—Está bien. ¿Lo conoces?
—Sí. —Una mentira nimia, pensó Olivia. Y siguió mintiendo—: Ahora mismo me está echando una mano con un trabajo. ¿Dónde está la caravana de Vera?
El Visón necesitaba ayuda con el maltrecho Stilton. Gasas, esparadrapo y tiritas. Olivia podía arreglarlo. Así pues, le explicó dónde estaba la caravana y le pidió que se diera prisa.
Ella cogió su botiquín de primeros auxilios y salió corriendo hacia su coche. No sabía muy bien por qué. ¿Por compasión con el malherido Stilton?
Probablemente.
Pero sobre todo por impulso.
Stilton señaló en qué armario estaba. Vera lo utilizaba cuando se hacía alguna herida. El Visón sacó un tarro de vidrio con un contenido pardo parecido a la cera. En la etiqueta manuscrita ponía «Ungüento para heridas» y una pequeña descripción de los ingredientes.
—«Pomada de resina, grasa de oveja, cera virgen, extracto de alumbre…» —leyó.
—Limítate a untármelo.
Stilton estaba sentado medio desnudo en el banco con una toalla ensangrentada alrededor de la cabeza; al caer contra la pared de piedra se había abierto una brecha en la parte posterior. Señaló las demás heridas que tenía. Las externas, donde las hemorragias se habían detenido. El Visón echó un vistazo a la extraña mezcla del tarro.
—¿Crees en esta mierda?
—Vera creía en ella. Su abuela paterna le dio la receta antes de colgarse.
—Vaya por Dios. Hay que ver.
¿Ver qué?, pensó Stilton, el Visón empezó a aplicarle el ungüento.
Cuando Olivia se acercó a la caravana, espió con cautela por la ventana y vio una escena extravagante a la débil luz de una lámpara de cobre. Una pequeña y enclenque figura de nariz puntiaguda y coleta frente a un Stilton desnudo. El canijo estaba untando el pecho herido de Stilton con un ungüento pardo que sacaba de un viejo tarro de vidrio. Por un segundo consideró largarse, dar media vuelta, coger el coche y comprarse otro helado.
Llamó a la puerta.
Le abrió el Visón.
—¿Olivia?
—Sí.
Él volvió al interior de la caravana con el tarro en la mano y siguió untando el pecho de Stilton. Olivia subió los peldaños y entró. Dejó el botiquín sobre la mesa. Stilton la miró.
—Hola, Tom.
Stilton no contestó.
De camino al bosque de Ingenting habría podido refrenar su impulso. ¿Por qué quería ir a aquella caravana? Y sobre todo, ¿qué le parecería a Stilton? ¿Sabía que ella aparecería? Debió de suponerlo cuando ese tal Visón le dijo dónde estaba la caravana, ¿o no? ¿Acaso estaba demasiado aturdido para enterarse? ¿No era meterse donde no la llamaban eso de aparecer sin avisar? Al fin y al cabo, solo se habían visto en aquel cuartucho de la basura. Stilton había clavado la mirada en el suelo. ¿Estaría cabreado?
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿Te han…?
—Déjalo. —Stilton la cortó sin levantar la mirada.
Olivia no supo si debía irse. O sentarse. Se sentó. Stilton le lanzó una mirada fugaz y se reclinó en el asiento. Le dolía más de lo que parecía. Necesitaba echarse. El Visón lo cubrió con una manta.
—¿Tienes algún calmante? —preguntó.
—No. Sí, aquí.
Stilton señaló su mochila. El Visón la abrió y sacó un pequeño frasco.
—¿Qué es?
—Diazepam.
—Eso no es un calmante, es…
—Dos comprimidos y agua.
—De acuerdo.
Olivia echó un vistazo alrededor, vio una botella de plástico con agua y llenó un vaso sucio, el único. El Visón cogió el vaso y ayudó a Stilton a tragarse la medicina al tiempo que le susurraba algo a Olivia.
—El Diazepam es un tranquilizante, no un calmante.
Olivia asintió con la cabeza. Los dos miraron a Stilton. Había cerrado los ojos. Olivia se arrellanó un poco en el banco de enfrente. El Visón se sentó en el suelo con la espalda contra la puerta. Olivia lo miró con el rabillo del ojo.
—¿Vive aquí?
—Supongo.
—¿No lo sabe? ¿No lo conoce?
—Lo conozco, vive un poco aquí y otro allá, ahora mismo vive aquí.
—¿Fue usted quien lo encontró?
—Sí.
—¿Usted tampoco tiene casa?
—Sí, tengo. Vivo en Kärrtorp, en un estudio, en un edificio de propiedad cooperativa, supongo que ahora mismo debe de estar en unos cinco mil coronas.
—Vaya. ¿Es artista?
—Equilibrista.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que abarco muchos palos. Capital, derivados, esto y aquello, de vez en cuando arte, Picasso, Chagall, Dickens.
—Pero Dickens era escritor.
—Desde luego, pero también hizo sus pinitos con algunos grabados en sus años mozos, piezas importantes, bastante desconocidas, pero ¡buenas!
Llegados a este punto, Stilton entreabrió los ojos y miró al Visón.
—Tengo que mear —dijo este.
El Visón salió. Cuando cerró la puerta, Stilton abrió los ojos del todo. Olivia lo miró.
—¿Es amigo tuyo?
—Es un antiguo informante. Pronto te contará cómo resolvió el asesinato de Palme. ¿Por qué has venido?
Olivia no supo muy bien qué contestar. ¿El botiquín? No sería más que una excusa.
—No lo sé muy bien. ¿Quieres que me vaya?
Stilton no contestó.
—¿Eso quieres?
—Quiero estar tranquilo. No quiero saber nada del caso de la playa. Me llamaste para preguntarme si trabajé en el caso Jill. Pues sí, y descubrí alguna conexión con Jackie Berglund. Jill trabajaba para ella, en Red Velvet, y pensando en el asesinato y en el embarazo de Jill, retomé el caso de la playa. No me llevó a ningún lado. ¿Satisfecha?
Olivia lo miró. Sería mejor que se fuera. Pero antes quería contarle algo, y esa era tal vez la única ocasión que tendría para hacerlo.
—Estuve en Nordkoster hace unas semanas, en Hasslevikarna, y me encontré con un hombre de lo más extraño. En la playa. ¿Quieres que te lo cuente?
Stilton la miró fijamente.
Fuera, en medio de la oscuridad, el Visón se estaba tomando un vasodilatador. Él no era de esos. Hubo un tiempo en que había tenido un oleoducto privado, su nariz conectaba directamente con Colombia, pero cuando los médicos sustituyeron su tabique nasal por una placa metálica comprendió que había llegado el momento de reducir el consumo y se pasó a productos más suaves.
Miró de reojo hacia el ventanuco oval y vio que Olivia no paraba de hablar. Una chica guapa, pensó. ¿De dónde se conocerán?
La chica guapa le sirvió otro vaso de agua a Stilton. Había terminado su relato. Él no había abierto la boca. Ella le tendió el vaso al tiempo que echaba un nuevo vistazo a la caravana.
—¿Aquí vivía Vera Larsson?
—Sí.
—¿Fue aquí donde…?
—Déjalo.
Una vez más.
Entonces entró el Visón, con una sonrisa incongruente y significativa dirigida a Stilton, que estaba echado en el banco.
—¿Estás mejor?
—¿Y tú?
El Visón soltó una carcajada. Lo habían pillado, pero ¿y qué? ¿Acaso no había ayudado al ex poli en una situación de lo más comprometida?
—¡Estoy genial!
—Muy bien. Ya podéis iros —dijo Stilton.
Volvió a cerrar los ojos.
Juntos se alejaron de la caravana. Una Olivia pensativa al lado de un soplón flipado de baja estatura.
—Bueno, como te decía, toco muchos palos, se trata de diversificar tus…
—¿Hace tiempo que conoces a Stilton?
—Una eternidad. Él era poli antes y estuvimos años colaborando. Podría decirse que sin mí buena parte de sus cabelleras no habrían abandonado sus cráneos, ¿lo pillas? Al fin y al cabo, siempre se necesita a alguien que coloque el último tornillo en el ataúd, y allí estoy yo. Por cierto, yo resolví el asesinato de Palme.
—¿De veras?
Olivia apretó los dientes. Cada metro que la separaba de su coche era como un pantanal. Entonces cayó en la cuenta de que el Visón le iba a pedir que lo llevara. ¿Cómo demonios iba a conseguir zafarse? ¿En medio de Ingenting, o sea, en medio de la nada?
—Pues sí. Puse un nombre ganador sobre la mesa de ese tal Hans Holmér, pero ¿crees que me hizo caso? ¡Pues no! Pero si está clarísimo, le dije, ¡fue Lisbeth quien le disparó! A fin de cuentas, él la había engañado más de una vez y ella se cansó. Así que ¡pum! ¡Nadie lo vio! ¿No es así?
Llegaron al Mustang.
El punto crucial.
El Visón se quedó boquiabierto.
—¿Es tuyo?
—Sí.
—Pero ¡qué demonios! ¿Cómo…? Pero ¡si es un Thunderbird!
—Un Mustang.
—¡No puede ser! ¿Me llevas? Ya sabes, podemos pasar por Kärrtorp. Prepararé algo de comer y la cama está libre. ¡El Visón está muy bien dotado!
Olivia se encendió. Bajó la mirada hacia aquel hombre sonriente sin hombros que medía una cabeza menos que ella y dio un paso hacia él.
—Oye, disculpa, a ti no te tocaría ni con unas pinzas de tres metros de largo. Vamos, ni con una pistola en la sien. Eres una mierdecita patética. ¿Lo has entendido? Coge el metro.
Subió al coche y arrancó bruscamente.
En la gruta de Årsta la actividad era febril. La aparición de Stilton había asustado a los organizadores. ¿Había más gente al corriente de aquel montaje? La gruta se había vaciado rápidamente de espectadores. Ahora estaban sacando todas las lámparas y demás aparatos electrónicos. Desmontando las jaulas.
El lugar estaba acabado.
—¿Adónde lo trasladamos todo?
El chico que lo preguntó llevaba una cazadora negra con capucha y se llamaba Liam. Su compañero Isse, con una cazadora igual pero verde, pasaba por su lado cargado con una enorme caja metálica. En su antebrazo asomaba el tatuaje «KF».
—No lo sé, están discutiéndolo ahora mismo.
Isse señaló con la cabeza una de las paredes de roca donde cuatro hombres estaban conferenciando delante de un gran mapa. Liam se volvió y sacó su móvil. Quería ver cuántas visitas había recibido el nuevo vídeo en su sitio web.
El vídeo del sin techo desnudo.
Olivia seguía cabreada cuando entró en su edificio. «¡El Visón está bien dotado! ¡Vaya energúmeno!» Su mente seguía en aquel bosque cuando alargó la mano para encender la luz de la escalera y recibió un golpe en plena cara. Antes de gritar, alguien le tapó la boca con una mano, le rodeó la cintura con un brazo y la arrastró hasta el ascensor. Un ascensor muy viejo, para dos personas, con puerta de acordeón de hierro. La escalera estaba a oscuras. No vio nada. Pero sintió cómo un segundo desconocido se apretujaba dentro del estrecho cubículo. La mano seguía tapando su boca. La puerta se cerró y el ascensor empezó a subir. Olivia estaba aterrorizada. No entendía nada. Los cuerpos que se apretaban contra el suyo estaban tensos. Supuso que eran hombres. Aspiró un olor a sudor y mal aliento. Nadie podía moverse. Iban como sardinas en lata en medio de la oscuridad.
De pronto el ascensor se detuvo entre dos plantas.
Silencio. A Olivia se le encogió el estómago.
—Ahora voy a retirar la mano. Si gritas te estrangulo, ¿de acuerdo?
La voz bronca venía de su espalda. Olivia sintió su aliento en la nuca. La mano que le tapaba la boca sacudió su cabeza un par de veces adelante y atrás. Luego se apartó de su boca. Olivia respiró hondo.
—¿Por qué te interesa Jackie Berglund?
Ahora la voz provenía de un lado. Una voz más clara que la otra, masculina, a unos diez centímetros de su mejilla izquierda.
Jackie Berglund.
Ella había ordenado aquello.
Entonces la asaltó el verdadero pánico.
Si bien era una mujer civilizada, no era una Lisbeth Salander. Ni mucho menos. ¿Qué pensaban hacerle? ¿Debía gritar? ¿Para que la estrangularan?
—A Jackie no le gustan los fisgones —dijo la voz más clara.
—Vale.
—¿Verdad que no eres una fisgona?
—No.
—Muy bien.
Una mano ruda volvió a taparle la boca. Los dos hombres la emparedaron con firmeza. Olivia luchaba por respirar y las lágrimas corrían por sus mejillas. El aliento de los hombres se esparció por su rostro durante un buen rato. De pronto alguien accionó un botón del ascensor, en medio de la oscuridad, y bajaron a la planta baja. La puerta se abrió y los hombres salieron. Olivia cayó contra el tabique del cubículo y alcanzó a ver cómo sus agresores salían por el portal sin volver la vista atrás.
Se deslizó lentamente hasta el suelo del ascensor al tiempo que su estómago se encogía. Sus rodillas entrechocaron y de pronto empezó a gritar histéricamente, y todavía gritaba cuando se encendió la luz de la escalera y un vecino del primero bajó alarmado y la encontró allí.
El hombre la ayudó a subir la escalera. Olivia le contó que dos hombres la habían intentado asaltarla en el portal. No dijo por qué, y le dio las gracias al vecino. El hombre empezó a bajar al tiempo que Olivia se volvía hacia la puerta de su casa. Estaba entreabierta. ¿También se han metido en mi piso? ¡Malditos hijos de puta! Empujó la puerta y entró rápidamente, cerró con llave y se dejó caer en el suelo del vestíbulo. Sus manos temblaban cuando sacó el móvil. Su primer impulso fue llamar a la policía. Pero ¿qué podía decirles? No se le ocurrió nada sensato, así que marcó el número de Lenni. Saltó el contestador y Olivia colgó. ¿Debía llamar a su madre? Bajó el móvil y levantó la mirada. Los temblores empezaban a calmarse. El estómago se recuperaba. Desde el suelo del vestíbulo veía el salón y reparó en que había una ventana entreabierta. No lo estaba cuando había salido del apartamento. ¿O sí? Se levantó y de pronto se acordó de
Elvis
.
—
¡Elvis!
Se puso a registrar el apartamento. Ni rastro del gato. ¿La ventana? Vivía en una segunda planta y a veces
Elvis
salía al alféizar. Un día de primavera había conseguido saltar hasta el alféizar del vecino y luego hasta el patio. Cerró la ventana y bajó la escalera corriendo con una linterna en la mano.
Un pequeño patio interior, con árboles y bancos y muchas posibilidades para que un gato ágil saltara a los patios vecinos.
—
¡Elvis!
Ni rastro.
Bertil Magnuson estaba echado en el sofá de su despacho, despierto, con un purito encendido en la mano. Había ido allí después del Teatergrillen, inquieto y nervioso, para llamar a Linn. Por fortuna, había saltado el contestador. Se había apresurado a explicarle que tenía una conferencia nocturna con Sídney alrededor de las tres de la mañana y que tal vez se quedaría a dormir en la oficina. Lo hacía de vez en cuando. Más abajo, en el mismo pasillo, había un dormitorio bastante confortable. Bertil no pensaba utilizarlo, ni siquiera pensaba dormir. Solo quería estar solo. Hacía unas horas había tomado una decisión, motivada por una parte de la conversación en el cementerio la noche anterior: