Stilton estaba sentado en la cafetería de la estación de Linköping. Era un local en el que se sentía bastante cómodo. Café sencillo, nada de miradas. Llegabas, te tomabas tu café y te ibas. Estaba pensando en Marianne. Y en sí mismo. ¿Qué esperaba? Hacía seis años que no se veían. En su caso, seis años de continua caída libre en todos los sentidos. Y ella tenía el mismo aspecto de seis años atrás. Al menos en la penumbra del barrio de casas adosadas. Para unos cuantos la vida sigue adelante, pensó, para algunos se frena y para otros se detiene por completo. En su caso, había empezado a moverse de nuevo. Lentamente, a sacudidas, pero más hacia delante que hacia abajo.
Solo eso.
Ojalá Marianne cuidara lo que tenía, lo que era. Lo valía. En sus momentos más lúcidos le mortificaba pensar en lo mucho que debió de torturarla su comportamiento en los últimos tiempos que compartieron. Su creciente problema psíquico. Cómo sus sacudidas emocionales fueron minando poco a poco lo que habían creado juntos y finalmente lo habían estropeado todo.
Y, además, sus momentos lúcidos tampoco eran ya tan lúcidos.
Se levantó. Tenía que moverse. La presión en el pecho se ramificaba hacia los brazos y se había dejado los Diazepam en la autocaravana. Entonces sonó su móvil.
—Hola, Tom, soy Marianne. —Hablaba en voz muy baja.
—¿Cómo has conseguido mi número?
—Encontré a Olivia Rönning en la guía Eniro y le envié un SMS para pedirle tu número. ¿Corre prisa lo del pasador?
—Sí.
—Pásate por aquí y déjamelo.
—De acuerdo. ¿Por qué has cambiado de opinión?
Marianne colgó.
Olivia se sorprendió un poco al recibir el SMS de Marianne Boglund, ya que no mantenían ningún tipo de contacto. ¿O sí? ¿A lo mejor, a pesar de todo, había logrado despertar el interés de Stilton? ¿Por el pasador? Tal vez un poco, en la autocaravana, lo suficiente para que él le pidiera que lo acompañara. Dios mío, pensó. Él había estado obsesionado con aquel caso durante años. Claro que había despertado su interés. Pero ¿tanto como para que se pusiera en contacto con su ex mujer? Olivia se acordó de su encuentro con Marianne Boglund en la escuela. Lo fría y distante que se había mostrado Boglund cuando ella le preguntó por Stilton. De cómo casi la había rechazado. Y ahora ella le pedía su número. A saber por qué se divorciaron, pensó. ¿También tenía que ver con el caso de la playa?
Probablemente fue su obstinación lo que la llevó a subirse al autobús en dirección al cabo de Kummelnäs de Värmdö. En dirección al caserón de los Olsäter. Tenía la sensación de que allí podría encontrar muchas respuestas. Además, sentía algo más indefinido, relacionado con la casa en sí, con su atmósfera, el ambiente que se respiraba. Algo que casi echaba de menos.
Sin saber por qué.
Mårten Olsäter estaba en el sótano musical. Su gruta. Su escondite. Amaba a su gran e incontinente familia y a todos sus amigos y no amigos que invadían asiduamente la casa en busca de comida y fiesta. Y casi siempre era él quien tenía que manejar los hilos. Los hilos de la cocina. Le encantaba.
Pero de vez en cuando necesitaba escaparse de todo eso.
Por eso había construido su gruta allí abajo, hacía muchos años, y había advertido a todos los habitantes de la superficie que ahí abajo mandaba él. Que era su espacio privado. Más tarde se había tomado la molestia de ahondar y les había explicado, a hijos y nietos, uno por uno, a qué se refería cuando decía privado.
Un espacio suyo y solo suyo.
Allí no entraba nadie que no hubiera sido invitado previamente.
Y en vista de todo lo que Mårten significaba para su familia, sus deseos encontraron eco entre sus miembros.
Una pequeña gruta en el sótano.
Allí podía recuperar el pasado y sumirse en la nostalgia y el sentimentalismo, zambullirse en el dolor por todo lo que exigía dolor. Su dolor privado. Por todo y todos los que habían sacado provecho de su desesperación a lo largo de la vida. Y había muchos.
Cuando te jubilas, son muchos.
Él conservaba este dolor.
Y luego, de vez en cuando, se permitía una copita a escondidas de Mette —últimamente menos— para entrar en contacto con lo que Abbas buscaba en el sufismo. Pero a la vuelta de la esquina.
Nunca fallaba.
En noches especialmente buenas llegaba a cantar duetos consigo mismo. En esas ocasiones
Kerouac
se metía en su grieta.
Cuando de pronto se encontró ante la gran puerta y llamó, Olivia seguía sin saber realmente por qué estaba allí.
Simplemente estaba.
—¡Hola! —saludó Mårten.
Abrió la puerta vestido con lo que una chica de la generación de Olivia difícilmente reconocería como ropa hippy. Un poco de naranja, un poco de rojo y un poco de cualquier cosa colgando holgadamente alrededor del cuerpo generoso de Mårten. Sostenía un plato que Mette había moldeado en el torno.
—Hola. Yo… ¿Está Mette?
—No. ¿No te sirvo yo? ¡Pasa!
Mårten se encaminó al interior de la casa y Olivia lo siguió. Esta vez nadie había sido desterrado a la planta de arriba. La casa bullía de hijos y nietos. Una de las hijas, Janis, vivía en una pequeña casa en la misma parcela, con su marido y su hijo, y consideraba la casa de sus padres como propia. Otros dos hijos más, o nietos, supuso Olivia, correteaban vestidos con disfraces y disparando sus pistolas de agua. Mårten le hizo un gesto desde el vano de una puerta. Cerró la puerta detrás de ella.
—Un poco movido —dijo sonriendo.
—¿Siempre es así?
—¿Movido?
—Quiero decir, ¿siempre hay tanta gente?
—Siempre. Tenemos cinco hijos y nueve nietos. Además de Ellen.
—¿Quién es?
—Mi madre. Tiene noventa y dos años y vive en las buhardillas. Acabo de prepararle unos tortellinis. ¡Ven!
Mårten la llevó por unas escaleras sinuosas, hasta las buhardillas.
—Hemos adaptado una habitación para ella aquí arriba.
Abrió la puerta de una pequeña, luminosa y preciosa habitación, decorada con refinamiento. Muy distinta del ambiente que se respiraba unas plantas más abajo. Una cama blanca de hierro, una mesita y una mecedora. En la mecedora estaba sentada una anciana de pelo blanco como la nieve, entre las manos una labor de punto que serpenteaba varios metros por el suelo.
Ellen.
Olivia miró la larga y estrecha labor de punto.
—Cree que está tejiendo un poema —susurró Mårten—. Cada punto del revés y del derecho es una estrofa. —Y se volvió hacia su madre—. Esta es Olivia.
La anciana levantó la mirada de la labor y sonrió apenas.
—Muy bien —dijo.
Mårten se acercó y le acarició suavemente la mejilla.
—Mamá está un poco senil —le susurró a Olivia.
Ellen siguió haciendo punto. Mårten dejó el plato a su lado.
—Voy a pedirle a Janis que suba para ayudarte, mamá.
Ellen asintió con la cabeza. Mårten se volvió hacia Olivia.
—¿Un poco de vino?
Acabaron en una de las muchas habitaciones de la planta baja cuya puerta maciza aislaba de casi todo el alboroto de los niños.
Y bebieron vino.
Olivia no solía tomar vino. Solo cuando la invitaban, como en casa de Maria. Casi siempre se limitaba a la cerveza. Así pues, después de un par de copas de algo que Mårten calificó de «tinto digno de elogio», Olivia se puso más locuaz de lo normal. No sabía si era el ambiente o el vino, o simplemente Mårten, pero de pronto sus revelaciones se tornaron muy íntimas. De una manera que no se permitía cuando estaba con su madre, habló de sí misma. De su padre Arne, de cómo lo había abandonado, sin siquiera estar presente cuando murió. De sus remordimientos por eso.
—Mamá cree que quiero ser policía para calmar mi mala conciencia —dijo.
—No me parece.
Mårten llevaba un buen rato escuchándola en silencio. Era muy buen oyente. Los muchos años con personas trastornadas habían entrenado sus oídos para asimilar asuntos emocionales y habían aguzado su capacidad de empatía.
—¿Por qué no?
—Pocas veces hacemos algo para satisfacer un complejo de culpabilidad, aunque acostumbramos creer que sí. O le echamos la culpa, porque no sabemos realmente por qué tomamos las elecciones que tomamos.
—Y, entonces, ¿por qué quiero ser policía?
—Tal vez porque tu padre lo era, pero no porque estabas ausente cuando murió. Esa es la diferencia. Por un lado están la herencia y el ambiente, y por otro, la culpa. Yo no creo en la culpa.
En realidad, yo tampoco, pensó Olivia. Solo mamá lo hace.
—¿Has estado pensando en Tom? —Mårten cambió de tema, suponiendo que le haría bien a Olivia.
—¿Por qué lo preguntas?
—¿No has venido por eso?
Olivia pensó si Mårten no sería una especie de médium. Si había acabado en manos de un dotado paranormal. Como fuese, había dado en el clavo.
—Sí —admitió—, he estado pensando en él, mucho, y hay cosas que no me cuadran.
—¿Cómo acabó durmiendo en la calle?
—Sin hogar.
—Semántica —dijo Mårten con una sonrisa.
—Pero, a ver, era comisario de la Brigada Criminal, por lo que tengo entendido era muy bueno, y debía de gozar de una red social bastante buena también, sobre todo teniéndoos a vosotros, pero aun así acabó de esta manera. Sin hogar, aunque no era drogadicto ni nada parecido.
—¿Qué es ese «nada parecido»?
—No lo sé, pero dista un océano entre lo que era y lo que es.
—Sí y no. Yo creo que, en parte, sigue siendo el que era en ciertos aspectos, en otros no.
—¿Fue por el divorcio?
—Contribuyó, pero por entonces ya había empezado a derrapar.
Mårten bebió un sorbo de vino. Consideró por un segundo hasta dónde debía llegar en esa conversación. No pensaba entregar a Tom de una manera malévola, y tampoco de manera que Olivia pudiera malinterpretarlo.
Así pues, optó por el camino del medio.
—Tom llegó a un punto en que se dejó llevar, perdió el control. En el campo de la psicología se lo conoce como «dar el salto». O sea, se encontraba en una situación en la que no quería quedarse.
—¿Dónde?
—En lo que podríamos llamar la normalidad.
—¿Por qué no quería?
—Por varias razones. Su problema psíquico, el divorcio y…
—¿Tiene un problema psíquico?
—Sufría psicosis. No sé si la ha superado hoy en día. Cuando vinisteis el otro día, hacía casi cuatro años que no nos veíamos.
—¿Por qué sufrió psicosis?
—Las psicosis se pueden desencadenar por muchas razones. Hay personas más propensas que otras, a veces basta con un largo período sometido a estrés si la persona es vulnerable. Agotamiento, o que de pronto suceda algo que la provoque.
—¿Ocurrió algo en la vida de Tom?
—Sí.
—¿Qué?
—Eso tendrá que contártelo él, si le apetece.
—De acuerdo, pero ¿vosotros qué hicisteis? ¿No podíais haber hecho algo?
—Hicimos lo que pudimos, o eso nos pareció. Hablamos con él muchas veces, cuando todavía era posible. Le ofrecimos vivir aquí cuando lo echaron de su piso, pero entonces se desfasó, no aparecía cuando lo habíamos acordado, era imposible dar con él, y al final desapareció. Sabíamos que era una persona a la que es imposible hacerle cambiar de opinión una vez ha tomado una decisión, así que lo soltamos.
—¿Lo soltasteis?
—No puedes retener a una persona que ya no está.
—Pero ¿no te parece horrible?
—Fue terrible, sobre todo para Mette. Sufrió durante años, y supongo que sigue sufriendo. Pero después de su visita se han suavizado algunas cosas, vuelve a estar en contacto con él. Fue muy… fuerte. Tanto para ella como para mí.
Rellenó las copas, bebió de la suya y sonrió un poco. Olivia supo adónde quería llegar, aunque todavía no lo hubiera sacado a colación.
—¿Cómo está
Kerouac
? —preguntó.
—¡Muy bien! Bueno, bien, está lo de las patas, pero me temo que no hay manera de conseguir un andador para una araña, ¿o tú que crees?
—Que no.
—¿Tienes mascota en casa?
Aquí era adonde Olivia quería llegar. Con alguien a quien se lo podía contar. Alguien que estaba lo suficientemente lejos y, sin embargo, en ese momento más cerca que cualquier otra persona.
—Tenía un gato, pero lo maté con el coche —dijo Olivia para soltarlo de una vez por todas.
—¿Lo atropellaste?
—No.
Y entonces Olivia se lo contó de la forma más clara que pudo: desde que vio la ventana abierta, pasando por el momento en que le dio al contacto, hasta cuando levantó el capó.
Luego lloró.
Mårten dejó que se desahogara. Entendió que se trataba de una pena que ella debía llevarse a su propia gruta y sumergirse en ella de vez en cuando. Una pena que nunca desaparecería. Acababa de ponerle palabras y eso formaba parte de la curación. Le acarició el pelo negro y le ofreció una servilleta de tela. Olivia se secó los ojos.
—Gracias.
Entonces se abrió la puerta.
—¡Hola, hola!
Jolene entró en la habitación y le dio un fuerte abrazo a Olivia por encima de la mesa. Era la primera vez que se veían y Olivia se sorprendió un poco. Mette entró detrás de ella. Mårten se apresuró a llenarle una copa.
—¡Quiero dibujarte! —dijo Jolene a Olivia.
—¿A mí?
—¡Solo a ti!
Jolene ya había sacado un bloc de un estante y se había puesto de rodillas frente a Olivia. Una Olivia que se apresuró a pasarse la servilleta por los ojos de nuevo e intentó parecer natural.
Entonces la llamó Stilton al móvil.
—Marianne piensa participar —dijo.
—¿Hará una prueba de ADN?
—Sí.
—¡Aparta eso! —pidió Jolene, y señaló el móvil.
Mårten se inclinó y le susurró algo a la niña, que se hizo un ovillo sobre el bloc de dibujo. Olivia se levantó y se apartó un poco.
—¿Cuándo piensa hacerlo?
—Está trabajando en ello ahora mismo —dijo Stilton.
—Pero ¿cómo ha…? ¿Has ido a verla? ¿A Linköping?
—Sí.
El pecho de Olivia se llenó de sentimientos cálidos.
—Gracias.
Fue todo lo que logró decir al tiempo que Stilton colgaba. Olivia se volvió y vio que Mette la miraba.
—¿Era Tom?
—Sí. —Y, algo excitada, se apresuró a contarles lo del pasador y la inminente comparación de ADN y lo que esta podría suponer para la investigación del caso.