Y así fue. Se volvió hacia Wendt de nuevo.
—Has envejecido —dijo.
—Tú también.
—Uno para todos, ¿lo recuerdas?
—Sí.
—¿Qué fue de ello?
—Desapareció en el Zaire —dijo Wendt.
—No solo eso. Tú desapareciste con casi dos millones.
—¿Te sorprendió?
—Me cabreó.
—Lo comprendo. ¿Sigues casado con Linn?
—Sí.
—¿Sabe algo de todo esto?
—No.
Ambos se miraron. Bertil se volvió hacia el cementerio. La cálida brisa nocturna acariciaba las lápidas. Wendt mantuvo la mirada clavada en el rostro de Bertil.
—¿Tienes hijos? —preguntó.
—No. ¿Y tú?
De haberse hallado en un lugar menos sombrío Bertil habría visto las leves y rápidas contracciones en los párpados de Wendt, pero, tal como estaban las cosas, se las perdió.
—No, no tengo hijos.
Hubo un silencio. Bertil miró a sus asesores con el rabillo del ojo. Seguía sin tener claro lo que estaba pasando. ¿Qué pretendía Wendt?
—Entonces, ¿qué quieres? —dijo, y se volvió hacia Wendt.
—Dentro de tres días emitirás un comunicado en el que declararás que MWM abandonará con carácter inmediato toda extracción de coltán en el Congo. Además, compensaréis a las familias de todos los habitantes de la zona de Walikale que han muerto por culpa de la explotación.
Bertil lo contempló. Por un segundo le pasó por la cabeza que estaba tratando con un enfermo mental, pero no era así. Estaba enfermo, desde luego, pero no de la cabeza. De la cabeza estaba completamente loco, así de sencillo.
—¿Lo dices en serio?
—¿Suelo bromear?
No, Nils Wendt nunca bromeaba. Era una de las personas más secas que Bertil había conocido jamás, y aunque habían pasado muchos años desde que se vieran la última vez, su rostro y sus ojos indicaban que no se había vuelto más divertido con el tiempo.
Estaba muy serio.
—O sea, que si no hago lo que me pides la conversación acabará en manos de la policía. ¿Correcto? —Lo formuló en voz alta para entender el alcance de la amenaza.
—Sí —contestó Wendt—. Y creo que eres muy consciente de las consecuencias.
Bertil lo era. Tan tonto no era. Había analizado todas las consecuencias que podía acarrear la difusión de aquella conversación grabada cuando escuchó el primer fragmento en su móvil. Todas consecuencias catastróficas.
En todos los sentidos.
En todos los sentidos que naturalmente Wendt entendía.
—Suerte.
Wendt echó a andar.
—¡Nils!
Este se volvió ligeramente.
—Ahora en serio, ¿de qué va todo esto?
—Venganza.
—¿Venganza? ¿Por qué?
—Nordkoster —dijo Wendt, y siguió caminando.
Los gorilas, un poco alejados, parecieron reaccionar y miraron de reojo a Bertil, quien tenía la mirada clavada en el suelo, no muy lejos de la tumba de Palme.
—¿Nos necesita para algo más? —preguntó uno de ellos.
Bertil levantó la cabeza y vio la espalda de Wendt más allá, entre las lápidas.
—Sí.
Stilton estaba sentado en el tercer descansillo de las escaleras de piedra hablando con el Visón por el móvil.
—Dos letras. K y F. Con un círculo alrededor.
—¿Un tatuaje? —preguntó el Visón.
—Eso me pareció. También pueden haberlo escrito con un bolígrafo, no lo sé.
—¿Qué brazo?
—Parecía el derecho, pero era bastante confuso, así que no estoy seguro al cien por cien.
—De acuerdo.
—Por lo demás, ¿te has enterado de algo?
—Todavía no.
—Hasta luego.
Stilton colgó y reinició la marcha. Estaba subiendo las escaleras en dirección a Klevgränd por quinta vez esta noche. Había disminuido su tiempo de subida en varios minutos y sentía que los pulmones le acompañaban. Ya no jadeaba tanto y sudaba mucho menos.
Iba por el buen camino.
Linn Magnuson estaba estresada, atrapada en un embotellamiento de regreso a Stocksund. Dentro de menos de media hora debía estar en la tribuna de oradores de la Asociación de Municipios hablando de «La buena gerencia» ante un gran número de jefes intermedios. Por suerte sabía exactamente los puntos que debía tratar. Claridad, comunicación, manejo de relaciones. Tres ítems que conocía a fondo.
Manejo de relaciones, pensó, suerte que se trata del ámbito laboral y no del privado. Ahora mismo no se sentía como una gran experta en el campo. La relación de Bertil y ella se tambaleaba. No entendía muy bien por qué. El problema no estaba en ella, sino en él. Bertil había llegado a casa en plena noche, alrededor de las tres, o eso creía, y había salido directamente a la terraza a sentarse en la oscuridad. No era tan insólito, de por sí. A menudo tenía conferencias telefónicas a horas intempestivas y volvía tarde a casa. Lo insólito era que se hubiera sentado con un botellín de agua mineral. Eso nunca había ocurrido, que ella recordara. Sentarse en la terraza en medio de la noche con un vaso de agua. Jamás. Si se llevaba algo siempre era una copita de un licor ámbar: whisky, calvados, coñac. Nunca agua. Y en una relación tan estrecha como la suya eran esta clase de desviaciones, aparentemente inocentes, las que disparaban las sospechas.
Las especulaciones.
¿La empresa? ¿Otra mujer? ¿La vejiga? ¿Se había hecho un análisis en secreto y se había enterado de que tenía cáncer?
Algo no andaba bien.
Y hacía tiempo que no andaba bien.
Cuando quiso preguntárselo por la mañana, él ya se había ido. No solo se había ido, sino que ni siquiera se había acostado.
Logró salir del embotellamiento y aceleró al pasar por la universidad.
—¿Un trabajo escolar?
—Así es.
Olivia había organizado una reunión con Miriam Wixell bajo unas premisas harto falsas. Le había dicho que estudiaba en la Escuela Superior de Policía, algo que era cierto, y que le habían encargado escribir sobre las empresas de acompañamiento. «Un trabajo muy importante para aprobar el curso.» Olivia había adoptado un tono ingenuo. Se había hecho la cándida, casi la ignorante. Había encontrado el nombre de Wixell en un antiguo informe policial sobre Gold Card que le había facilitado uno de sus profesores. Wixell era la única a la que había encontrado.
—¿Qué es lo que quieres saber? —le había preguntado Wixell por teléfono.
—Bueno, más bien quería saber qué pensabas entonces. Solo tengo veintitrés años y no logro imaginarme cómo pensaba alguien como tú entonces. Por qué alguien se hace chica
escort
. ¿Qué fue lo que te atrajo?
Tras un poco más de palabrería vacua había conseguido que Wixell mordiera el anzuelo.
Ahora estaban sentadas en una terraza en Birger Jarlsgatan. El fuerte sol que pasaba entre los edificios obligó a Wixell a calarse unas gafas de sol oscuras. Olivia sacó una libreta de su bolso y la miró.
—¿Eres crítica gastronómica?
—Sí, soy
free lance
, trabajo sobre todo para revistas de viajes.
—Qué interesante. Pero ¿no engordas?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, supongo que tendrás que comer un montón si tienes que escribir sobre comida.
—No es tan grave. —Wixell sonrió un poco. Se había preparado para una entrevista y un almuerzo. Sus tiempos como chica
escort
habían sido una experiencia breve. Lo había dejado cuando le exigieron servicios que ella no estaba preparada para ofrecer.
—¿Como por ejemplo sexo? —preguntó Olivia con los ojos abiertos como una colegiala.
—Por ejemplo.
—Pero ¿erais muchas las chicas que trabajabais para Gold Card?
—Sí.
—Solo chicas suecas, ¿o qué?
—No lo recuerdo.
—¿Te acuerdas de alguna de ellas?
—¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, porque tal vez podría contactar con alguna más.
—No recuerdo quiénes eran las demás.
—De acuerdo.
Olivia se dio cuenta de que Wixell estaba alerta. Pero todavía no había llegado a dónde quería.
—¿Recuerdas si había alguna con el pelo azul? —preguntó.
—¡Pues sí! —Wixell se rio. El recuerdo de alguien con ese pelo le resultó divertido—. Era una chica rubia de Kärrtorp. Creo que se llamaba Ovette, se le ocurrió que eso era sexy. ¡El pelo azul!
—¿Y no lo era?
—Era feo.
—Ya. ¿Había alguna que pareciera latinoamericana?
—Sí, una. No recuerdo cómo se llamaba, era una chica bastante simpática.
—¿De tez oscura y pelo negro?
—Sí. ¿Por qué? ¿La conoces?
—Bueno, en el informe aparece alguien a quien describían así y pensé que tal vez había alguna chica que no fuera sueca. Y como en aquellos tiempos no había tantos inmigrantes, o eso creo, pensé que podría ser interesante hablar con ella.
—¿De veras? Pues los había.
De pronto Wixell pensó que no acababa de entender qué pretendía aquella muchacha. Así que le dio las gracias por el almuerzo, se levantó y se fue con cierta brusquedad. A Olivia todavía le quedaba una pregunta, pero no tuvo tiempo de plantearla: «¿Esa chica de pelo negro se veía con Jackie Berglund?»
Olivia también se levantó y se dirigió hacia Stureplan. Un viento cálido soplaba desde Nybroviken. Peatones ligeros de ropa acudían de todas las direcciones. Olivia siguió la corriente. En algún lugar, a la altura del restaurante East, se le ocurrió.
Se encontraba a apenas un par de manzanas.
De la tienda.
Udda Rätt.
Allí estaba.
La tienda de Jackie Berglund en Sibyllegatan. Olivia se quedó mirando el establecimiento un buen rato, desde la acera de enfrente. Las palabras de Eva Carlsén resonaron en su cabeza: No hurgues en la vida de Jackie Berglund.
No fisgonearé, se dijo. Solo haré una visita a su tienda y echaré un vistazo a sus cosas. Soy una persona anónima que entra en la tienda como cliente. Eso no puede ser peligroso, ¿verdad?
Y entró en la tienda.
Lo primero que le sorprendió fue su aroma a perfume pesado y semidulce. Lo segundo que llamó su atención fue la oferta de la tienda. Estaba muy alejada de sus posibilidades. Artículos que nunca querría tener en su casa y prendas de vestir que difícilmente le sentarían bien. Con etiquetas que indicaban precios bastante curiosos, le pareció. Se inclinó sobre un vestido. Cuando levantó la vista, Jackie Berglund estaba frente a ella. Bien maquillada, cabello oscuro, un poco más de media melena. Sus intensos ojos azules contemplaban a la joven clienta. De pronto Olivia recordó el aspecto que tenían esos ojos cuando Eva Carlsén le había preguntado por Red Velvet.
—¿Puedo ayudarte?
Olivia se puso rígida y de repente no supo qué contestar.
—No, gracias, solo estoy mirando.
—¿Estás interesada en interiorismo?
—No. —Respuesta poco hábil. Olivia se arrepintió al punto.
—A lo mejor te gustaría echar un vistazo a los vestidos que tenemos aquí, hay algunos nuevos y también de
vintage
—dijo Jackie.
—Vaya… sí… no, no creo que sea mi estilo.
Pero de eso tenía que haberme dado cuenta nada más entrar, pensó Olivia. Dio un par de vueltas más por la tienda. Sopesó unos pendientes, manoseó el auricular de un teléfono de los años treinta, y se dio cuenta de que había llegado el momento de irse.
—¡Muchas gracias!
Olivia abandonó la tienda.
Fue entonces cuando Jackie cayó en la cuenta. O eso creyó. Llamó a Carl Videung.
—Esa tal Olivia Rönning que te visitó y preguntó por mí, ¿qué aspecto tiene?
—Pelo oscuro.
—¿Un poco bizca?
—Sí.
Jackie colgó y marcó un nuevo número.
El Visón no era una persona madrugadora, más bien le gustaba la noche. La noche era el momento del día en que se sentía en su elemento. Entonces se movía en los círculos más cercanos y procuraba llevarse algo que luego vendía en otro lado. Podía tratarse de un soplo, de una bolsita con polvo blanco o simplemente de un perro: esa noche había rescatado a un viejo pastor alemán de una sobredosis en Kungsan y se lo había llevado a una auxiliar de enfermería en Bandhagen que casi se había desmayado. Sabía en lo que andaba metido su chico, pero creía que lo tenía controlado. No era así.
El pastor alemán se llamaba
Mona
.
Solo eso, pensó el Visón, y se preguntó si habría algo político detrás. Iba en el tren de cercanías de camino a Flempan para hablar con Acke en el centro de actividades extraescolares.
El Visón no era un genio de la estrategia.
Acke no estaba en el centro.
El Visón se informó entre los niños frente al edificio y constató muy pronto que nadie sabía dónde estaba Acke.
—¿Eres su padre?
—No; soy su mentor —mintió el Visón. ¿Mentor? Jo, pensó. Si bien no estaba completamente seguro del significado, sí sabía que era alguien que sabía un poco más que los demás, y él lo sabía casi todo. Así pues, mentor le pareció lo más adecuado.
De pronto, en el camino de vuelta a la estación divisó a Acke. O mejor dicho, vio a un niño solitario chutando una pelota contra una valla y, por las fotografías del móvil de su madre Vettan, supo que era Acke. Además había visto a Acke varias veces junto con Vettan, cuando era pequeño.
—¡Hola, Acke!
El pequeño se volvió. El Visón se le acercó sonriendo.
—¿Puedo darle a la pelota?
Acke le pasó la pelota a aquel hombre bajito de coleta. Esquivó rápidamente la pelota que el Visón lanzó de un disparo que fue en todas las direcciones, menos en la que quería.
—¡Perfecto!
El Visón sonrió. Acke buscó la pelota desaparecida con la mirada.
—¿Te gusta el fútbol? —preguntó el Visón.
—Sí.
—A mí también. ¿Sabes quién es Zlatan?
Acke lo miró con incredulidad. ¿Que quién era Zlatan? ¿Sería un retrasado mental?
—Sí, claro que sí. Juega en el Milan.
—Y antes jugó en España y Holanda, ¿sabes? Yo trabajé con Zlatan al principio de su carrera, como mentor, cuando jugaba en el Malmö FF. Fui yo quien lo arregló para que fuera a Europa.
—Vaya…
—Podría decirse que yo le abrí la autopista E4.
Acke tenía diez años y allí estaba un adulto hablándole de Zlatan. Él no acababa de entender lo que le decía.
—¿Conoces a Zlatan?
—Perfectamente. Si hay alguien a quien Zlatan llama cuando las cosas se ponen feas, ese soy yo. ¡Somos así! Por cierto, soy el Visón.