El hombre señaló el reproductor.
—Se llevó una grabadora a escondidas y consiguió que Bertil Magnuson reconociera que había encargado un asesinato.
—Por lo visto.
Grandén no mencionó la segunda llamada que había recibido de Bertil Magnuson, al día siguiente. En la que le contó que Wendt había desaparecido y que faltaban casi dos millones de dólares en una cuenta para «gastos sin especificar». Una cuenta que Grandén sabía que era invisible para los auditores y que se utilizaba para contratar los servicios de personas inescrupulosas cuando surgía algún problema.
Algo en lo que obviamente se había convertido Jan Nyström.
—¿De dónde habéis sacado esta grabación? —preguntó.
—De Mette Olsäter, de la Brigada Criminal. Al parecer, le hablaron de tu tuit airado de esta mañana y consideró que debíamos poder escuchar esto y hablar contigo antes de que los medios lo airearan.
Grandén asintió con la cabeza. Paseó la mirada por los reunidos, lentamente, ninguna mirada se cruzó con la suya. Finalmente se levantó y miró alrededor.
—¿Soy una carga?
Ya conocía la respuesta.
Ya podía olvidarse de un alto cargo en la cúpula europea, mancillado como estaba por su relación con Bertil Magnuson. Tanto en el ámbito privado como en el oficial. Además, ocupaba un puesto de dirección en MWM en los tiempos en que se había encargado el asesinato.
Abandonó Rosenbad a paso ligero y se dirigió a Gamla Stan, el casco antiguo de la ciudad. Sabía que su carrera política estaba acabada. Pronto la batida se pondría en marcha. La batida contra él, que llevaba tanto tiempo viviendo de su pavoneo y sus arrogantes tuits. Lo desollarían vivo, no tenía dudas.
Paseó por las estrechas callejuelas sin rumbo fijo. El tibio viento le alborotó su fino pelo. Avanzaba encorvado, con su fino traje azul, como un espantapájaros espectral. Los edificios históricos se inclinaban sobre su largo y esbelto cuerpo.
Su tiempo como tuitero se había acabado.
De pronto se encontró frente a una peluquería de Köpmangatan, su peluquería. Entró y saludó con la cabeza hacia un sillón donde el peluquero estaba moldeando el pelo negro de un hombre medio dormido.
—¡Hola, Erik! No tienes hora con nosotros, ¿verdad? —dijo el peluquero.
—No, solo quería pedirte que me prestaras una navaja; me han salido unos pelos en el cuello.
—Por supuesto. Coge esa.
El peluquero señaló hacia un pequeño estante de cristal; era una antigua navaja con mango de baquelita marrón. Grandén la cogió y fue al baño, en el fondo del salón. Cerró con llave.
Uno para todos.
Mette fue la última en entrar en la sala. Paseó la mirada por su equipo. Todos estaban allí, concentrados. El suicidio de la víspera había sido, en parte, una ducha fría para todos.
Mette tomó el mando.
—Empezaremos desde el principio. Tesis e hipótesis.
Se colocó delante de todos, en la pared de la pizarra. Allí habían colgado la falsa carta de Adelita a Wendt, al lado de la carta «explicativa» del mismo Wendt encontrada en Mal País. Justo debajo estaba la fotografía de Wendt y de Adelita que Abbas había traído del bar de Santa Teresa.
—Primero, la conversación grabada en 1984, en la que Bertil Magnuson reconoce haber encargado el asesinato del periodista Jan Nyström —dijo Mette—. Puesto que Magnuson está muerto podemos dejarla a un lado; tendrá repercusiones a otro nivel. En cambio, lo que sí sabemos es que Nils Wendt abandonó Kinshasa inmediatamente después del asesinato y desapareció. Su pareja de entonces denunció su desaparición una semana más tarde.
—¿Voló directamente a Costa Rica?
—No, primero viajó a México, a Playa del Carmen, donde conoció a Adelita Rivera. No tenemos ningún dato acerca del momento exacto en que apareció en Mal País, pero sabemos que estaba allí en 1987.
—El mismo año en que Adelita viajó de Costa Rica a Nordkoster —observó Lisa Hedqvist.
—Así es.
—Para recoger el dinero que Wendt había escondido en su casa de veraneo.
—¿Por qué no lo recogió él mismo?
—No lo sabemos —respondió Mette—. En la carta escribe que no podía.
—Tal vez tuvo algo que ver con Magnuson. A lo mejor le tenía miedo.
—Tal vez.
—¿De dónde salía el dinero? —preguntó Bosse.
—Tampoco lo sabemos.
—Quizás era el dinero que sacó de la compañía antes de desaparecer.
—Es posible —dijo Mette.
—Y durante todos estos años, antes de volver a aparecer, ¿siempre estuvo allí? ¿En Mal País?
—Probablemente. Según Ove Gardman, trabajaba como guía en un parque nacional.
—¿Y creía que Adelita Rivera le había birlado el dinero?
—Es posible. Al fin y al cabo, recibió una carta falsa en la que ella se despedía de él de una forma bastante brusca, una carta escrita por uno de los verdugos de Adelita en Nordkoster en 1987. Probablemente la carta tuviera el propósito de evitar que Wendt investigara por qué Adelita no volvió a Costa Rica.
—Un acto muy frío por parte de los asesinos —dijo Bosse Thyrén.
—Sí. Pero entonces Gardman apareció en Mal País hace tres semanas y le habló del asesinato del que fue testigo cuando era niño, y a través de internet Wendt comprendió que la víctima había sido Adelita Rivera. Así que decidió viajar a Suecia.
—Y ahora llegamos al presente.
—Exactamente, y en este punto tenemos muy claro el esquema de movimientos de Wendt. Sabemos que no encontró el dinero escondido en Nordkoster, sabemos que trajo consigo una conversación grabada en Kinshasa en 1987 y es de suponer que le puso partes de ella a Magnuson en las breves llamadas que tenemos documentadas.
—La cuestión es qué perseguía con ello.
—¿Puede tener relación con la muerte de Adelita?
—¿Que creyera que Magnuson estaba involucrado?
—Sí.
—A lo mejor podríamos averiguarlo a través de esto. —Lisa Hedqvist señaló la pizarra, hacia el viejo sobre—. La carta está firmada con un «Adelita», y fue escrita cinco días después de su muerte, ¿no es así?
—Sí.
—Deberíamos poder sacar el ADN del sello del sobre, y compararlo con el de Magnuson. Supongo que la saliva servirá, incluso después de veintitrés años.
—Adelante.
Lisa se acercó a la pizarra, cogió el sobre y salió.
—Mientras esperamos el resultado, recordemos que las llamadas de Wendt debieron de ejercer una gran presión sobre Magnuson. En la conversación grabada reconoce haber encargado la muerte de un periodista, nada menos —dijo Mette—. Las consecuencias que tendría si salía a la luz debieron de quedarle bastante claras.
—Así que intentó encontrar la cinta asesinando a Nils Wendt.
—Supongo que es un motivo bastante factible.
—Pero Wendt tenía una copia de la cinta en Costa Rica.
—¿Magnuson conocía su existencia?
—No lo sabemos, pero es posible que Wendt lo hubiera mencionado para protegerse, visto que sabía de lo que era capaz Magnuson.
—Así que Magnuson intentó dar con la cinta en Mal País. Recordemos que Abbas el Fassi fue agredido en la casa de Wendt.
—Así es —contestó Mette—. Bien mirado, no sabemos si fue por iniciativa de Magnuson, pero parece bastante probable.
—Y si así fue, supo que había fracasado y que la conversación grabada había acabado aquí. En comisaría.
—Y entonces se pegó un tiro.
—Lo que significa que nunca obtendremos una confesión respecto al asesinato de Nils Wendt. Si es que fue él.
—No.
—Y tal vez tampoco con respecto a Adelita Rivera.
—No.
Habían llegado a un callejón sin salida. No disponían de ninguna prueba técnica que vinculara a Magnuson con la muerte de Wendt. Lo único que tenían eran indicios, un posible móvil y una investigación, en principio, abandonada.
A no ser que fuera Magnuson quien había lamido el sello.
Stilton suponía que lo habían seguido desde Söderhallarna hasta la autocaravana para luego incendiarla. También suponía que eran los mismos que habían maltratado a Acke. A lo mejor los habían visto cuando él y el Visón se reunieron con el niño en Flempan. Bien, seguro que lo consideraban achicharrado entre las llamas. Si volvían a verlo, se quedarían de piedra.
Había pasado por la redacción para comprar un paquete de revistas. Todo el mundo había oído hablar de la autocaravana. Recibió abrazos y enhorabuenas.
Ahora se encontraba frente a Söderhallarna, vendiendo revistas.
Estaba muy alerta.
Para la gente que pasaba por ahí tenía el mismo aspecto de siempre. Un sin techo vendiendo
Situation Stockholm
, en el mismo sitio que solía ocupar en los últimos tiempos.
No tenían ni idea.
Se fue cuando empezó a diluviar y tronar.
El nubarrón había ensombrecido el cielo y los rayos crepitaban sobre los tejados de las casas. Liam e Isse estaban empapados ya antes de llegar al parque de Lilla Blecktorn. No tenían más que internarse entre los árboles junto a la carretera de circunvalación. Una vez allí, había matorrales tras los que esconderse. Además, llevaban sus cazadoras oscuras con capucha.
—Allí —susurró Isse, y señaló un banco a unos metros de un grueso árbol.
En el banco estaba sentada una figura larga y desgarbada bebiendo una lata de cerveza, los antebrazos apoyados en los muslos, la lluvia empapándolo.
—¡Es él, joder!
Liam e Isse se miraron de reojo, perplejos. Habían divisado a Stilton en Söderhallarna y les costó lo suyo dar crédito a sus ojos. ¿Cómo demonios había sobrevivido? Isse sacó un bate corto de béisbol. Liam lo miró de reojo; sabía de lo que era capaz cuando perdía la chaveta. Avanzaron con cautela y entornaron los ojos. Naturalmente, el parque estaba vacío, con ese tiempo no había quien saliera de casa.
Aparte de aquel desecho humano.
Stilton estaba sumido en sus pensamientos. Ese tipo de aislamiento en ese tipo de ambiente le llevaba a pensar en Vera. En su voz, y en la única vez que se habían acostado, poco antes de su horrible muerte. Ese recuerdo le resultaba desesperante.
Entonces con el rabillo del ojo advirtió la presencia de aquellos dos. Casi habían llegado al banco. Uno de ellos, con un bate en la mano.
Gallinas, pensó. Dos contra uno. Incluso así necesitaban un bate. En ese momento deseó que su entrenamiento en las escaleras hubiera empezado seis años atrás, o que esos seis años nunca hubieran existido. Pero habían existido. Seguía siendo una sombra del antiguo Stinton.
Alzó la mirada.
—Hola —dijo—. ¿Queréis un poco de cerveza?
Stilton les tendió la lata. Isse agitó el bate y alcanzó la lata con precisión. Voló varios metros por el aire. Stilton la siguió con la mirada.
—
Home run
—dijo, y sonrió—. A lo mejor podríais…
—¡Cállate!
—Perdón.
—¡Incendiamos tu maldita caravana! ¿Qué coño haces aquí?
—Tomarme una cerveza.
—¡Maldito drogata! ¿Es que no entiendes nada? ¿Quieres que te matemos?
—¿Cómo hicisteis con Vera?
—¿Quién es esa maldita Vera? ¿La puta de la caravana? ¿Era tu puta?
Isse se rio y miró a Liam.
—¿Lo has oído? ¡Era su puta la que machacamos!
Liam sonrió socarronamente y sacó su móvil. Stilton vio cómo lo ponía en el modo cámara. Estaba a punto de ocurrir. No sabía muy bien cómo evitarlo.
Al grano, pensó.
—Sois un par de mierdas, ¿lo sabéis? —les espetó de pronto.
Isse lo miró, desconcertado. ¿Cómo coño se atrevía ese borracho a hablarle así? Liam miró a Isse de reojo; pronto perdería la chaveta.
—Deberían encerraros para siempre y alimentaros con mierda de gato.
Isse perdió la chaveta: soltó un alarido, levantó el bate y desde atrás lanzó un violento golpe directamente a la cabeza de Stilton.
El bate no la alcanzó. Ni siquiera recorrió la mitad de su trayecto. Apenas había superado el hombro de Isse cuando un cuchillo largo y negro se le clavó en el brazo. Isse no tuvo tiempo de ver de dónde venía, y Liam tampoco llegó a ver el otro cuchillo, aunque sí notó cómo se le clavaba en la mano y el móvil volaba lejos.
Stilton se levantó rápidamente y agarró el bate. Isse estaba agachado, gritando de dolor, con la mirada clavada en el cuchillo que sobresalía de su brazo. La lluvia caía sobre su rostro. Stilton hiperventilaba y sintió cómo la terrible muerte de Vera se propagaba por el bate. Lo sostenía a la altura de la cabeza de Isse. Su mente se había ensombrecido. Aferró el bate con las dos manos y tomó impulso para descargarlo directamente contra la nuca del gamberro.
—¡No, Tom!
El grito penetró en su cerebro alterado, lo suficiente para detener el movimiento. Stilton se dio la vuelta. Abbas apareció por detrás de un grueso árbol.
—No lo hagas —le dijo.
Stilton lo miró fijamente.
—Tom.
Stilton bajó el bate un poco, pero al ver que Liam intentaba escapar renqueante, se adelantó con rapidez y le golpeó las corvas. Liam cayó de bruces. Abbas alcanzó a Stilton y sujetó el bate.
—Hay mejores maneras de hacerlo —dijo.
Stilton bajó de revoluciones durante unos segundos. Miró a su amigo e intentó controlar la respiración. Unos segundos más tarde soltó el bate. Abbas lo cogió y lo lanzó lejos, entre los arbustos. Stilton bajó la mirada. Se dio cuenta de lo cerca que había estado. Cómo la humillación en la gruta y toda lo demás casi lo había llevado a traspasar todo límite.
—¿Puedes echarme una mano?
Stilton se volvió. Abbas había quitado el cuchillo del bíceps de Isse, al que había sentado en el banco mojado. Stilton levantó del suelo a Liam, que estaba a punto de enloquecer de miedo, y lo lanzó contra el banco, al lado de su compinche.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Abbas.
—Desnudarlos.
Stilton tuvo que hacerlo solo, pues Abbas se alejó un poco para limpiar de sangre sus cuchillos. Los gamberros lo miraban asustados.
—¡Arriba!
Stilton puso a Isse en pie. El otro se levantó solo. Stilton les quitó la ropa lo más rápido que pudo. Una vez desnudos, los hizo sentarse de nuevo. Abbas se colocó delante de ellos con su móvil. Encendió la cámara y la protegió contra la lluvia con la mano.
—Ya está —dijo—. Bien, ¿charlamos un poco?
Janne Klinga recibió un lacónico pero dramático SMS: «Los asesinos del móvil están sentados en un banco del parque de Lilla Blecktorn. Su confesión está colgada en Trashkick.»