—Un poco extraño —dijo Mette.
—¿Que la manera de proceder sea similar? —preguntó Lisa.
—Sí. En cualquier caso, las autoridades locales dictaminaron accidente, aunque nosotros sospechamos que fue asesinato. Simultáneamente desapareció Wendt en Kinshasa y hubo quien barruntó que tal vez estaba involucrado en el asesinato.
—¿Del periodista?
—Sí. Nyström estaba escribiendo un artículo sobre la empresa de Wendt, MWM. Pero nunca llegó a esclarecerse.
El móvil de Lisa Hedqvist sonó. Ella contestó, hizo anotaciones y colgó.
—Los submarinistas encontraron un móvil en el fondo del lago, más o menos donde estaba el coche —dijo—. A lo mejor se escurrió por la puerta o la ventanilla del conductor.
—¿Funciona? —preguntó Mette.
—Todavía no, está de camino al departamento técnico.
—Muy bien.
Mette se volvió hacia Bosse Thyrén.
—Podrías intentar encontrar a la antigua pareja de Wendt; vivía con una mujer cuando desapareció.
—¿En los años ochenta?
—Sí. Creo que se llamaba Hansson, lo confirmaré.
Thyrén asintió con la cabeza y se fue. Un colega de mayor edad se acercó a Mette.
—Hemos echado un vistazo a los hoteles de Estocolmo. Ningún Nils Wendt registrado.
—De acuerdo. Ponte en contacto con la empresa de tarjetas de crédito y averigua si tienen algo. Y con la compañía aérea.
Abandonaron la sala. Todos tenían una misión que cumplir. Mette se quedó sola.
Empezó a pensar en el móvil.
Olivia luchaba por no derrumbarse.
Primero lavó las fuentes de comida del gato y las metió en un armario de la cocina. Luego sacó la arena. Después recogió todas las pelotitas y bolitas con que
Elvis
jugaba. Lo metió todo en una bolsa de plástico sin saber muy bien si debía tirarla. Todavía no, pensó, todavía no. Dejó la bolsa en el alféizar de la ventana y miró fuera.
Se quedó así un buen rato, en silencio.
El miedo crecía en su pecho. Tenía acidez estomacal y le costaba respirar. A cada nueva pregunta la presión crecía. ¿Estaba vivo cuando encendí el coche? ¿Lo maté yo? ¿Maté a
Elvis
? Preguntas que la torturarían durante mucho tiempo. Lo sabía.
También sabía, en su fuero interno, de quién era la culpa. No suya, desde luego. No era ella quien había metido a
Elvis
debajo del capó, sino unos cabrones enviados por Jackie Berglund.
¡Odiaba a esa mujer!
Pero no le sirvió de nada dirigir su odio y desesperación contra una persona en concreto. ¡Contra una vieja puta de lujo!
Abandonó la ventana, se envolvió en un edredón, cogió una taza de té caliente, fue al dormitorio y se recostó contra el cabezal de la cama. Sobre la colcha había extendido todas las fotografías de
Elvis
que había encontrado. Había unas cuantas. Las tocó. Una detrás de otra, y sintió que la conmoción empezaba a ceder un poco. De pronto le surgió un pensamiento:
¿Qué matarían la próxima vez si seguía adelante?
¿A ella?
Había llegado el momento de desistir.
Ya había tenido bastante. Todo tiene su límite, y en su caso ese límite era
Elvis
.
Se incorporó en la cama y dejó la taza sobre la mesilla. Lo mejor sería coger el toro por los cuernos, pensó. Esa llamada extremadamente dura que tenía que hacer. Será mejor que la haga antes de derrumbarme, se dijo.
La llamada a su madre.
—¿Qué dices?
—Sí, ya lo sé, es una mierda —dijo Olivia.
—Pero ¿cómo se te ocurre dejar una ventana abierta?
—No lo sé, fue un despiste. Pero otras veces se ha escapado y no…
—Pero siempre lo encontrabas en el patio, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y ya has mirado bien?
—Sí.
—¿Lo has denunciado a la policía?
—Sí.
—Muy bien. Pero qué mala suerte, cariño. ¡Seguro que vuelve pronto! ¡Los gatos saben arreglárselas solos varios días seguidos!
Olivia se derrumbó en cuanto hubo colgado. No fue capaz de mantener el tipo por más tiempo. Había conseguido presentarle a su madre la única versión razonable que se le había ocurrido: que
Elvis
había desaparecido. Le resultaba imposible contarle la verdad, pues habría dado lugar a miles de preguntas concentradas, todas ellas, en una sola: «¿Lo mataste tú?»
No quería que le hicieran esa pregunta. Y menos su madre. No lo soportaría. Así pues, tuvo que soltarle una mentira piadosa, y ahora las dos tendrían que vivir con ella.
Elvis
había desaparecido para siempre y ella lloraría secretamente su desaparición.
Se acurrucó entre las fotos del gato sobre la cama y lloró su pérdida.
«ENCONTRADO MUERTO UN EMPRESARIO ANTES DESAPARECIDO.»
La noticia del asesinato de Nils Wendt provocó cierto revuelo en los medios. En tiempos de la desaparición de Wendt, su socio en la compañía Magnuson Wendt Mining era Bertil Magnuson. Se había especulado sobre la posibilidad de que la desaparición respondiera a un conflicto entre los accionistas mayoritarios. Incluso sobre que Magnuson podía estar involucrado en la desaparición de Wendt. Sin embargo, no se había esclarecido nada.
Tal vez ahora sí se esclarecería.
Naturalmente, surgieron nuevas especulaciones. Acerca del asesinato, si tal vez podía estar vinculado con la actual MWM. Y dónde podía haber estado Nils Wendt los últimos años. Al fin y al cabo, llevaba desaparecido desde 1987.
Y de pronto lo habían encontrado muerto.
En Estocolmo.
Bertil Magnuson estaba sentado en un sillón de mimbre en una de las secciones de relax de los baños de Sture. Acababa de pasar veinte minutos en el baño de vapor y se sentía cómodo y relajado. Sobre la mesita de cristal que tenía a su lado había diarios. Todos dedicaban un espacio al asesinato de Nils Wendt. Bertil leyó atentamente los diversos artículos en busca de algún dato sobre el paradero de Wendt antes de que apareciera muerto en Estocolmo. Pero no encontró nada. Ni siquiera especulaciones. Las actividades de Wendt desde 1987 seguían sin conocerse. Nadie sabía dónde había estado.
Bertil pasó las manos por el albornoz. Al lado tenía un vaso de agua mineral fría, empañado. Se había quedado pensativo. Acababa de librarse de un espinoso problema de tres días y en su lugar tenía uno con fecha límite el 1 de julio. Una pequeña prórroga. Pero aun así. El tiempo corre cuando el gatillo está tenso.
De pronto entró Erik Grandén, envuelto en un albornoz igual que el suyo.
—Hola, Bertil. Me han dicho que te encontraría aquí.
—¿Vas a tomar una sauna?
Grandén paseó la mirada por la estancia y constató que estaban solos. No obstante, bajó su voz bien modulada.
—He leído lo de Nils.
—Ya.
—¿Asesinado?
—Por lo visto.
Grandén se dejó caer en una butaca de mimbre al lado de Bertil. Incluso sentado era casi una cabeza más alto que su amigo. Miró a Bertil desde arriba.
—Pero ¿no te parece tremendamente, cómo lo diría, desagradable?
—¿Para quién?
—¿Para quién? ¿Qué quieres decir?
—No creo que lo hayas echado demasiado de menos.
—No. Pero en su día fuimos amigos, uno para todos.
—De eso hace mucho tiempo, Erik.
—Ciertamente, pero aun así. ¿No te afecta?
—Sí. —Pero no de la manera que tú crees, pensó Bertil.
—¿Y por qué de pronto apareció aquí? ¿En Estocolmo?
—Ni idea.
—¿Puede tener algo que ver con nosotros? ¿Con la compañía?
—¿Por qué iba a tenerlo?
—No lo sé, pero en mi situación actual sería terriblemente inoportuno que alguien hurgara en el pasado.
—¿Tu época en el consejo de administración?
—Mi conexión con MWM. Aunque sea irreprochable, es fácil que el caso pueda salpicarme.
—No creo que llegue a salpicarte, Erik.
—Lo celebro.
Grandén se levantó, se quitó el albornoz y dejó al descubierto un esbelto cuerpo que en blancura no tenía nada que envidiarle a la tela del albornoz. En la región lumbar tenía un tatuaje azul y amarillo muy pequeño.
—¿Qué es eso? —preguntó Bertil.
—Un periquito.
Jussi
. Se fue volando cuando tenía siete años. Me voy a dar un poco de vapor.
Y se fue al baño de vapor. Cuando la puerta se cerró detrás de él, sonó el teléfono de Bertil.
Mette Olsäter.
Stilton se había resistido durante mucho tiempo. Pero, tras otra noche de fuertes dolores internos, al final se había rendido. Se había arrastrado hasta la clínica de Pelarbacken, una institución social gestionada por Ersta Diakoni que ofrecía servicios de salud a los sin techo.
Allí constataron un poco de todo. Aunque nada tan grave como para ingresarle en un hospital. No les gustaba ocupar camas si no era absolutamente necesario.
Los órganos internos habían superado el percance. Examinaron las heridas externas. El joven médico que con un largo instrumento hurgaba en la extraña costra parda que cubría las heridas se asombró.
—¿Qué es esto?
—Una pomada para las heridas.
—¿Una pomada?
—Sí.
—¿De veras? Qué extraño.
—¿Por qué?
—No, por nada, solo que los bordes de las heridas se han curado sorprendentemente rápido.
—¿De veras? —¿Qué se había creído ese matasanos? ¿Que solo los médicos saben de medicamentos?
—¿Se puede comprar en algún sitio?
—No.
Le aplicaron un nuevo vendaje en la cabeza. Abandonó el edificio con una receta que no pensaba aprovechar. Una vez en la calle, las imágenes volvieron a su cabeza. Niños atosigados y ensangrentados luchando en jaulas. Imágenes repugnantes. Las apartó y pensó en el Visón. La verdad es que aquel pequeño multiartista le había salvado la vida. Más o menos. De haberse quedado tirado en el suelo el resto de la noche en aquel lugar de Årsta podía haber acabado realmente mal. El Visón lo llevó a casa, le untó la pomada milagrosa y lo tapó con una manta.
Espero que Olivia lo haya llevado a casa en coche, pensó Stilton.
—¿Lo llevaste en coche a casa?
—¿A quién?
—Al Visón. Ayer por la noche.
Olivia había llamado cuando Stilton estaba en el centro de la ONG Stadsmissionen en Fleminggatana. Intentaba encontrar algo que ponerse. Su ropa vieja estaba perdida de sangre seca.
—Pues no —dijo Olivia.
—¿Por qué no?
—¿Cómo se encuentra?
—¿Por qué no lo acompañaste?
—Quiso ir a pie.
Tonterías, pensó Stilton. Probablemente chocaron nada más salir por la puerta de la caravana. Sabía cómo podía ser el Visón, y por lo poco que conocía a Rönning era imposible que le gustara.
—¿Qué querías? —preguntó Stilton—. Creía que ya estábamos en paz.
—¿Recuerda que te hablé en la caravana de mi visita a Nordkoster, de un hombre que apareció allí, primero en la playa y luego en mi cabaña?
—Sí. ¿Y?
Olivia le contó lo que había visto en un sitio web de noticias hacía apenas diez minutos. Algo que realmente la había soliviantado. Cuando hubo terminado, Stilton dijo:
—Eso tendrás que contárselo a quien esté a cargo de la investigación.
Quien estaba a cargo de la investigación del asesinato estaba sentada frente al antiguo socio del asesinado Nils Wendt en el vestíbulo de Sveavägen, dos pisos más arriba. Magnuson le había concedido diez minutos, antes de salir corriendo para una importante reunión, o eso dijo. Mette Olsäter fue directa al grano.
—¿Estaban en contacto últimamente, usted y Wendt?
—No. ¿Deberíamos?
—Por lo visto se hallaba en Estocolmo y en el pasado fueron socios de una compañía. Magnuson Wendt Mining.
—No hemos estado en contacto. Estoy sumamente conmocionado, como podrá entender. En todos estos años habíamos creído que él… Bueno…
—¿…?
—Nos han pasado muchas posibilidades por la cabeza. Que se había quitado la vida, que se había metido en problemas, que había topado con algún atracador asesino, que sencillamente había desaparecido…
—Ya.
—¿Sabe por qué apareció de pronto?
—No. ¿Y usted?
—No.
Mette lo contempló. Un secretario asomó la cabeza por la puerta e hizo un leve gesto a Magnuson. Este se disculpó y dijo que, en la medida que se lo permitieran sus obligaciones, ayudaría en todo lo posible.
—Es que, como usted bien ha dicho, tuvimos un pasado común.
Telefoneando a la comisaría, Olivia consiguió enterarse de quién dirigía la investigación del caso Nils Wendt. Pidió el número de Mette Olsäter pero se lo negaron. Había ciertos teléfonos que no facilitaban. En cambio, la policía disponía de un servicio de datos que podía consultar si quería.
Olivia no estaba interesada en ningún servicio de datos. Volvió a llamar a Stilton.
—No logro dar con la persona que dirige la investigación.
—¿Quién es?
—Mette Olsäter.
—Ajá.
—Entonces, ¿qué hago?
Stilton lo pensó unos segundos. Sabía que Olivia quería contar con algo que Mette Olsäter necesitara saber. Cuanto antes.
—¿Dónde estás ahora? —dijo.
—En casa.
—Recógeme en Kammakargatan, cuarenta y seis, dentro de dos horas.
—No tengo coche.
—¿Cómo es eso?
—Está… Le pasa algo al motor.
—De acuerdo, entonces reúnete conmigo en los autobuses de Värmdö, cerca de Slussen.
Había empezado a anochecer cuando bajaron del autobús 448 y enfilaron una zona residencial de bellas casas antiguas. En la parada de autobús ponía Fösabacken. Un barrio absolutamente desconocido para Olivia.
—Por aquí.
Stilton señaló con su cabeza vendada. Tomaron un pequeño sendero verde que daba a la bocana de Estocolmo. De pronto Stilton se detuvo al llegar a un ligustro.
—Es aquí.
Señaló un enorme caserón amarillo y verde al otro lado de la calle. Olivia miró la casa.
—¿Vive aquí?
—Sí, por lo que tengo entendido, sí.
Olivia no cabía en sí de asombro, víctima de su concepto estereotipado de cómo y dónde debía vivir un alto cargo de la Brigada Criminal. En cualquier sitio, menos en una casa como aquella. Un caserón. Stilton la miró.
—¿No vas?
—¿No me acompañas?
—No. —Stilton no pensaba acompañarla. La joven tendría que apañárselas sola—. Te espero aquí. —No pensaba explicarle por qué.