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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (39 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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Fue allí, en junio de 1946, donde la novísima ciencia de la genética molecular adquirió sus títulos de nobleza. Fue allí, también, un día de junio de 1953, donde Jim Watson, el futuro premio Nobel que entonces tenía veinticuatro años, reveló al mundo uno de los descubrimientos más importantes del siglo: la estructura del ADN, molécula soporte del código genético. Fue allí donde, en 1966, la mayor asamblea de microbiólogos, de especialistas en genética y de virólogos codificó definitivamente los principios de la herencia. Fue allí, en 1972, donde otros tres futuros premios Nobel, los biólogos David Baltimore, Renato Dulbecco y Howard Temin demostraron el papel de la transcriptasa inversa, la enzima que permite a los retrovirus insertarse en el núcleo de las células. La lista de las comunicaciones presentadas en los seminarios de Cold Spring Harbor se confunde con los progresos biológicos más notables del último medio siglo. Aquellos encuentros tenían tanto prestigio que el honor de participar en ellos, incluso el asistir solamente, era codiciado por toda la
élite
científica mundial, especialmente por los jóvenes mandos de los laboratorios de investigación fundamental. Cold Spring Harbor se había convertido en una feria de cerebros a la que los directivos venían a reclutar a los futuros
cracks
de sus equipos.

Aquel lunes 9 de mayo de 1983, una joven francesa virtualmente desconocida para la comunidad científica internacional, llegaba al
campus
del pequeño puerto norteamericano para asistir a una conferencia sobre los retrovirus. En razón del escaso presupuesto para
missions
del Instituto Pasteur, era la única enviada del famoso laboratorio parisiense a aquella importante manifestación, mientras que el grupo de Robert Gallo y la mayor parte de las demás unidades de investigación norteamericanas estaban representados por batallones enteros. Françoise Barré-Sinoussi que, con Luc Montagnier y Jean-Claude Chermann, tal vez acababan de descubrir el agente responsable del sida, estaba allí en calidad de simple oyente. No iba a presentar ninguna de las ochenta comunicaciones previstas en la agenda del coloquio, porque el sida y los éxitos de la retrovirología francesa no habían despertado todavía, aquella primavera, la curiosidad de los congresistas de Cold Spring Harbor. Decidida a terminar con esa indiferencia, Françoise comenzó a asediar el despacho del organizador de la conferencia, el biólogo Malcolm Martin, del Instituto Norteamericano de la Salud. Quería persuadirle de la importancia de los resultados de su equipo en lo concerniente al descubrimiento de un nuevo retrovirus. Para apoyar su demostración, le enseñó cinco diapositivas que explicaban en gráficos los trabajos de la sala Bru. El quinto documento provocó la decisión positiva del norteamericano.

—Es interesante —declaró—. Le doy cinco minutos al final de la sesión del viernes. Cinco minutos, ni uno más. A usted le toca convencernos del valor de sus conclusiones.

Françoise Barré-Sinoussi sintió que «se fundía de alegría». Sabía que el derecho de pedir la palabra en aquel prestigioso serrallo dependía de la benevolencia de un comité de expertos más inclinados a dar más crédito a los delegados de los grandes centros de investigación norteamericanos que a oscuros investigadores extranjeros. Los temas de las comunicaciones tenían que ser presentados con más de seis meses de anticipación, y los candidatos cuyos temas eran seleccionados debían prepararse para esa insigne prueba durante semanas, ensayar sus intervenciones delante de sus colegas de laboratorio y corregirse constantemente, como para un
one-man-show
del que dependería su fama y su futuro. La muchacha temblaba. Sabía que los cinco minutos que se le concedían podrían desencadenar una tempestad. ¿Acaso no iba a atacar el dogma impuesto por el poderoso Robert Gallo, según el cual no existía más retrovirus humano que su HTLV inductor de extrañas leucemias? ¿Cómo luchar contra aquel científico que dominaba tan profundamente la retrovirología mundial? ¿Cómo imponer la existencia de una nueva familia de retrovirus humanos detectada en un enfermo que presentaba los síntomas del sida?

«No dormí hasta el día fatídico —recuerda Françoise Barré-Smoussi—. Cuando subí al estrado del auditorio repleto de gente para comentar mi primera diapositiva con ayuda de un puntero, estaba tan emocionada que la varilla se me escapó de la mano y cayó sobre la cabeza del doctor David Baltimore, el famoso codescubridor de la enzima transcriptasa inversa, que estaba sentado en la primera fila».

Aparte de François Jacob, André Lwoff y Jacques Monod, los tres premios Nobel campeones de la célebre escuela biológica de los bacteriófagos, pocos franceses habían tenido el privilegio de subir a aquel ilustre podio. Sin embargo, la joven francesa supo ganarse de entrada las simpatías de su exigente auditorio. Los murmullos halagadores que acogieron el comentario a su última diapositiva, la estimularon. La flor y nata de la biología mundial estuvo un largo rato con los ojos fijos en la imagen del retrovirus fotografiado por Charles Dauguet en su laboratorio de París. Los especialistas presentes no podían engañarse: con su núcleo de pequeño tamaño fuertemente descentrado, la estructura de aquel elemento no ofrecía ninguna similitud con el famoso HTLV de Gallo. Sólo faltaba aportar la prueba de que era el agente del sida lo que habían aislado los franceses, y no un parásito resultante de la enfermedad o de un accidente de laboratorio.

En cuanto la luz se encendió de nuevo, llovieron las preguntas.

—¿Han clonado ustedes su virus?

—¿Lo han secuenciado?
[16]

Françoise Barré-Sinoussi había previsto estas preguntas y preparado una respuesta. La formuló con la más encantadora de las sonrisas.

—Tengan paciencia —dijo—. Hemos descubierto la actividad de la transcriptasa inversa de nuestro virus en el mes de enero. Lo hemos identificado en febrero. Lo hemos fotografiado en marzo. Sólo estamos en mayo. ¡Por favor, concédannos el tiempo necesario para hacer lo que falta!

Risas y aplausos celebraron la réplica.

Apenas salió del auditorio, la joven francesa se vio asaltada por todos aquellos a los que su intervención, demasiado breve, había dejado con ganas. Uno de los responsables del Instituto Norteamericano de las Alergias y las Enfermedades Infecciosas le pidió que se dirigiese a los principales científicos que trabajaban en el
campus
de Bethesda. El jefe del departamento de virología del Centro de Control de las Enfermedades Infecciosas le suplicó que fuese a Atlanta para informar a sus colegas sobre aquel descubrimiento capital. Hasta los representantes del laboratorio de Robert Gallo la apremiaron para que fuese a Washington y explicase a su jefe los trabajos del equipo del Instituto Pasteur.

El jefe en cuestión ya estaba al corriente. No se producía ningún acontecimiento en el pequeño mundo de la retrovirología del que Robert Gallo no fuese informado en seguida. No existía ni un laboratorio de investigación, incluso en el país más lejano, que no estuviese en contacto con él, o donde él no tuviese a alguien comprometido a informarle. El enorme presupuesto de que disfrutaba su centro le permitía distribuir en los Estados Unidos y en el extranjero un maná de becas y de subvenciones. Esto le proporcionaba una gran red de simpatizantes. Su fama científica, su arte consumado de la comunicación, su sociabilidad y su encanto irresistible le habían permitido, además, mantener innumerables relaciones políticas y científicas, tanto en su país como en el extranjero. Su enorme influencia sobre la investigación virológica mundial se revelaba, de hecho, tan absoluta que ningún descubrimiento de importancia era reconocido sin que él mismo lo aprobase. «Para cualquier proyecto de investigación, la bendición del dios Gallo nos era necesaria —dice el francés Jean-Claude Chermann—. Para nosotros era el único medio de ser tomados en serio por nuestros propios jefes y de arrancarles los créditos indispensables. Los pobres subdesarollados como nosotros, necesitábamos una confirmación norteamericana. En aquella época, la investigación médica francesa, e incluso la europea, sólo pronunciaba monosílabos, mientras que los norteamericanos recitaban frases enteras».

Pretender atacar la infalibilidad de uno de sus más famosos científicos, equivalía a cometer un crimen de lesa majestad. Si querían dar a conocer su descubrimiento a la comunidad científica internacional, Luc Montagnier y su equipo tenían que correr el riesgo de atraer los rayos del «dios Gallo». Sin embargo, fue aquel «dios» en persona el que sugirió a los franceses la elección del vehículo para su comunicación, así como la fecha de su publicación. «Bob Gallo me informó, en efecto, de que, en el número de
Science
del 28 de mayo de 1983 iba a publicarse un estudio que demostraba la implicación de su HTLV en el sida —cuenta Luc Montagnier—. Su artículo iría acompañado de un texto de Max Essex, el biólogo veterinario que acababa de detectar por su parte la presencia del retrovirus HTLV en el treinta por ciento de un grupo de enfermos del sida». El norteamericano aconsejó a su colega parisiense que publicase en el mismo número una comunicación que describiese los resultados del equipo del Instituto Pasteur.

¿Había visto en ello Robert Gallo una ocasión para desactivar la bomba francesa? Porque no sólo se preocupó de hacer que se publicase el artículo de Luc Montagnier en el mismo número de
Science
, sino que además se ofreció a redactar él mismo el resumen de presentación. Una «generosidad» que iba a permitirle explotar una lamentable torpeza de los franceses en la denominación de su retrovirus. Como este último afectaba esencialmente a los linfocitos T,
[17]
le habían llamado «Human T Lymphotropic Virus», nombre que tenía las mismas iniciales, HTLV, que el retrovirus «Human T-cell Leukemia Virus» de Robert Gallo. Esta confusión reforzaba su convicción de siempre. Se apresuró a anunciar en voz bien alta que los mismos franceses consideraban su virus como un pariente próximo de su HTLV, puesto que le habían dado un nombre idéntico.

Este juego de manos sorprendió al equipo del Pasteur, que inmediatamente rebautizó a su retrovirus: «Lymphadenopathy Associated Virus». Las tres iniciales, LAV, también podían leerse como «Lymphadenopathy
Aids
Virus», es decir, virus linfoadenopático del sida.

LAV francés contra HTLV norteamericano: una batalla de iniciales que en pocas semanas pasaría a los titulares de la prensa mundial.

40

París, Francia — Bethesda, USA
Primavera-verano de 1983
«Todos subiremos muy pronto al podio de la victoria»

Lo llamaban «la junta del sábado». Cada sábado de aquella primavera de 1983, a las diez en punto, todo el equipo del laboratorio de virología del Instituto Pasteur se reunía en torno a Luc Montagnier en su vasto despacho repleto de
dossiers
, de informes y de revistas médicas. Los trabajos de aquella decena de hombres y mujeres, casi todos con menos de cuarenta años, pretendían obtener la confirmación de que el retrovirus hallado en los tubos de ensayo de la sala Bru era, sin discusión posible, el agente responsable del sida. Además de los pasteurianos Luc Montagnier, Jean-Claude Chermann y Françoise Barré-Sinoussi, aquel grupo de los diez contaba con dos virólogos del hospital Claude-Bernard, Françoise Brun-Vézinet y Christine Rouzioux, con los clínicos Willy Rozenbaum y Étienne Vilmer, con los inmunólogos Jean-Claude Gluckmann y David Klatzmann, así como con un epidemiólogo del Ministerio de la Salud, Jean-Baptiste Brunet. Como el retrovirus francés había sido descubierto en un ganglio extraído de un individuo que sólo presentaba signos precursores del sida, aún quedaba por demostrar su presencia en la fase aguda de la enfermedad; y esto en todas las categorías de enfermos, lo mismo si se trataba de homosexuales como de toxicómanos, de hemofílicos, de haitianos o de africanos. Como toda afirmación tiene su contrario, también se necesitaba demostrar que el virus estaba ausente en los individuos sanos. El asunto no era fácil.

Fue en un homosexual afectado de un cáncer de Kaposi donde el equipo logró aislar el retrovirus LAV por segunda vez. Su morfología, así como sus caracteres inmunológicos y bioquímicos eran semejantes en todo a los del primer virus hallado en el estilista parisiense. Un tercer virus idéntico fue identificado en los linfocitos de un adolescente hemofílico. La sangre de una muchacha del Zaire que se hallaba en tratamiento en el hospital Claude-Bernard, y que fallecería de sida diez días después de la extracción, proporcionó un cuarto espécimen. Otros virus de la misma naturaleza y procedentes de enfermos muy diversos emprendieron en seguida el camino de los congeladores de la sala Bru. Luc Montagnier y su equipo tenían la sensación de estar en el buen camino: todos aquellos virus de orígenes diversos tenían una morfología común, las mismas proteínas, la misma afinidad de destruir los linfocitos T.

Estos resultados concordantes permitieron cubrir una etapa decisiva en la lucha contra la plaga mortal. Aunque no aportaban ninguna esperanza de prevención por vacunación, ni de tratamiento a corto plazo, suscitaron en cambio un trámite original para frenar la propagación de la epidemia. En algunas semanas, el equipo de «la junta del sábado» consiguió elaborar una prueba capaz de descubrir la presencia de los anticuerpos que el organismo fabrica automáticamente en caso de ataque vírico. Esta prueba, llamada
Elisa
[18]
permite, en otros términos, descubrir la «seropositividad» de un individuo, decir si ha sido o no ha sido contaminado por el agente del sida. Una de las ventajas inmediatas de este sistema de detección afectaba al control de la sangre destinada a las transfusiones. Ponía fin a la pesadilla de Jim Curran, el jefe de los médicos-detectives de Atlanta, que no había conseguido convencer a los mercaderes norteamericanos del oro rojo para que adoptasen medidas urgentes para proteger las reservas de sangre de los Estados Unidos.

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