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Authors: Dominique Lapierre

Tags: #Drama, Histórico

Más grandes que el amor (37 page)

BOOK: Más grandes que el amor
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El médico británico explicaba después brevemente la angustia con que las hermanas y los médicos vigilaban el estado de Ananda. El doctor confirmaba que nada alarmante justificaba hasta ahora su temor, pero añadía que era necesario esperar varias semanas, incluso meses, para tener la certeza de que la rabia no se declararía. Y terminaba la carta con una larga posdata.

Durante toda la agonía de la pobre sor Alice, un perro no cesó de aullar en el patio, delante de la enfermería. Aquel perro tenía un aspecto tan feroz que las religiosas le llamaron, con razón,
Kala Shaitan (Diablo Negro).

Los colmillos de
Diablo Negro
dan tanto miedo a los ladrones como a las hermanas que se ven obligadas a pasar por delante de su caseta, pero nadie ha pedido que se le expulse por temor a causarle pena a la Madre Teresa. Porque la Madre siente un particular afecto por ese moloso, que también le corresponde. En cuanto la ve,
Diablo Negro
se vuelve tan suave como un cordero. Se precipita hacia ella agitando la cola, como reclamándole la bendición de una caricia
.

37

París, Francia — Invierno de 1983
Ojos maravillados por una pequeña esfera negra

Luc Montagnier señaló el frasco que llevaba.

—Aquí dentro lo encontrará usted, sin duda alguna. Nosotros hemos puesto de manifiesto su enzima. ¡Ahora le toca buscar a usted!

Charles Dauguet, llamado «Charlie», de cincuenta y cuatro años, se pasó una vigorosa mano por el delgado collar de barba gris que aureolaba su cara. Aquella proposición colmaba de gozo a aquel hombrecito jovial que sólo tenía una pasión en la vida: la fotografía. Su laboratorio tenía por misión la de proporcionar a los investigadores del Instituto Pasteur los documentos que confirmasen de una manera tangible lo bien fundado de sus hipótesis. Tenía la tarea de aportar la prueba mediante la imagen.

Charlie ajustó sus gafas bifocales para examinar la pequeña botella.

—¡Cuidado! —continuó Luc Montagnier—. Debo informarle que ahí dentro hay un virus extremadamente peligroso. Es usted libre de no querer tocarlo.

—Tranquilícese, señor —respondió Charlie Dauguet con su inalterable serenidad—. Hace un siglo que me hago respetar por estos sucios animalitos.

Hacía veintiséis años que, en un cuarto minúsculo del primer piso del antiguo pabellón de la rabia del Instituto Pasteur, Charles Dauguet fotografiaba los gérmenes invisibles que atacan a los hombres, a los animales y a los vegetales. Pocos asesinos de lo infinitamente pequeño se habían librado del disparador de aquel cazador de imágenes. A veces tenía que acosar a sus presas durante semanas antes de fijarlas sobre la película. Charlie había fotografiado millares de virus responsables de la hepatitis B, de la rabia, de la poliomielitis, de la viruela, del herpes, del zona y de otras múltiples infecciones, muchas de ellas mortales. La variedad de sus formas era infinita. Algunos parecían pelotas de golf; otros, ruedas de coche, adoquines, ojos de lechuza, comas o paquetes de macarrones. Charles Dauguet se había asombrado tantas veces de la malicia y de la originalidad de sus disfraces, que las paredes de su laboratorio estaban cubiertas de trofeos de su carrera: sus clichés más notables.

Su pasión por la fotografía se remontaba a su más tierna infancia. Apenas tenía tres años cuando su abuelo, un garajista normando, le regaló su primera máquina. Ése fue el comienzo de una colección de instrumentos que hoy contaba con una cincuentena larga de modelos rarísimos pacientemente desenterrados en innumerables mercadillos de viejo y ferias de chatarra. Sus ocios de adolescente los había dedicado a recorrer su pintoresco barrio de los Halles, con el ojo pegado a su visor. «¡Qué alegría recoger el instante de la venta de un cuarto de buey o de una brazada de rosas —decía—, o fijar el acontecimiento más anodino en el mismo segundo en que se produce! ¡Qué emoción mirar después esas instantáneas de la la vida y decirse: “Esto pasó en tal época y yo fui testigo de ello!”».

La insurrección de París y la liberación de agosto de 1944 permitieron al joven estudiante perpetuar para siempre inolvidables momentos de la acción y del alboroto popular. Incluso había inmortalizado a su pesar una escena de horror, en la que un soldado FFI de la insurrección ejecutaba a un miliciano proalemán. El hombre había sido capturado cuando disparaba sobre la multitud desde los tejados. Le habían arrancado las ropas. El FFI blandió su fusil con la bayoneta calada. «¡Pequeño, haz la foto!», le gritó a Charlie. Aterrorizado, el muchacho pegó el ojo al visor y apretó el disparador como un autómata.

Pero el auténtico éxito de Charles Dauguet se debía a la realización de un documento infinitamente más trivial: el de una pulga aumentada cuarenta veces. Una hermosa pulga hembra de color pardusco con su trompa de dientes de sierra capaz de perforar las epidermis más coriáceas, con su cuerpo rechoncho y sus patas de atleta saltador. Para fotografiarla, había montado uno de los aparatos de su colección sobre las lentes de un pequeño microscopio alemán que sus padres le habían regalado por Navidad.

El destino quiso que aquel retrato de pulga fuese visto por los responsables del novísimo laboratorio de microscopía electrónica del Instituto Pasteur. La señorita Croissant se sintió tan maravillada, que propuso al joven fotógrafo aficionado que ingresase en su servicio. Bendiciendo a su pulga, Charlie aceptó en el acto. Y jamás lamentó su decisión. «¡Pasar la vida contemplando un mundo invisible para tratar de descubrir sus misterios y ofrecer sus imágenes a los que pueden hacer avanzar la ciencia, qué exaltación!», suele decir. Sin embargo, su universo era muy austero. Ni aire libre, ni sol, ni luz y, por único compañero, un grueso cilindro zumbador que parecía el periscopio de un submarino. Con su compresor, su refrigerador de agua, sus lentes de gran cualidad técnica, sus flujos de iones, sus contadores electrónicos y su pantalla catódica, el Siemens 101 del laboratorio de Charles Dauguet permitía ampliaciones tan gigantescas que «una sola célula adquiría una dimensión correspondiente a la de la torre Eiffel». La inquisidora mirada de Charlie necesitaba a veces una semana entera para explorar por completo el microuniverso de algunos glóbulos blancos colocados sobre una placa de cristal. Un espacio monocromo en gris y blanco, atravesado por millares de islotes, de penínsulas, de ríos, de deltas, de cráteres y de hinchazones. Y de pronto, después de unos días de acecho, surgía un rastro extraño, un brote anormal, una curiosa esfera negra: un virus. Entonces, los dedos del fotógrafo se crispaban sobre las palancas del microscopio para encuadrar delicadamente la zona sospechosa en la pantalla. Variaba los contrastes de la iluminación, aumentaba la ampliación, buscaba el ángulo más favorable. «Una foto debe hablar más que todos los discursos», afirmaba Charlie. Y había aplicado tan bien esta fórmula a su trabajo, que los investigadores sabían reconocer su mano, con una sola ojeada, en un documento fotográfico.

Después de tantos años de exploración en la selva de lo infinitamente pequeño, Charles Dauguet acariciaba ahora un nuevo sueño. «Si Dios me permite disfrutar de mi próxima jubilación —decía—, me uniré a las filas de un club de astrónomos aficionados. Ahora deseo escrutar lo infinitamente grande y establecer la relación entre el mundo de las células y el de las estrellas». Ya estaba preparando el instrumento de esa conquista final. En el minúsculo taller habilitado en su casa de la calle Lecourbe comenzaba a tomar forma el primer esbozo de su futuro telescopio.

Los Dauguet formaban una pareja enternecedora. Su amor nació en el lugar menos romántico que se pueda imaginar: su pequeño laboratorio del Instituto Pasteur, donde Charlie fotografiaba los virus. Claudine lavaba allí las muestras celulares, antes de centrifugarlas, secarlas y después «fosilizarlas» en unos cortes de resina.

Menos de tres horas después de la visita de Luc Montagnier, ya estaban preparados los bloques de resina que contenían los peligrosos virus. Ya sólo faltaba recortarlos en una multitud de finísimas virutas. Para ese delicado trabajo que él se reservaba, Charlie disponía de una rara herramienta de orfebre que guardaba cuidadosamente bajo llave después de usarla. Se nataba de una cuchilla de diamante, alta, de un milímetro y medio, con un filo tan fino y tan perfecto que sólo existían en el mundo dos o tres tallistas capaces de cincelar una joya como aquélla. Colocada en una cortadora electrónica, permitía «unos cortes más allá de lo real» que costaba trabajo verlos a simple vista. Charlie estaba especialmente orgulloso de su diamante. Procedía de una mina de Venezuela y había costado la friolera de un millón y medio de francos viejos.

Colocada sobre una rejilla perforada por agujeros minúsculos, cada viruta iba a ser estudiada en el microscopio con vistas a detectar en ella las partículas víricas buscadas y fotograbarlas. «Un diabólico juego del escondite»; así es como define Charles Dauguet el implacable acoso que comenzó entonces a los mandos de su Siemens 101. Como de costumbre, reguló el aparato a su nivel favorito de cincuenta mil aumentos. «En el microscopio electrónico, vale más atenerse al mismo aumento, porque las dimensiones relativas de los virus y de las células pueden, por sí solas, proporcionar de entrada un máximo de informaciones», explicaba Charlie. Cada viruta de resina contenía unas cincuenta células, lo cual exigía varias horas de examen, a veces toda una jornada. Como la cuchilla de diamante cortaba un centenar largo en cada bloque de resina, cada nueva investigación representaba un trabajo titánico. Después de diez o doce horas de observación ininterrumpida ante su pantalla luminiscente, Charles Dauguet titubeaba como un ciego al reincorporarse al mundo exterior.

Fue un poco antes de las seis de la tarde del viernes 3 de febrero de 1983, cuando se produjo el tan esperado acontecimiento. «Iba a detener el compresor del microscopio y a apagar la pantalla después de una última ojeada sobre un vasto delta celular, cuando tuve un sobresalto —cuenta Charlie—. Acababa de columbrar una pequeña esfera negra que brotaba en la periferia de un linfocito. Aunque todavía no había salido del todo de su envoltura, comprendí claramente que se trataba de un cuerpo extraño a la célula. Abracé a Claudine y grité: “¡Ya está, ya tengo ese famoso virus!”».

La secretaria de Luc Montagnier saltó de sorpresa cuando Charlie irrumpió en el despacho del profesor. Parecía «un toro escapado de la plaza». Decía a voz en grito: «¡He encontrado el virus, he encontrado el virus!» En ausencia de su jefe, la muchacha fue la primera que le felicitó. Muy emocionada, no cesaba de repetir: «Bravo, Charlie, bravo». Como Jean-Claude Chemann y Françoise Barré-Sinoussi tampoco estaban allí, Charlie regresó corriendo a su laboratorio para grabar en una película de gelatina el espectáculo que sus ojos deslumbrados acababan de descubrir. En algunos minutos introdujo sus placas, comprobó su máquina y reguló el tiempo de exposición en función del diafragma y del flujo de electrones. Después, con la misma presión del índice que le permitió en otro tiempo inmortalizar a una pulga, apretó el disparador electrónico y tomó, por primera vez en la historia, las fotografías del retrovirus del sida.

Este
scoop
mundial no iba a cambiar en nada las costumbres de Charlie y de Claudine. Faltaba poco para la medianoche cuando abandonaron el laboratorio para ir en busca de su automóvil estacionado bajo un castaño. Como hacían todos los viernes por la noche, tomaron la dirección de su Normandía natal para ir a entregarse a su distracción favorita: la pesca del camarón.

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