Sacó un encendedor e inhaló un poco.
A lo mejor pronto le llegaría el turno a él.
Pensó en el dinero. Si todo iba bien recibiría algo de dinero, se lo habían prometido. Si no iba bien, no recibiría nada. Quería el dinero. Sabía cómo estaban las cosas en casa. Nunca había dinero, solo para lo más indispensable. Nunca para nada más, para algo que su madre y él pudieran hacer juntos, como varios de sus amigos hacían con sus padres. El parque de atracciones de Gröna Lund o algo así. Nunca había dinero para eso.
Eso decía mamá.
Acke le quería entregar el dinero. Ya había pensado qué explicación le daría. Se inventaría un boleto «rasca» con cien coronas de premio.
Era lo que recibiría si todo iba bien esa noche.
Se las daría a su madre.
Unos destellos de luz alcanzaron sus ojos.
Las dos figuras se agazaparon detrás de una furgoneta.
Eran poco más de las doce del mediodía en un barrio residencial de Bromma. Un padre pasaba por la acera de enfrente empujando un cochecito. Llevaba los auriculares del móvil en los oídos y la conversación versaba sobre un trabajo. Estar de baja paternal es una cosa, dejar el trabajo de lado es otra bien distinta. Por suerte, hoy en día se pueden combinar. Así pues, más centrada en el trabajo y algo menos en el niño, la pareja pasó y desapareció. Las figuras se miraron.
La calle volvía a estar desierta.
Se escurrieron entre los arbustos del seto trasero de la casa. El jardín estaba repleto de manzanos y grandes arbustos de lilas que ocultaban su intrusión razonablemente. En silencio y con eficiencia forzaron la puerta de la cocina y entraron.
Media hora más tarde se detuvo un taxi frente a una pequeña casa de Bromma. Bajó Eva Carlsén. Miró su casa y se recordó a sí misma que tenía que cambiar la cubierta de teja. Y los canalones. Ahora esa tarea le correspondía a ella. Antes le había correspondido a su marido Anders. Después del divorcio era ella quien tenía que encargarse de todo eso. De todo lo práctico.
Mantener la casa y cuidar el jardín.
Y todo lo demás.
Entró por la verja. De pronto la rabia atravesó su cerebro como una cuchilla de afeitar. Con rapidez y eficacia volvió a abrir la herida. ¡Abandonada! ¡Rechazada! ¡Dejada! La ira brotó con tanta furia que se vio obligada a detenerse. Se tambaleó ligeramente. ¡Demonios!, pensó. Odiaba no tener autocontrol. Era una persona de mente lógica y odiaba todo aquello que era incapaz de controlar. Respiró hondo para tranquilizarse. Él no lo vale, pensó. No lo vale, no lo vale. Como un mantra.
Retomó el camino hacia la casa.
Dos pares de ojos la siguieron, desde la verja hasta la puerta principal. Cuando desapareció del campo visual se alejaron de la cortina.
Eva abrió su bolso para sacar la llave. De pronto vio que algo se movía en la casa vecina. Sería Monika, seguramente estaría espiándola. A Monika siempre le había gustado Anders. Muchísimo. Solía reírse de sus bromas por encima de la cerca y sus ojos siempre estaban brillantes. Apenas se había molestado por ocultar su regocijo cuando recibió la noticia del divorcio.
Eva metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Ahora se daría una ducha. Dejaría que el agua se llevara todo lo destructivo para centrarse en lo que realmente importaba: su serie de artículos. Avanzó unos pasos por el vestíbulo y se volvió hacia el perchero para colgar su fina cazadora.
De pronto fue derribada.
Por detrás.
La reunión de ventas estaba a punto de finalizar y todos querían salir a la ciudad a vender. Olivia tuvo que echarse a un lado en la puerta para dejar salir una marabunta de los sin techo, portando montones de revistas y parloteando sin parar. Detrás apareció Muriel dando pasitos. Se había metido una dosis para desayunar y se sentía fenomenal. No tenía revistas. Ella no era vendedora. Para poder vender
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se exigían ciertos requisitos. Entre otras cosas, disfrutar de la cobertura social que la sociedad ofrece. O tener contactos en los servicios sociales, en los de psiquiatría o en el sistema penitenciario. Muriel no tenía nada de esto. Simplemente estaba contenta cuando no estaba hundida. En el ínterin, buscaba droga. Ahora salió la última, permitiendo que Olivia finalmente pudiera entrar. Se dirigió a la recepción y preguntó por Jelle.
—¿Jelle? No, no sé dónde está, no ha participado en la reunión de hoy. —El joven recepcionista miró a Olivia.
—¿Sabes si vive en algún sitio? —preguntó ella.
—No; es un sin techo.
—Pero ¿suele aparecer por aquí?
—Sí, para recoger las revistas.
—¿Tiene móvil?
—Creo que sí, a no ser que sea de plástico.
—¿Tienes su número?
—No puedo dárselo a nadie.
—¿Por qué no?
—Porque no sé si él quiere que lo haga.
Olivia lo entendió. Tienes derecho a cierta integridad por mucho que seas un sin techo. Dejó su propio número de móvil y le pidió al chico que se lo diera a Stilton si aparecía.
—Puedes preguntar en la tienda de móviles de Hornstull.
Fue Bo Fast quien lo dijo. Estaba sentado en una esquina desde donde había escuchado la conversación. Olivia se volvió hacia él.
—Es medio amigo de la gente que trabaja allí —dijo.
—¿De veras? Gracias.
—¿Has visto alguna vez a Jelle?
—Una vez.
—Es un poco especial…
—¿En qué sentido? —preguntó ella.
—Especial.
Muy bien, pensó Olivia, es especial. ¿Con respecto a qué? ¿A otros sin techo? ¿O lo especial es su pasado? ¿A qué se refería aquel hombre? Hubiera querido preguntarle más cosas, pero no consideró a Bo Fast una fuente de información fiable. Tendría que esperar a que la fuente misma diera señales de vida, si es que alguna vez lo hacía.
Lo dudaba.
Los de la ambulancia colocaron una mascarilla de oxígeno sobre la boca de Eva Carlsén y la subieron rápidamente al vehículo por la puerta trasera. La parte posterior de su cabeza sangraba profusamente. De no haber sido porque la vecina Monika, al ver la puerta abierta a pleno día, había sentido curiosidad, es posible que hubiera acabado muy mal. La ambulancia desapareció con la sirena encendida al tiempo que un policía sacaba su libreta y su bolígrafo y se volvía hacia Monika.
No, no había visto a ningún extraño en la zona, ningún coche que le llamara la atención, y no, tampoco había oído nada fuera de lo normal.
Los policías encontraron algo de mayor utilidad en el interior de la casa. Al parecer había sido registrada. Había cajones y roperos vaciados, cómodas volcadas y vajilla rota.
Pura devastación.
—¿Un robo? —le dijo un agente al otro.
Stilton necesitaba más revistas. Había vendido las que comprara el día antes, incluido el ejemplar que Olivia Rönning se había llevado. Pidió diez más en el mostrador.
—¡Jelle!
—¿Sí?
Era el chico de la recepción quien lo llamaba.
—Ha venido una chica preguntando por ti.
—¿Ah, sí?
—Ha dejado un número de móvil…
Le dio un papel y Stilton vio que debajo del número ponía «Olivia Rönning». Se acercó a la mesa y tomó asiento. A sus espaldas, en la pared, colgaba un gran número de fotografías enmarcadas de los sin techo muertos en los últimos años. Moría más o menos uno al mes, y había tres nuevos.
Acababan de colgar la foto de Vera.
Stilton frotó el papel entre los dedos. Maldita sea. No le gustaba que la gente lo persiguiera. Que no le dejaran en paz, que intentaran meterse en su vacío. Sobre todo si era gente fuera del círculo de los sin techo. Como Olivia Rönning.
Volvió a mirar el papel. Tenía dos opciones: llamarla y acabar con el asunto de una vez por todas, contestar a sus malditas preguntas y desaparecer, o pasar de llamarla. Entonces se arriesgaba a que ella averiguara lo de la caravana de Vera y se presentara allí de improviso. Y no quería que eso ocurriera.
La llamó.
—Aquí Olivia.
—Soy Jelle. Tom Stilton. Llámame.
Stilton colgó. No pensaba malgastar su tarjeta de móvil en Rönning. Cinco segundos más tarde sonó su teléfono.
—¡Hola! Soy Olivia. ¡Qué bien que hayas dado señales de vida!
—Tengo prisa.
—De acuerdo, pero escucha, yo… ¿Podríamos vernos? ¿Solo un momento? Podría acercarme…
—¿Qué clase de preguntas tienes?
—Son… ¿Quieres que las haga ahora?
Stilton no contestó y Olivia tuvo que improvisar. Por suerte tenía su libreta a mano y empezó a preguntar. Rápidamente, tenía que aprovechar el momento, no sabía cuándo volvería a hablar con él. Si es que alguna vez volvía a hacerlo.
—¿La mujer estaba anestesiada cuando la ahogaron? ¿Dónde estaba el resto de su ropa, la encontrasteis? ¿Hicisteis pruebas de ADN del feto? ¿Estáis seguros de que solo había tres personas en la playa, además de la víctima? ¿Qué os llevó a afirmar que se trataba de una mujer de origen latinoamericano?
Olivia aún tuvo tiempo de hacer un par de preguntas más cuando de pronto Stilton colgó. En mitad de una frase.
Olivia estaba sentada en el coche con la capota bajada, un móvil silenciado en la mano y un punzante insulto en la punta de la lengua.
—¡Maldito cabrón!
—¿Quién? ¿Yo? —Un peatón pasaba por delante del coche, y creyó que el vituperio iba dirigido a él—. ¡Estás en medio de un paso de cebra, joder!
Así era. Había frenado en medio de un paso de peatones cuando Stilton la llamó y allí seguía, mirando cómo el maldito peatón le enseñaba un dedo que conocía de sobra antes de seguir su camino.
—¡Que tengas un buen día! —le gritó Olivia, y arrancó bruscamente.
Cabreadísima.
¿Quién demonios se creía Stilton que era? ¡Un maldito sin techo que la trataba como a una mierda! ¿Y creía que se saldría con la suya?
Realizó un giro de ciento ochenta grados absolutamente ilegal y se alejó del lugar.
La tienda se llamaba «Mobil Telefon» y estaba en Lågnholmsgatan, frente a la estación de metro de Hornstull. Un escaparate desordenado con algunos móviles expuestos, algunos despertadores y diversos trastos electrónicos. Olivia subió unos escalones de piedra hasta la puerta y entró. Una cortina gris y roñosa estaba enrollada sobre la entrada. El local tenía unos cuarenta metros cuadrados, con las paredes cubiertas de vitrinas con móviles. Cientos de móviles, de toda las marcas y colores y todos de segunda mano. En algunos estantes detrás del mostrador había unas bolsas amarillas y azules llenas de móviles. También de segunda mano. Y un poco más adentro había una pequeña trastienda donde arreglaban móviles aún más viejos. No era precisamente Media Markt.
—Hola, estoy buscando a Tom Stilton. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo? —le preguntó al hombre que estaba frente a una vitrina. Intentaba aparentar ligereza. Una joven amable, tranquila, en busca de un amigo.
—¿Stilton? No sé quién es…
—Jelle, pues. Se hace llamar Jelle.
—¿O sea que Jelle? ¿Y se apellida Stilton?
—Ajá.
—Vaya, vaya, ¿no es el nombre de un queso apestoso?
—Pues sí.
—¿Se llama como un queso apestoso?
—Pues parece que sí. ¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
—¿Ahora mismo?
—Sí.
—No. Pasa por aquí de vez en cuando, cuando le birlan el móvil, ya sabes, se roban entre ellos como urracas, pero de eso hace ya unos días.
—¿Ah, sí?
—Pero puedes preguntárselo a Wejle, está vendiendo revistas allí, frente al metro, a lo mejor sabe dónde está Jelle.
—¿Y qué aspecto tiene Wejle?
—No tiene pérdida.
El propietario de la tienda tenía razón: era imposible equivocarse. Frente a la boca del metro. Además de vender
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haciendo uso de una voz sumamente molesta, tenía un aspecto que lo distinguía de la gente que salía del metro: un sombrero flexible con plumas de pájaros de especies protegidas, un mostacho bastante parecido a las cejas de Åke Gustafsson, y unos ojos oscuros, intensos y genuinamente amables.
—¿Jelle? Mi estimado compañero. A Jelle no lo sientas en ningún lugar, lo dejas.
Olivia lo interpretó como que Jelle era inestable.
—Pero ¿dónde se mete últimamente?
—Es un secreto.
—¿Perdón?
—Jelle se escurre por las noches. Imposible saber adónde. Puedes estar sentado en un banco en Jakan tomando cervezas y platicando sobre la vida de los visones y de pronto él desaparece. Como un cazador de focas, se mimetiza con las rocas.
Olivia pensó que probablemente Wejle tenía muchas cualidades como vendedor, pero tal vez no tantas como informador. Compró un ejemplar de una revista que ya tenía y se dirigió hacia su coche.
Entonces él la llamó.
Stilton había elegido. Su reacción ante la tal Olivia había sido grosera e insolente, pero eso le preocupaba menos. La delicadeza no era una virtud en su ambiente. Pero temía que ella se hubiera cabreado y fuera a reaccionar de igual manera que él, persiguiéndolo con mayor ahínco. Así pues, quería cerrar el tema. Esta vez de verdad.
Pero no en la caravana.
En un lugar que la hiciera comprender que él pertenecía a un mundo y ella a otro. Y esos mundos solo se encontraban en una única ocasión.
Ahora.
Olivia tardó un rato en encontrarlo. Vivía muy cerca, casi a la vuelta de la esquina y, por lo tanto, la dirección no era el problema. Bondegatan, 25 A. Pero tenía que localizar los contenedores de la basura. Al otro lado de rejas y puertas codificadas. Stilton le había dado las combinaciones numéricas necesarias, pero aun así le llevó su tiempo. Sobre todo cuando en medio de un pasillo de cemento se encontró con un hombre en pantalones cortos, tirantes anchos y un collar cervical que no había lavado nunca. Además, tenía unos extraños ojos enrojecidos y vidriosos y parecía medio ebrio.
—¿Adónde crees que vas? ¿A la biblioteca? —dijo el hombre.
—¿La biblioteca?
—Hoy ha hecho la colada, ahora no vengas a molestarla, ¡o acabarás en la secadora!
—Estoy buscando los contenedores de basura.
—¿Piensas hospedarte allí?
—No.
—Muy bien. He echado matarratas alrededor.
—¿Hay ratas en los contenedores?
—Castores, dirían algunos, bestias de hasta medio metro, no es el entorno más adecuado para una joven como tú.
—¿Dónde están?
—Allí.
El cuello cervical señaló pasillo abajo y Olivia se escurrió por su lado. En dirección a las ratas.