciencia ficción?

George contestó:

—¿Crees que se trata de eso? Yo he sintonizado «La hora de las estrellas», un programa musical.

—Es verdad —dijo Walt Grainger—. Hace un momento tocaban un vals de Strauss. Creo que era Los bosques de Viena.

—Prueba en otra emisora, George —sugirió Trimble.

En aquel instante, antes de que George pudiera alcanzar el dial, la radio enmudeció de repente.

—¡Maldición! —tronó George, manipulando todos los botones—. Debe de haberse fundido una lámpara. Ni siquiera se oye un zumbido.

Wainright dijo:

—Quizá lo hicieron los marcianos. Volvamos a la partida, George antes de que se enfríen mis cartas. Están lo bastante calentitas para ganar esta mano.

George vaciló y luego miró hacia Walt Grainger. Los cinco hombres habían venido de Laguna en el coche e Grainger.

—Walt —dijo George—, ¿tienes radio en el coche?

—No.

George exclamó:

—¡Maldición! Y no tengo teléfono porque esa avara compañía no quiere tender la línea tan lejos de... En fin olvidémoslo.

—Si estás preocupado de verdad, George —dijo Walt—, podemos ir a la ciudad en un momento. Tú y yo solos, y dejamos a los otros que sigan jugando, o podemos ir los seis y volver en menos de una hora. No perderemos mucho tiempo, y podemos quedarnos hasta más tarde para recuperarlo.

—A menos que encontremos un cargamento de marcianos por el camino —dijo Gerry Dix.

—Tonterías —terció Wainright—. George, lo que pasa es que tu radio ya estaba a punto de estropearse; de lo contrario, ahora funcionaría.

—Yo opino igual —dijo Dix—. ¡Qué demonios!, si hay marcianos por los alrededores, que vengan aquí si es que quieren vernos. Ésta es nuestra noche de póquer, señores. Vamos a jugar.

George Séller suspiró.

—De acuerdo —dijo.

Volvió a sentarse a la mesa y recogió sus cartas, mirándolas para recordar el juego que tenía. Ah, sí, sietes y treses. Y le tocaba pedir.

—¿Cartas? —preguntó Trimble, cogiendo la baraja de nuevo.

—Una para mí —dijo George, descartándose.

Pero Trimble nunca llegó a darle la carta.

De repente, Walt Grainger exclamó con voz aterrorizada:

—¡Dios mío!

Todos se quedaron helados por un instante, luego le miraron y se volvieron rápidamente hacia donde él miraba.

Eran dos marcianos. Uno estaba sentado en la parte superior de la lámpara de pie; el otro, de pie encima de la radio.

George Séller fue el primero que se recobró de la sorpresa, probablemente por haber estado más dispuesto que los demás a aceptar las noticias que acababan de oír por la radio. De modo un tanto absurdo, dijo:

—Bu... buenas noches...

—Hola, Mack —dijo el marciano que estaba encima de la lámpara—. Oye, será mejor que tires esas cartas antes de coger otra.

—¿Eh?

—Haz lo que te digo, Mack. Tienes sietes y treses, y vas a tener un full porque la carta de arriba es un siete.

El otro marciano dijo:

—De veras, Mack. Y vas a perder la camisa con ese full, porque este tipo... —señaló a Harry Wainright, que había iniciado la apuesta —abrió con tres sotas, y la cuarta es la segunda carta de arriba. Tendrá póquer de sotas.

—Seguid jugando y lo veréis —dijo el primer marciano.

Harry Wainright se puso en pie y puso sus cartas sobre la mesa, boca arriba, las tres sotas entre ellas. Extendió la mano y cogió la baraja que sostenía Trimble, volviendo las dos primeras cartas. Eran un siete y una sota. Tal como habían dicho.

—¿Pensabas que te engañábamos, Mack? —preguntó el primer marciano...

—Maldito bicho...

Los músculos de los hombros de Wainright se tensaron bajo la camisa mientras se dirigía al marciano más próximo.

—¡No lo hagas! —dijo George Séller—. Harry, recuerda lo que dijo la radio. No puedes tirarlos por la ventana si no puedes agarrarlos.

—Así es, Mack —dijo el marciano—. Vas a parecer más burro de lo que eres.

El otro marciano dijo:

—¿Por qué no seguís jugando? Nosotros os ayudaremos.

Trimble se puso de pie.

—Tú ve por aquél, Harry —dijo, sombrío—. Yo voy a por éste. Si la radio tenía razón no podremos tirarlos por la ventana, pero no nos hará ningún daño intentarlo.

No les hizo ningún daño, en efecto; pero tampoco les sirvió de nada.

6

El número de víctimas humanas en todo el mundo durante aquellas primeras horas fue mucho más elevado entre el estamento militar.

En todas las instalaciones militares los centinelas usaron los rifles. Algunos dieron el alto y luego dispararon; pero la mayoría sólo dispararon y siguieron disparando hasta acabar las municiones. Los marcianos les hacían burla, impulsándolos a seguir.

Los soldados que no tenían armas a mano corrieron a buscarlas. Algunos utilizaron granadas. Los oficiales usaron sus pistolas. El resultado fue una terrible carnicería entre los soldados. Los marcianos parecieron divertirse mucho.

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