Marea viva (37 page)

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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Marea viva
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Para su sorpresa, Mette no se mostró demasiado interesada.

—Pero ¡si es muy importante! —dijo Olivia.

—Para él.

—¿Para Tom?

—Sí. Y menos mal que se dedica a alguna cosa.

—Pero ¿no es interesante para ti?

—Ahora mismo, no.

—¿Por qué?

—Estoy volcada en resolver lo de Nils Wendt. Acaba de suceder, aquello pasó hace casi veinticuatro años. Esa es una razón. La segunda es que ese caso es de Tom. —Alzó su copa de vino—. Y lo seguirá siendo.

De vuelta a casa, el comentario no dejó de resonar en la cabeza de Olivia. ¿Quería decir que Stilton debería volver a hacerse cargo de su antiguo caso? Si ni siquiera era policía. ¡Si era un sin techo! ¿Cómo iba a encargarse de ningún caso? ¿Con su ayuda? ¿Era eso lo que había querido decir Mette? «Sin ti nunca habría venido.» En el vestíbulo, la primera vez. Y entonces se acordó, convenientemente, de cómo Stilton, en casa de ese tal Abbas, sin siquiera inmutarse, se había apropiado de sus hipótesis sobre la conexión de Wendt con la víctima de la playa. ¿Estaba Stilton volviéndose a meter en su antiguo caso con la ayuda de Olivia?

A pesar de que tenía la cabeza llena de pensamientos y preguntas, estaba en alerta cuando se acercó al portal. Probablemente no volvería a abrirlo sin estar en tensión.

Y más aún después de la charla con Stilton.

Y del análisis de ADN.

Que la había vuelto a llevar directamente a Jackie Berglund.

A la que odiaba.

18

Existe un significativo número de volcanes latentes en Costa Rica y algunos activos, como el Arenal. Cuando está activo resulta un fenómeno natural espectacular. Sobre todo de noche, cuando el magma se cuela por los surcos y envuelve la montaña como los brazos candentes de un pulpo. Y el humo dramáticamente negruzco que lo envuelve y asciende hacia el cielo. Si se es testigo de tal erupción desde la ventanilla de un avión, puede decirse que casi se ha amortizado el coste del viaje.

Abbas el Fassi no tenía ningún interés en los volcanes. En cambio, tenía miedo a los aviones.

Mucho miedo.

No sabía por qué. Seguramente no había ninguna explicación racional, pero cada vez que flotaba a diez mil metros del suelo, solo protegido por un fino caparazón de chapa, rozaba el pánico. Se sentía al límite, pero podía dominarlo. Estaba obligado a ello, mas como no era buen amigo de los medicamentos ni de los anestésicos que contenían alcohol, suponía un suplicio para él.

Cada vez.

Tan solo el oscuro color de su piel impidió que pareciera un cadáver recién exhumado cuando salió del vestíbulo de llegadas en San José con los ojos desorbitados, y se encontró con un joven con un cigarrillo en una mano y un letrero que rezaba ABASEL FAS en la otra.

—Soy yo —dijo Abbas.

El joven solo hablaba español. Fueron hasta un pequeño coche amarillo verdoso que estaba aparcado frente al aeropuerto. Una vez allí, hundido en el asiento del conductor, el joven se volvió hacia Abbas.

—Manuel García, sargento de policía. Vamos a Mal País.

—Luego. Primero pasaremos por la calle Treinta y cuatro de San José. ¿Sabe dónde cae?

—Sí, pero me ordenaron que nos dirigiéramos directamente a…

—Pues yo cambio la orden.

García miró a Abbas, que le sostuvo la mirada. Su cuerpo cargaba con un horrible viaje en avión, desde Estocolmo vía Londres y Miami hasta San José. El margen de paciencia era muy estrecho. García lo comprendió.

—Calle Treinta y cuatro.

García se detuvo frente a una casa ruinosa de un barrio, tal como había intentado explicarle a Abbas, no demasiado hospitalario.

—Seré rápido —dijo Abbas.

Entró por la puerta destartalada.

García encendió otro cigarrillo.

Abbas levantó con cuidado la tapa de la cajita, que contenía dos cuchillos estrechos y negros. Hechos para la ocasión por su proveedor de Marsella. Un joven flaco y pálido que acudía cuando Abbas lo llamaba y le proporcionaba aquello que Abbas no podía transportar a través de los controles de seguridad de los aeropuertos internacionales. Así pues, el joven tenía que fabricarlos en el lugar. Fuera cual fuera este lugar.

Esta vez, la calle 34 de San José, Costa Rica.

Hacía mucho tiempo que se conocían.

Por eso aquel joven pálido no rechistó cuando Abbas le pidió un par de herramientas especiales a confeccionar en América Central. Con la ayuda de un pequeño microscopio, ultimó los filos de los cuchillos.

Todo por el equilibrio.

Del que podía depender la vida o la muerte.

—Gracias.

Cogieron el ferry de Puntaneras a la península de Nicoya y luego se dirigieron en coche a Mal País. La conversación fue bastante escueta. Abbas le sonsacó a García las instrucciones que había recibido a través de la policía sueca, es decir, Mette. Llevar y asistir en todo al «representante» sueco. En un momento dado, García le preguntó cuál era el motivo de su visita.

—Un sueco en busca y captura.

El coche amarillo verdoso levantaba una espesa polvareda. Las carreteras que bordeaban el océano estaban resecas.

—¡Mal País! —dijo García.

Se acercaban a una zona prácticamente igual a cualquiera de las demás zonas que habían atravesado. Casitas a lo largo de una estrecha carretera a un tiro de piedra del mar. No había ningún centro, ni siquiera un cruce de caminos, solo la carretera polvorienta que atravesaba la población. El coche se detuvo y Abbas bajó.

—Espere en el coche —dijo.

Abbas dio una vuelta. Con una pequeña carpeta de plástico en la mano en la que guardaba dos fotos. Una de la víctima de Nordkoster y otra de Dan Nilsson.

Alias Nils Wendt.

Su paseo por Mal País fue un visto y no visto. Todo recto y luego media vuelta. Ningún bar. Un par de restaurantes montaña arriba, cerrados, algunos hoteles menores y una playa. Cuando hubo paseado arriba y abajo unas cuantas veces sin encontrarse con nadie, decidió acercarse a la playa. Allí se encontró con un par de niños que jugaban a los varanos, reptaban por la arena y proferían ruiditos extraños. Abbas sabía que los niños pequeños tienen las orejas muy largas y los ojos muy grandes cuando quieren, al menos él era así de pequeño. Le había ayudado a sobrevivir en los barrios bajos de Marsella. Se puso en cuclillas al lado de los chavales y les mostró la foto de Dan Nilsson.

—¡El Gran Sueco! —dijo uno de ellos sin vacilar.

—¿Sabéis dónde vive?

—Sí.

El sol se acostó pronto en el océano y envolvió a Mal País en una cansina oscuridad. De no haber ido acompañado por los niños no habría descubierto la sencilla cabaña de madera entre los árboles.

—Allí.

Abbas miró hacia la bonita cabaña.

—¿El Gran Sueco vive ahí?

—Sí, pero no está.

—Lo sé. Se ha ido a Suecia.

—¿Quién eres?

—Su primo. Quiere que recoja unas cosas que se dejó.

Manuel García había seguido a Abbas y los niños con el coche. Se apeó y se acercó a ellos.

—¿Esa es su casa?

—Sí. Ven.

Abbas les dio a los niños cien colones a cada uno y las gracias por su ayuda. Los niños se quedaron.

—Ya os podéis ir.

Los niños se quedaron. Abbas les dio cien colones más. Entonces le dieron las gracias y salieron corriendo. Abbas y García atravesaron la verja hasta llegar a la casa. Abbas supuso que estaría cerrada con llave. Así era. Miró a García.

—Me he dejado el mapa en el coche —dijo.

García sonrió. ¿Lo quería así? Ningún problema. García volvió al coche y esperó un rato. Volvió cuando vio que se encendía una lámpara en la casa. Abbas le abrió la puerta principal desde dentro. Él había entrado tras romper un pequeño cristal en la parte trasera de la casa y abrir la ventana. La rapidez con que caía la noche le ofrecía la protección necesaria para ese tipo de intrusiones. Además, los animales habían empezado a dejarse oír. Con toda clase de sonidos. Pájaros, monos y primates desconocidos para Abbas. El árido silencio de hacía unas horas se había transformado en la húmeda cacofonía saturada de un bosque tropical.

—¿Qué está buscando? —preguntó García.

—Documentos.

García encendió un cigarrillo y tomó asiento en una butaca.

Y encendió otro cigarrillo.

Y otro.

Abbas era un hombre meticuloso. Revisó la casa centímetro a centímetro. Ni siquiera se le escapó la pequeña baldosa debajo de la cama de matrimonio que escondía una pistola. La dejó allí.

Las pistolas no eran herramientas para su trabajo.

Cuando García se hubo acabado el paquete de cigarrillos y Abbas iba por la tercera vuelta en la cocina, se levantó de la butaca.

—Voy a comprar pitillos. ¿Quiere algo?

—No.

García subió al coche y se fue. Dejó atrás Mal País envuelto en una polvareda, de camino a un bar de Santa Teresa. Cuando el polvo se hubo posado, una oscura furgoneta apareció por uno de los senderos que conducían al mar. El vehículo se detuvo entre los árboles. Tres hombres se apearon.

Hombres fornidos.

Del tipo que los traficantes de drogas de Estocolmo hubieran anhelado. Al amparo de la noche avanzaron hacia el jardín del Gran Sueco. Escudriñaron la casa iluminada. Uno sacó un móvil e hizo un par de fotografías del hombre que se movía por el interior de la casa. Los otros dos se dirigieron a la parte trasera.

Abbas se sentó en una silla de bambú del salón. No había encontrado nada de valor. Nada que pudiera ayudar a Mette. Ningún documento, ninguna carta. Ninguna conexión con el asesinato de Nils Wendt en Estocolmo. Y ningún vínculo con la víctima de Nordkoster, como Stilton había esperado. La casa estaba limpia, salvo por aquella pistola bajo el suelo. Abbas se reclinó en el sillón y cerró los ojos. El largo viaje en avión se estaba cobrando su tributo. Mentalmente, se sumó en su mantra, su manera de recuperar las fuerzas internas para poder centrarse. Por eso no percibió los pasos que se colaron a través de la puerta de atrás, silenciosos, la puerta que él mismo había utilizado. Un segundo después sí lo hizo. Se levantó de la silla como una ágil sombra y se metió en el dormitorio. Los pasos se acercaban. ¿García? ¿Ya? Oyó cómo los pasos entraban en la estancia que acababa de abandonar. ¿Dos? Eso parecía. Luego se hizo el silencio. ¿Sabían que estaba allí? Probablemente. Las luces estaban encendidas. Debieron de verlo desde fuera. Abbas se apretó contra la pared de madera. Podía tratarse de unos vecinos. Podía ser alguien que había visto las luces encendidas y la puerta de atrás abierta. Alguien que se preguntaba qué estaría haciendo él en la casa del sueco. También podía ser alguien ajeno a lo anterior. Alguien con fines muy distintos. ¿Por qué no oía nada? Abbas reflexionó. Los intrusos sabían que él estaba allí, y en la casa no había muchos sitios donde esconderse. La pequeña cocina se veía desde la sala. Vieron que no estaba allí. Así pues, debían de saber que estaba donde estaba. Aquí. Respiraba procurando hacer el menor ruido posible. ¿Por qué no entraban? ¿Debía esperarlos? Silencio. Finalmente tomó una decisión y salió al vano de la puerta. Se encontró con dos hombres brutalmente esculpidos con unas pistolas igualmente brutales que lo encañonaban. Tranquilos.

—¿A quién buscáis? —preguntó Abbas.

Los hombres se miraron: habla español. El arma del hombre de la derecha señaló la silla que Abbas acababa de dejar.

—Siéntate.

Abbas contempló las armas, se acercó a la silla y se sentó. Probablemente eran costarricenses, pensó. Costarricenses malvados. ¿Atracadores?

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Estás en la casa equivocada —dijo el hombre de la izquierda.

—¿Es vuestra?

—¿Qué haces aquí?

—Hago la limpieza.

—Una respuesta estúpida. Vuélvelo a intentar.

—Estoy buscando un varano que se ha perdido.

Los hombres se miraron. Un listillo. Uno de ellos sacó una soga fina.

—Levántate.

Un movimiento que Abbas tenía absolutamente incorporado. Levantarse de una silla, con el cuerpo ligeramente hacia delante, doblado, y en ese mismo movimiento actuar. Ninguno de los hombres detectó el movimiento, pero uno de ellos sintió cómo la fina hoja le atravesaba la laringe y salía por su carótida. El otro recibió un fino chorro de sangre caliente en el ojo. Dio un paso involuntario a un lado y recibió una cuchillada en el hombro. Su pistola cayó al suelo.

Abbas la recogió.

—¡Juan!

El hombre con el cuchillo hundido en el hombro gritaba hacia la puerta. Abbas miró con el rabillo del ojo.

El tercero, que se había quedado fuera, oyó el grito. Se dirigía a la verja cuando el faro de García lo alcanzó. Saltó a la acequia que había al lado de la verja. El coche amarillo verdoso se detuvo frente a la casa y García salió con un cigarrillo entre los labios. Ojalá este sueco chalado haya terminado ya, pensó.

Así era.

Cuando García entró los dos hombres estaban echados en el suelo. Los reconoció enseguida, de las órdenes de búsqueda y captura y por el sinfín de veces que habían pasado por las dependencias de la policía costarricense. Dos hombres muy buscados. Uno de ellos estaba tendido en medio de un charco de sangre en el suelo, probablemente muerto. El otro estaba sentado contra una pared y se sujetaba el hombro derecho, que sangraba profusamente. El extraño sueco estaba apoyado en la pared contraria, limpiando un par de cuchillos largos y estrechos.

—Robo con violencia —dijo el sueco—. Voy a pasarme por Santa Teresa.

Abbas sabía de la existencia del tercer hombre. Y que se movía sigiloso en la oscuridad detrás de él, o eso suponía. También sabía que le esperaba un largo paseo por la carretera oscura y desierta, hasta Santa Teresa. Daba por supuesto que el tercero sabía lo que les había pasado al primero y al segundo. Sobre todo desde que García había salido fuera y, con su móvil, había dado la alarma a toda la policía de la península de Nicoya a viva voz.

—¡Mal País!

No cabía duda de que el tercer hombre lo había oído.

Abbas iba concentrado mientras avanzaba por la carretera, dándole la espalda al tercero. Metro a metro, a lo largo del sinuoso y oscuro camino, hacia las lejanas luces de Santa Teresa. Corría el riesgo de recibir una bala por la espalda. Contra eso de nada le servirían sus cuchillos. Entonces pensó que aquellos tres hombres debían de tener una misión. No eran simples ladrones. ¿Por qué iban tres ladrones a entrar en una casa que ya desde la verja no prometía nada valioso? Había casas mucho más interesantes en la ladera, más escondidas entre el bosque tropical, más ostentosas.

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